Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario A
“Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen”
Al leer el Evangelio de este Domingo alguien puede pensar: ¡Cualquiera cumple esto! Es
demasiado. Hay que reconocer que amar al enemigo, y hacer el bien a los que nos aborrecen
resulta difícil; y para los que no viven en serio la fe, incomprensible.
Es difícil amar al que te odia, al que te hace la vida imposible. Resulta muy difícil tender la
mano a quien te hace una faena, amar y ayudar a quien te cae antipático, al interesado y
egoísta. Sin embargo, el amor hacia ellos y la actitud de ayuda es incuestionable para los
discípulos de Jesús. El va por delante. Impresiona la actitud y las palabras ante los que le
están crucificando: “Padre, perdónales, que no saben lo que hacen” (Lc 25, 34). Ese es el
camino que Jesús ha ido trazando a lo largo de su vida. Es, por tanto, el camino de sus
seguidores, aunque parezca difícil, por no decir imposible. La señal identificadora del
cristiano, más que el amor mutuo entre nosotros, es el amor a los enemigos. Por eso Jesús
dice : “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Eso lo hacen también los pecadores”.
En cambio, los primeros cristianos se distinguían por la vivencia de los dos aspectos
esenciales del amor evangélico: el amor fraterno de comunión y el amor de perdón a los
enemigos. La fraternidad y el amor a los enemigos, conjuntamente, eran los que dejaban
atónitos a judíos y paganos.
Cuando Jesús habla de amar a los enemigos no se refiere a un sentimiento de afecto y cariño
hacia ellos, menos aún a una entrega apasionada. Se está refiriendo a una relación
radicalmente humana, de interés positivo hacia su persona. En la base de toda actuación
hacia los demás, está la persona humana a quien hay que respetar siempre por muy
desfigurada que pueda aparecer ante nuestros ojos, como la persona del enemigo. Ante la
dignidad de toda persona humana nuestra actitud no puede ser excluyente de maldición, sino
positiva de interés real por su bien. Alguien dijo que no hay personas malas en este mundo,
sino personas que no han sido bien queridas. Este amor universal que debe alcanzar a todos,
es la aportación más positiva y humana que introduce el cristianismo en la sociedad tan dada
a la violencia, a la venganza.
Amar el enemigo, al delincuente injusto y violento no significa dar por buena su actuación
injusta y violenta que ha de ser claramente condenada. Condena que no debe llevar
necesariamente al odio, sino a la comprensión, porque el mal no se vence a base de odio y
violencia, sino solo con el bien y el amor. Todo odio y violencia en vez de disminuir el mal, lo
aumente. Hay que combatir el mal, pero sin buscar la destrucción del adversario.
La vida entera de Jesús es una llamada a resolver los problemas, los enfrentamientos no por
caminos violentos, ya que la violencia tiende siempre a destruir, arrasando al que
consideramos enemigo. El verdadero enemigo del hombre que hay que destruir no es el otro,
sino nuestro propio yo egoísta, capaz de destruir a quien se nos oponga. El respeto total a
cada hombre y a cada mujer, tal como lo entiende Jesús, está pidiendo un esfuerzo
constante por suprimir la violencia, el odio y rencor, la falta de comprensión, y promover el
diálogo y la búsqueda de lo que nos une que es más que lo que nos separa, para una
convivencia mas justa y fraterna.
Amar a los nuestros, amar a los que nos caen bien lo hace cualquiera. Pera eso no es
necesario creer en Jesús. En cambio, para amar a nuestros enemigos hay que creer en Jesús,
hay que ser cristiano de verdad. Está claro que un enemigo nos resulta odioso, antipático y
desagradable, pero no podemos desearle mal; al contrario, hay que hacerle el bien que
podamos. Esto es algo divino. Así es Dios , “que hace salir su sol sobre malos y buenos y
manda la lluvia sobre justos e injustos”.
Este es el amor que debemos imitar; así amaré a los demás, no porque sean buenos, sino
porque yo soy bueno y deseo serlo cada vez más.
Joaquin Obando Carvajal