MISA DE CLAUSURA DEL XX CONGRESO
MARIOLÓGICO-MARIANO INTERNACIONAL
HOMILÍA DE JUAN PABLO II
Domingo 24 de septiembre de 2000
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. "Acercando a un niño, lo puso en medio de ellos" ( Mc 9, 36). Este singular
gesto de Jesús, que nos recuerda el evangelio que acabamos de proclamar,
viene inmediatamente después de la recomendación con la que el Maestro había
exhortado a sus discípulos a no desear el primado del poder, sino el del servicio.
Una enseñanza que debió impactar profundamente a los Doce, que acababan de
"discutir sobre quién era el más importante" ( Mc 9, 34). Se podría decir que el
Maestro sentía la necesidad de ilustrar una enseñanza tan difícil con la
elocuencia de un gesto lleno de ternura . Abrazó a un niño, que según los
parámetros de aquella época no contaba para nada, y casi se identificó con él:
"El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí" ( Mc 9, 37).
En esta eucaristía, que concluye el XX Congreso mariológico-mariano
internacional y el jubileo mundial de los santuarios marianos, me agrada asumir
como perspectiva de reflexión precisamente ese singular icono evangélico . En él
se expresa, antes que una doctrina moral, una indicación cristológica e,
indirectamente, una indicación mariana.
En el abrazo al niño Cristo revela ante todo la delicadeza de su corazón, capaz
de todas las vibraciones de la sensibilidad y del afecto. Se nota, en primer
lugar, la ternura del Padre , que desde la eternidad, en el Espíritu Santo, lo ama
y en su rostro humano ve al "Hijo predilecto" en el que se complace (cf. Mc 1,
11; 9, 7). Se aprecia también la ternura plenamente femenina y materna con la
que lo rodeó María en los largos años transcurridos en la casa de Nazaret. La
tradición cristiana, sobre todo en la Edad Media, solía contemplar
frecuentemente a la Virgen abrazando al niño Jesús. Por ejemplo, Aelredo de
Rievaulx se dirige afectuosamente a María invitándola a abrazar al Hijo que,
después de tres días, había encontrado en el templo (cf. Lc 2, 40-50): "Abraza,
dulcísima Señora, abraza a Aquel a quien amas; arrójate a su cuello, abrázalo y
bésalo, y compensa los tres días de su ausencia con múltiples delicias" ( De Iesu
puero duodenni 8: SCh 60, p. 64).
2. "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos" ( Mc 9, 35). En el icono del abrazo al niño se manifiesta toda la fuerza de
este principio, que en la persona de Jesús, y luego también en la de María,
encuentra su realización ejemplar.
Nadie puede decir como Jesús que es el "primero". En efecto, él es el "primero y
el último, el alfa y la omega" (cf. Ap 22, 13), el resplandor de la gloria del Padre
(cf. Hb 1, 3). A él, en la resurrección, se le concedió "el nombre que está sobre
todo nombre" ( Flp 2, 9). Pero, en la pasión, él se manifestó también "el último
de todos" y, como "servidor de todos", no dudó en lavar los pies a sus discípulos
(cf. Jn 13, 14).
Muy de cerca lo sigue María en este abajamiento. Ella, que tuvo la misión de la
maternidad divina y los excepcionales privilegios que la sitúan por encima de
toda otra criatura, se siente ante todo "la esclava del Señor" ( Lc 1, 38. 48) y se
dedica totalmente al servicio de su Hijo divino. Y, con pronta disponibilidad,
también se convierte en "servidora" de sus hermanos , como lo muestran muy
bien los episodios evangélicos de la Visitación y las bodas de Caná.
3. Por eso, el principio enunciado por Jesús en el evangelio ilumina también la
grandeza de María. Su "primado" está enraizado en su "humildad". Precisamente
en esta humildad Dios la llamó y la colmó de sus favores, convirtiéndola en
la kexaritwmSnh , la llena de gracia (cf. Lc 1, 28). Ella misma confiesa en
el Magníficat : "Ha mirado la humillación de su esclava. (...) El Poderoso ha
hecho obras grandes por mí" ( Lc 1, 48-49).
En el Congreso mariológico que acaba de concluir, habéis fijado la mirada en las
"obras grandes" realizadas en María, considerando su dimensión más interior y
profunda, es decir, su relación especialísima con la Trinidad . Si María es
la Theotókos , la Madre del Hijo unigénito de Dios, no nos ha de sorprender que
también goce de una relación completamente única con el Padre y el Espíritu
Santo.
