V Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo A
Padre Luis de Moya
Evangelio: Mt 5, 13-16 "Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve
sosa ¿con qué se salará? No vale más que para tirarla fuera y que la pisotee la
gente.
"Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo
alto de un monte; ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín,
sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así
vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen
a vuestro Padre, que está en los cielos".
Responsabilidad apostólica
Nos imaginamos, debemos imaginarnos, al Señor pronunciando estas
palabras que nos transmite san Mateo dirigidas también a cada uno. Palabras
que nos animan a sentirnos responsables ante Dios, ya que hemos recibido el
tesoro del Evangelio; para nuestra riqueza, para nuestro progreso personal y
para dar con la propia vida frutos de buenas obras en los demás, de modo que
también en ellos produzca fruto.
No hace mucho que meditábamos la escena de Jesús junto al mar de
Galilea: después de confirmar a Juan como heraldo suyo, Jesús, el Mesías
prometido por Dios a través de los profetas, escoge a varios hombres.
Posiblemente los llama de entre los que le habían escuchado poco antes: no se
enciende una luz para ponerla debajo de un celemín. Los escoge para que le
acompañen primero, y luego prosigan la tarea evangelizadora. Manifiesta el
Señor así, en efecto, que la luz que vino a traer al mundo debe alumbrar a todos
los hombres. Conviene no acostumbrarse a esa luz, que dio un peculiar
resplandor a nuestra existencia, un brillo que no es, en modo alguno, algo sólo
superficial que pudiera considerarse postizo. Se trata de un resplandor,
consecuencia del contenido derramado por Dios en nuestra vida.
Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al
verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo. Así leemos en Camino,
porque debe notarse nuestro trato con Dios. Ha de ser una realidad el deseo de
Nuestro Señor de que se note su luz a través de cada cristiano. Parte de la
responsabilidad que hemos contraído, al escuchar el Evangelio de nuestra
salvación, consiste en que otros escuchen de nosotros el mismo Evangelio. Con
toda verdad hemos de reconocer que Cristo mismo, por la acción del Espíritu
Santo, nos constituye en "candeleros" de su luz, para que por nosotros
reconozcan los demás las maravillas de Dios. ¿Tenemos personalmente esa
experiencia?
Esta es la admiración que debemos despertar en nuestros conocidos, ¡en
todos ellos! No esa otra que a veces buscamos –vanagloria, gloria vana–,
intentando que nos admiren, como si fuéramos los autores de los talentos que
hemos recibido. ¡Toda la Gloria para Dios! Nuestra grandeza consistirá en
reflejar honrada y fielmente lo que de Dios procede o –si queremos expresarlo
de otro modo– en ser vehículos leales de sus dones, para que sea reconocida la
Gloria de Dios sobre toda criatura.
Podemos considerar que nuestra respuesta a Dios –que ha querido
colmarnos de su riqueza–, debe manifestarse en obras perfectas a la medida de
los talentos recibidos de nuestro Creador y, por ello, en el empeño por que otros
muchos vivan según la divina Voluntad. Debemos procurar que lo intenten con lo
mejor de sí mismos, pues, cuenta el Señor con cada cristiano para que sea
apóstol de sus conocidos y parientes, de paso que va enriqueciéndose con otras
acciones que manifiestan su Gloria. Uno y otro aspecto de la santidad
constituyen una única vida santa y apostólica.
Debemos preguntarnos si frente a Dios, Señor nuestro que nos contempla,
nos consideramos personas con una misión recibida. Si recordamos que cuenta
con nosotros para extender su reino en este mundo, que, de suyo, es tan
material, aunque estemos en él nosotros, creados a su imagen y semejanza. No
es la llamada que hemos recibido a la santidad independiente de nuestro deber
apostólico. Si la caridad ha de ser la virtud primera para el cristiano,
procuraremos, entonces, además de expresar con obras y afectos nuestro amor
de Dios, manifestar también ese amor a nuestros semejantes, pues, según
enseña san Juan, quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios
a quien no ve.
Recordemos las palabras del mismo Cristo: En verdad os digo que cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis. De
un modo misterioso pero real, Nuestro Señor está en cada uno de nuestros
semejantes, aunque puedan parecernos en ocasiones muy diferentes, y alejados
incluso de nosotros, no sólo físicamente, sino por su carácter, criterios, cultura,
raza, edad, etc. Son el prójimo y siempre están ahí, al alcance de nuestras
posibilidades de acción, aunque de diverso modo en cada caso. A muchos
podremos ayudarles materialmente en sus necesidades, posiblemente
dedicándoles algo de nuestro tiempo, de nuestro ingenio o, tal vez, de nuestros
medios materiales y económicos; a todos con la oración, con la comprensión y el
afecto. En ningún caso nos quedaremos indiferentes los cristianos o pasivos,
sabiendo que otros sufren o padecen diversas necesidades en el cuerpo o en el
espíritu, pues, cada hombre al que podemos de algún modo ayudar es "otro
cristo", "hijo de Dios Padre" que merece una peculiar atención.
La invocación a Santa María, Reina del mundo y Madre de todos los
hombres, nos hace sentirnos familia que peregrina a la Casa del Padre y
solidarios de los demás hombres, nuestros hermanos.