SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD
DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Domingo 15 de agosto de 2010
Eminencia;
excelencia;
autoridades;
queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes del año litúrgico
dedicadas a María santísima: la Asunción. Al terminar su vida terrena, María fue
llevada en alma y cuerpo al cielo, es decir, a la gloria de la vida eterna, a la
comunión plena y perfecta con Dios.
Este año se celebra el sexagésimo aniversario desde que el venerable Papa Pío
XII, el 1 de noviembre de 1950, definió solemnemente este dogma, y quiero
leer —aunque es un poco complicada— la forma de la dogmatización. Dice el
Papa: «Por eso, la augusta Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo
desde toda la eternidad, por un solo y mismo decreto de predestinación,
inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad,
generosamente asociada al Redentor divino, que alcanzó pleno triunfo sobre el
pecado y sus consecuencias, consiguió al fin, como corona suprema de sus
privilegios, ser conservada inmune de la corrupción del sepulcro y, del mismo
modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser elevada en cuerpo y alma a la
suprema gloria del cielo, donde brillaría como reina a la derecha de su propio
Hijo, Rey inmortal de los siglos» (const. ap. Munificentissimus Deus : AAS 42
[1950] 768-769).
Este es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: creemos que María,
como Cristo, su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en la gloria celestial
en la totalidad de su ser, «en cuerpo y alma».
San Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos ayuda a arrojar un poco de luz
sobre este misterio partiendo del hecho central de la historia humana y de
nuestra fe, es decir, el hecho de la resurrección de Cristo, que es «la primicia de
los que han muerto». Inmersos en su Misterio pascual, hemos sido hechos
partícipes de su victoria sobre el pecado y sobre la muerte. Aquí está el secreto
sorprendente y la realidad clave de toda la historia humana. San Pablo nos dice
que todos fuimos «incorporados» en Adán, el primer hombre, el hombre viejo;
todos tenemos la misma herencia humana, a la que pertenece el sufrimiento, la
muerte y el pecado. Pero a esta realidad que todos podemos ver y vivir cada día
añade algo nuevo: no sólo tenemos esta herencia del único ser humano, que
comenzó con Adán, sino que hemos sido «incorporados» también en el hombre
nuevo, en Cristo resucitado, y así la vida de la Resurrección ya está presente en
nosotros. Por tanto, esta primera «incorporación» biológica es incorporación en
la muerte, incorporación que genera la muerte. La segunda, nueva, que se nos
da en el Bautismo, es «incorporación» que da la vida. Cito de nuevo la segunda
lectura de hoy; dice san Pablo: «Porque, habiendo venido por un hombre la
muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del
mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo.
Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su
venida» ( 1 Co 15, 21-23)».
Ahora bien, lo que san Pablo afirma de todos los hombres, la Iglesia, en su
magisterio infalible, lo dice de María en un modo y sentido precisos: la Madre de
Dios se inserta hasta tal punto en el Misterio de Cristo que es partícipe de la
Resurrección de su Hijo con todo su ser ya al final de su vida terrena; vive lo
que nosotros esperamos al final de los tiempos cuando sea aniquilado «el último
enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26); ya vive lo que proclamamos en el Credo:
«Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».
Entonces podemos preguntarnos: ¿Cuáles son las raíces de esta victoria sobre la
muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces están en la fe de la
Virgen de Nazaret, como atestigua el pasaje del Evangelio que hemos escuchado
(cf. Lc 1, 39-56): una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total
a la iniciativa y a la acción divina, según lo que le anuncia el arcángel. La fe, por
tanto, es la grandeza de María, como proclama gozosamente Isabel: María es
«bendita entre las mujeres», «bendito es el fruto de su vientre» porque es «la
madre del Señor», porque cree y vive de forma única la «primera» de las
bienaventuranzas, la bienaventuranza de la fe. Isabel lo confiesa en su alegría y
en la del niño que salta en su seno: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (v. 45). Queridos amigos, no
nos limitemos a admirar a María en su destino de gloria, como una persona muy
lejana de nosotros. No. Estamos llamados a mirar lo que el Señor, en su amor,
ha querido también para nosotros, para nuestro destino final: vivir por la fe en la
comunión perfecta de amor con él y así vivir verdaderamente.
A este respecto, quiero detenerme en un aspecto de la afirmación dogmática,
donde se habla de asunción a la gloria celestial. Hoy todos somos bien
conscientes de que con el término «cielo» no nos referimos a un lugar cualquiera
del universo, a una estrella o a algo parecido. No. Nos referimos a algo mucho
mayor y difícil de definir con nuestros limitados conceptos humanos. Con este
término «cielo» queremos afirmar que Dios, el Dios que se ha hecho cercano a
nosotros, no nos abandona ni siquiera en la muerte y más allá de ella, sino que
nos tiene reservado un lugar y nos da la eternidad; queremos afirmar que en
Dios hay un lugar para nosotros. Para comprender un poco más esta realidad
miremos nuestra propia vida: todos experimentamos que una persona, cuando
muere, sigue subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de
quienes la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo una
parte de esa persona, pero es como una «sombra» porque también esta
supervivencia en el corazón de los seres queridos está destinada a terminar.
Dios, en cambio, no pasa nunca y todos existimos en virtud de su amor.
Existimos porque él nos ama, porque él nos ha pensado y nos ha llamado a la
vida. Existimos en los pensamientos y en el amor de Dios. Existimos en toda
nuestra realidad, no sólo en nuestra «sombra». Nuestra serenidad, nuestra
esperanza, nuestra paz se fundan precisamente en esto: en Dios, en su
pensamiento y en su amor; no sobrevive sólo una «sombra» de nosotros
mismos, sino que en él, en su amor creador, somos conservados e introducidos
con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, en la eternidad.
Es su amor lo que vence la muerte y nos da la eternidad, y es este amor lo que
llamamos «cielo»: Dios es tan grande que tiene sitio también para nosotros. Y el
hombre Jesús, que es al mismo tiempo Dios, es para nosotros la garantía de que
ser-hombre y ser-Dios pueden existir y vivir eternamente uno en el otro. Esto
quiere decir que de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una parte
que, por así decirlo, nos es arrancada, mientras las demás se corrompen; quiere
decir, más bien, que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que somos. Y Dios
acoge en su eternidad lo que ahora , en nuestra vida, hecha de sufrimiento y
amor, de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y se va transformando. Todo
el hombre, toda su vida es tomada por Dios y, purificada en él, recibe la
eternidad. Queridos amigos, yo creo que esta es una verdad que nos debe llenar
de profunda alegría. El cristianismo no anuncia sólo una cierta salvación del alma
en un impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso
y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, «la vida del mundo
futuro»: nada de lo que para nosotros es valioso y querido se corromperá, sino
que encontrará plenitud en Dios. Todos los cabellos de nuestra cabeza están
contados, dijo un día Jesús (cf. Mt 10, 30). El mundo definitivo será el
cumplimiento también de esta tierra, como afirma san Pablo: «La creación
misma será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad
gloriosa de los hijos de Dios» ( Rm 8, 21). Se comprende, entonces, que el
cristianismo dé una esperanza fuerte en un futuro luminoso y abra el camino
hacia la realización de este futuro. Estamos llamados, precisamente como
cristianos, a edificar este mundo nuevo, a trabajar para que se convierta un día
en el «mundo de Dios», un mundo que sobrepasará todo lo que nosotros
mismos podríamos construir. En María elevada al cielo, plenamente partícipe de
la resurrección de su Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana
según el «mundo de Dios».
Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos
toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga hombres de
la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios, hombres
llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en medio de
los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan.
Amén.
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