Ciertamente, esta relación no le evitó, en su vida terrena, las pruebas de la
condición humana: María vivió plenamente la realidad diaria de numerosas
familias humildes de su tiempo , experimentó la pobreza, el dolor, la fuga, el
exilio y la incomprensión. Así pues, su grandeza espiritual no la "aleja" de
nosotros: recorrió nuestro camino y ha sido solidaria con nosotros en
la "peregrinación de la fe" ( Lumen gentium , 58). Pero en este camino interior
María cultivó una fidelidad absoluta al designio de Dios. Precisamente en el
abismo de esta fidelidad reside también el abismo de grandeza que la
transforma en "la criatura más humilde y elevada" (Dante, Paraíso XXXIII, 2).
4. María destaca ante nosotros sobre todo como "hija predilecta" ( Lumen
gentium , 53) del Padre. Si todos hemos sido llamados por Dios "a ser sus hijos
adoptivos por obra de Jesucristo" (cf. Ef 1, 5), "hijos en el Hijo", esto vale de
modo singular para ella, que tiene el privilegio de poder repetir con plena verdad
humana las palabras pronunciadas por Dios Padre sobre Jesús: "Tú eres mi
Hijo" (cf. Lc 3, 22; 2, 48). Para llevar a cabo su tarea materna, fue dotada de
una excepcional santidad, en la que descansa la mirada del Padre.
Con la segunda persona de la Trinidad, el Verbo encarnado, María tiene una
relación única, al participar directamente en el misterio de la Encarnación. Ella
es la Madre y, como tal, Cristo la honra y la ama. Al mismo tiempo, ella lo
reconoce como su Dios y Señor, haciéndose su discípula con corazón atento y
fiel (cf. Lc 2, 19. 51) y su compañera generosa en la obra de la
redención (cf. Lumen gentium , 61). En el Verbo encarnado y en María la
distancia infinita entre el Creador y la criatura se ha transformado en máxima
cercanía; ellos son el espacio santo de las misteriosas bodas de la naturaleza
divina con la humana, el lugar donde la Trinidad se manifiesta por vez primera y
donde María representa a la humanidad nueva, dispuesta a reanudar, con amor
obediente, el diálogo de la alianza.
5. Y ¿qué decir de su relación con el Espíritu Santo? María es el "sagrario"
purísimo donde él habita . La tradición cristiana ve en María el prototipo de la
respuesta dócil a la moción interior del Espíritu, el modelo de una plena acogida
de sus dones. El Espíritu sostiene su fe, fortalece su esperanza y reaviva la llama
de su amor. El Espíritu hace fecunda su virginidad e inspira su cántico de alegría.
El Espíritu ilumina su meditación sobre la Palabra, abriéndole progresivamente la
inteligencia a la comprensión de la misión de su Hijo. Y es también el Espíritu
quien consuela su corazón quebrantado en el Calvario y la prepara, en la espera
orante del Cenáculo, para recibir la plena efusión de los dones de Pentecostés.
6. Amadísimos hermanos y hermanas, ante este misterio de gracia se ve muy
bien cuán apropiados han sido en el Año jubilar los dos acontecimientos que
concluyen con esta celebración eucarística: el Congreso mariológico-mariano
internacional y el jubileo mundial de los santuarios marianos. ¿No estamos
celebrando el bimilenario del nacimiento de Cristo? Así pues, es natural que
el jubileo del Hijo sea también el jubileo de la Madre .
Por tanto, es de desear que, entre los frutos de este año de gracia, además de
un amor más intenso a Cristo, se cuente también el de una renovada piedad
mariana . Sí, hay que amar y honrar mucho a María, pero con una devoción que,
para ser auténtica, debe estar bien fundada en la Escritura y en la Tradición ,
valorando ante todo la liturgia y sacando de ella una orientación segura para las
manifestaciones más espontáneas de la religiosidad popular; debe expresarse en
el esfuerzo por imitar a la Toda santa en un camino de perfección personal;
debe alejarse de toda forma de superstición y de credulidad vana , acogiendo en
su sentido correcto, en sintonía con el discernimiento eclesial, las
manifestaciones extraordinarias con las que la santísima Virgen suele concederse
para el bien del pueblo de Dios; y debe ser capaz de remontarse siempre hasta
la fuente de la grandeza de María , convirtiéndose en incesante Magníficat de
alabanza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
7. Amadísimos hermanos y hermanas, "el que acoge a un niño como este en mi
nombre, me acoge a mí", nos ha dicho Jesús en el Evangelio. Con mayor razón,
podría decirnos: "El que acoge a mi Madre, me acoge a mí". Y María, por su
parte, acogida con amor filial, nos señala una vez más a su Hijo, como hizo en
las bodas de Caná: "Haced lo que él os diga" ( Jn 2, 5).
Queridos hermanos, que esta sea la consigna de la celebración jubilar de hoy
que une, en una sola alabanza, a Cristo y a su Madre santísima. A cada uno de
vosotros deseo que reciba abundantes frutos espirituales de ella y se sienta
estimulado a una auténtica renovación de vida. Ad Iesum per Mariam! Amén.