«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os
persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos,
que hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y
pecadores. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?
¿Acaso no hacen eso también los publicanos? Y si saludáis solamente a
vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también
los paganos? Sed, pues, perfectos como vuestro Padre Celestial es
perfecto.» (Mateo 5, 38-48)
1º. «Amad a vuestros enemigos, para que seáis hijos de vuestro Padre
que está en los Cielos.»
Jesús, quieres que aprenda de Ti a amar a todos como Tú los amas.
Tú eres el Hijo de Dios, pero hoy me dices que también yo puedo ser hijo de
Dios: pertenecer a la familia de Dios, vivir con Dios, ser heredero de su Reino.
¿Cómo puedo, Jesús, imitarte tanto que venga a ser hijo de Dios?
Por el amor.
« De todos los movimientos del alma, de sus sentimientos y de sus afectos, el
amor es el único que permite a la criatura responder a su Creador; si no de igual
a igual, al menos de semejante a semejante». (San Bernardo).
No hay otro camino.
Dios siempre está dispuesto a brindarme su gracia, que es la que me da esa vida
sobrenatural y divina de hijo suyo.
Pero si yo no sé amar, si me encierro en mis intereses y egoísmos, si mi corazón
sólo busca compensaciones y placeres, la gracia de Dios no penetra, no es
fecunda, no produce su fruto.
«Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis?»
Jesús, no dices que sea malo ni egoísta amar a los que me aman.
Puede haber un amor sincero, real, entregado, aunque esté acompañado por la
compensación de recibir amor, de sentirse comprendido y querido.
Esta compensación es buena también, pero impide distinguir si lo que busco es
dar o recibir.
Por eso, el mérito se mide examinando cómo amo a los que no me aman,
incluso a los que me tienen por enemigo.
2º. « Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo:
su Madre es nuestra Madre.
No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos
de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los
cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el
corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La
lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales,
porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta
en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del
corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz» (Es Cristo
que pasa.- 13).
Dios mío, si Tú eres mi Padre, todos son mis hermanos.
¿Por qué tantos odios, tantas guerras, tanta lucha?
Jesús, a veces veo con malos ojos a uno porque es de otra raza, de otra cultura,
de otro país, de otra lengua o, simplemente, de otro equipo de fútbol o de otro
partido político.
Que aprenda a amar a todos, « que hermanos somos todos en Jesús, hijos de
Dios, hermanos de Cristo».
«Su Madre es nuestra Madre».
María, que te aprenda a tratar como madre mía que eres: pidiéndote lo que
necesito y lo que necesiten los demás, que también son hijos tuyos.
Me doy cuenta de que lo que más quieres es que todos tus hijos amen a Dios.
Quiero ayudarte en esa tarea; quiero ser buen hijo tuyo, porque así seré
también buen hijo de Dios.
«No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios.»
¿Cómo voy a ser buen hijo si no quiero a todos?
Y ¿cómo voy a decir que quiero a todos si no empiezo con los que me rodean?
Por eso lo primero que debo hacer es vivir cristianamente en mi familia y en mi
trabajo, buscando ahí la perfección, la santidad: «Sed, pues, vosotros
perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.»
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones
Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.
Fuente: Almudi.org