JUBILEO DEL MUNDO AGRÍCOLA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 12 de noviembre de 2000
1. "El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente" ( Sal 146, 6).
Precisamente para cantar esta fidelidad del Señor, que nos ha recordado el
Salmo responsorial, vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, os encontráis
hoy aquí para vuestro jubileo. Me complace vuestro hermoso testimonio, que
acaba de interpretar y expresar el obispo monseñor Fernando Charrier, a quien
doy las gracias de corazón. Saludo cordialmente también a las personalidades
que han querido manifestar su adhesión, en representación de diversos Estados
y, sobre todo, de las organizaciones y organismos de las Naciones Unidas para la
agricultura y la alimentación.
Saludo a los directivos y miembros de la "Coldiretti" y de las demás
organizaciones de agricultores aquí presentes, así como a los miembros de las
federaciones de panaderos, de las cooperativas agroalimentarias y de la Unión
forestal de Italia. Vuestra múltiple presencia, amadísimos hermanos y
hermanas, nos hace sentir vivamente la unidad de la familia humana y la
dimensión universal de nuestra oración, dirigida al único Dios, creador del
universo y fiel al hombre.
2. La fidelidad de Dios . Para vosotros, hombres del mundo agrícola, se trata de
una experiencia diaria, repetida constantemente en la observación de la
naturaleza. Conocéis el lenguaje de la tierra y de las semillas, de la hierba y de
los árboles, de la fruta y de las flores. En los más diversos paisajes, desde las
altas montañas hasta las llanuras regadas, bajo los más diversos cielos, este
lenguaje tiene su encanto, que os resulta familiar. En este lenguaje captáis la
fidelidad de Dios a las palabras que pronunció el tercer día de la creación:
"Haga brotar la tierra hierba verde que engendre semilla, y árboles frutales"
( Gn 1, 11). Dentro del movimiento tranquilo y silencioso, pero lleno de vida de la
naturaleza, sigue palpitando la complacencia originaria del Creador: "Y vio Dios
todo lo que había hecho; y era muy bueno" ( Gn 1, 12).
Sí, el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente . Y vosotros, expertos en este
lenguaje de fidelidad -lenguaje antiguo y siempre nuevo-, sois naturalmente
hombres agradecidos. Vuestro prolongado contacto con la maravilla de los
productos de la tierra os permite percibirlos como un don inagotable de la
Providencia divina. Por eso vuestra jornada anual es, por antonomasia, la
"Jornada de acción de gracias". Este año, además, reviste un valor espiritual
más alto, al insertarse en el jubileo que celebra el bimilenario del nacimiento de
Cristo. Habéis venido para dar gracias por los frutos de la tierra, pero, ante todo,
para reconocer en él al Creador y, al mismo tiempo, el fruto más hermoso de
nuestra tierra, el "fruto" del seno de María, el Salvador de la humanidad y, en
cierto sentido, del "cosmos" mismo. En efecto, la creación, como dice san Pablo,
"está gimiendo toda ella con dolores de parto", y alberga la esperanza de ser
liberada "de la esclavitud de la corrupción" ( Rm 8, 21-22).
3. El "gemido" de la tierra nos lleva con el pensamiento a vuestro trabajo,
amadísimos hombres y mujeres de la agricultura, un trabajo muy importante,
pero también muy arduo y duro . En el pasaje que hemos escuchado del libro de
los Reyes, se evoca precisamente una situación típica de sufrimiento debida a la
sequía. El profeta Elías, que padecía hambre y sed, es protagonista y a la vez
beneficiario de un milagro de la generosidad. Una pobre viuda lo socorre,
compartiendo con él el último puñado de harina y las últimas gotas de su aceite;
su generosidad abre el corazón de Dios, hasta el punto de que el profeta puede
anunciar: "La vasija de la harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se
agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra" ( 1 R 17, 14).
Desde siempre la cultura del mundo agrícola ha estado marcada por el sentido
del peligro que se cierne sobre las cosechas a causa de las imprevisibles
adversidades atmosféricas. Pero hoy, a los contratiempos tradicionales, se
añaden a menudo otros debidos a la negligencia del hombre . La actividad
agrícola de nuestro tiempo ha tenido que afrontar las consecuencias de la
industrialización y el desarrollo no siempre ordenado de las áreas urbanas, con
el fenómeno de la contaminación ambiental y el desequilibrio ecológico, los
vertederos de residuos tóxicos y la deforestación. El cristiano, aun confiando
siempre en la ayuda de la Providencia, no puede menos de emprender iniciativas
responsables para lograr que se respete y promueva el valor de la tierra. Es
necesario que el trabajo agrícola esté cada vez más organizado y sostenido por
seguros sociales que compensen plenamente el esfuerzo que implica y la gran
utilidad que lo distingue. Si el mundo de la técnica más refinada no se armoniza
con el lenguaje sencillo de la naturaleza en un equilibrio saludable, la vida del
hombre correrá riesgos cada vez mayores, de los que ya vemos actualmente
signos preocupantes.
4. Por tanto, amadísimos hermanos y hermanas, estad agradecidos con el
Señor, pero, al mismo tiempo, sentíos orgullosos de la tarea que os asigna
vuestro trabajo . Resistid a las tentaciones de una productividad y de unos
beneficios que no respeten la naturaleza. Dios confió la tierra al hombre "para
que la guardara y la cultivara" (cf. Gn 2, 15). Cuando el hombre olvida este
principio, convirtiéndose en tirano y no en custodio de la naturaleza, antes o
después esta se rebela.
Pero vosotros, queridos hermanos, comprendéis muy bien que este principio de
orden, que vale tanto para el trabajo agrícola como para cualquier otro sector de
la actividad humana, está arraigado en el corazón del hombre. Por consiguiente,
es precisamente el "corazón" el primer terreno que hay que cultivar . No por
casualidad Jesús quiso explicar la obra de la palabra de Dios recurriendo, con la
parábola del sembrador, a un ejemplo iluminador tomado del mundo agrícola. La
palabra de Dios es una semilla destinada a dar fruto abundante, pero, por
desgracia, a menudo cae en un terreno poco adecuado, donde el pedregal, los
abrojos y las espinas -expresiones múltiples de nuestro pecado- le impiden
echar raíces y desarrollarse (cf. Mt 13, 3-23 y paralelos). Por esto, un Padre de
la Iglesia, dirigiéndose precisamente a un agricultor, dice: "Por tanto, cuando
estés en el campo y contemples tu finca, piensa que también tú eres campo de
Cristo, y presta atención a ti mismo como a tu campo. Del mismo modo que
exiges a tu obrero que cultive bien tu campo, así también cultiva para el Señor
Dios tu corazón" (san Paulino de Nola, Carta 39, 3 a Apro y Amanda ).
Con vistas a este "cultivo del espíritu" habéis venido hoy aquí a celebrar vuestro
jubileo. Más que vuestro esfuerzo profesional, presentáis al Señor el trabajo
diario de purificación de vuestro corazón: obra exigente, que jamás lograríamos
realizar solos. Nuestra fuerza es Cristo, de quien la carta a los Hebreos acaba de
recordarnos que "se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de
la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo" ( Hb 9, 26).
5. Este sacrificio, realizado una vez para siempre en el Gólgota, se actualiza para
nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía. En ella Cristo se hace presente,
con su cuerpo y su sangre, para convertirse en nuestro alimento.
¡Qué significativo debe ser para vosotros, hombres del mundo agrícola,
contemplar sobre el altar este milagro, que corona y sublima las maravillas
mismas de la naturaleza! ¿No se realiza un milagro diario cuando una semilla se
transforma en espiga, y muchos granos de trigo maduran para ser molidos y
convertirse en pan? ¿No es un milagro de la naturaleza un racimo de uvas que
cuelga de los sarmientos de la vid? Ya todo esto entraña, misteriosamente, el
signo de Cristo, puesto que "por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo
nada de lo que se ha hecho" (cf. Jn 1, 3). Pero mayor aún es el acontecimiento
de gracia mediante el cual la Palabra y el Espíritu de Dios transforman el pan y
el vino, "fruto de la tierra y del trabajo del hombre", en cuerpo y sangre del
Redentor. La gracia jubilar que habéis venido a implorar no es más que
sobreabundancia de gracia eucarística, fuerza que nos eleva y nos sana desde
lo más profundo, injertándonos en Cristo.
6. Ante esta gracia, la actitud que debemos asumir nos la sugiere el evangelio
con el ejemplo de la viuda pobre que echa unas pocas monedas en el cepillo,
pero en realidad da más que todos, porque no da de lo que le sobra, sino "todo
lo que tenía para vivir" ( Mc 12, 44). Esa mujer desconocida imita así la actitud
de la viuda de Sarepta, que acogió en su casa a Elías y compartió con él su
comida. A ambas las sostenía su confianza en el Señor. Ambas encuentran en la
fe la fuerza de una caridad heroica.
Esas dos viudas nos invitan a abrir de par en par nuestra celebración jubilar
hacia los horizontes de la caridad, abrazando a todos los pobres y necesitados
del mundo. Lo que hagamos al más pequeño de ellos, lo haremos a Cristo
(cf. Mt 25, 40).
Y no podemos olvidar que precisamente en el ámbito del trabajo agrícola se dan
situaciones humanas que nos interpelan profundamente. Pueblos enteros, que
viven sobre todo del trabajo agrícola en las regiones económicamente menos
desarrolladas, se encuentran en condiciones de indigencia. Vastas regiones son
devastadas por las frecuentes calamidades naturales. Y, a veces, a estas
desgracias se añaden las consecuencias de guerras que, además de causar
víctimas, siembran destrucción, obligan a las poblaciones a abandonar territorios
fértiles, y en ocasiones los contaminan con pertrechos bélicos y sustancias
nocivas.
7. El jubileo nació en Israel como un gran tiempo de reconciliación y
redistribución de los bienes . Ciertamente, acoger hoy este mensaje no significa
limitarse a dar un pequeño óbolo. Es preciso contribuir a una cultura de la
solidaridad que, también en el ámbito político y económico, tanto nacional como
internacional, fomente iniciativas generosas y eficaces en beneficio de los
pueblos menos favorecidos.
Queremos recordar hoy en nuestra oración a todos estos hermanos,
proponiéndonos traducir nuestro amor a ellos en solidaridad activa, para que
todos, sin excepción, puedan gozar de los frutos de la "madre tierra" y llevar una
vida digna de los hijos de Dios.