SANTA MISA EN LA IGLESIA DE SANTA PUDENCIANA
PARA LA COMUNIDAD FILIPINA DE ROMA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 24 de febrero de 2002
"Este es mi Hijo, el amado; escuchadle".
1. Con el apóstol san Pedro, yo también digo: "¡Qué hermoso es estar aquí!"
( Mt 17, 4), reunidos, como sucede ahora, en torno al Señor Jesús. Su rostro
resplandece como la luz que penetra en esta antigua basílica de Santa
Pudenciana. Al proseguir la peregrinación cuaresmal hacia la Pascua, nos
sentimos como envueltos por una nube luminosa. El Padre nos dice desde lo alto
del cielo: Escuchad a Jesús. Sin embargo, como Pedro, Santiago y Juan,
también nosotros a veces tenemos miedo. Preferimos otras voces, voces de la
tierra, puesto que es más fácil escucharlas y parecen tener más sentido. Pero
sólo Jesús puede conducirnos a la vida . Sólo su palabra es palabra de vida
eterna. Con gratitud acojamos su invitación: ¡No tengáis miedo! ¡Escuchad mi
voz!
2. Con gran alegría saludo a cuantos están comprometidos en la capellanía
católica filipina en Roma, más conocida como "Centro filipino", que coordina 38
centros pastorales esparcidos por la ciudad, atendiendo las necesidades
espirituales, morales y sociales de decenas de miles de inmigrantes filipinos.
Saludo cordialmente a los señores cardenales Camillo Ruini, mi vicario para la
diócesis de Roma, y José Sánchez, prefecto emérito de la Congregación para el
clero. Saludo, asimismo, al obispo auxiliar, monseñor Luigi Moretti, y a los
señores embajadores de Filipinas ante la Santa Sede y ante la República italiana.
Mi saludo se extiende a vuestro querido sacerdote, padre Remo Bati, y a los que
le ayudan en la capellanía filipina. Saludo al mismo tiempo al rector de la
basílica, monseñor Gino Amicarelli, a los fieles presentes en esta celebración
eucarística, a los que están comprometidos en la actividad de la Asociación
católica internacional para el servicio de la juventud, a las Hijas del Oratorio y a
las Oblatas del Niño Jesús, que celebran el 330° aniversario de la fundación de
su congregación.
Por último, mi afectuoso saludo se dirige a todos los filipinos que viven en Roma,
en Italia y en las demás partes del mundo. Amadísimos hermanos y hermanas,
es sabido que amáis vuestras tradiciones y mantenéis viva vuestra fe con una
asidua práctica religiosa. Doy gracias al Señor por ello, y os animo a caminar
siempre por el sendero de la fidelidad plena a Cristo.
3. Esta mañana, Jesús nos habla de bendición . Señala la bendición suprema de
la Pascua, y evoca la bendición prometida a Abraham y a sus descendientes.
En la primera lectura, tomada del libro del Génesis, Dios promete a Abraham dos
cosas que parecen imposibles: un hijo y una tierra. Abraham era rico, pero, sin
la promesa del Señor, su vida hubiera terminado simplemente con la muerte. Al
bendecir a Abraham con un hijo y una tierra, Dios le ofrece una vida que es más
grande que la muerte . Dios asegura a "nuestro padre en la fe" que no será la
muerte, sino la vida, la que dirá la última palabra. Esta promesa encuentra su
cumplimiento definitivo en la Pascua, cuando Cristo resucita de entre los
muertos. No basta que el seno estéril de Sara dé a luz a Isaac, porque la muerte
seguirá dominando. La promesa hecha a Abraham sólo se cumple cuando la
muerte misma es destruida ; y la muerte es destruida cuando Cristo resucita a
una vida nueva.
4. Debemos recordar, asimismo, que la promesa no sólo se hizo a Abraham, sino
también a su descendencia, es decir, ¡a nosotros! Por eso, durante la Cuaresma
presentamos a Dios todo lo que hay de estéril y muerto en nosotros, todos
nuestros sufrimientos y pecados, confiando en que Dios, que dio a Sara un hijo y
que resucitó a Jesús de entre los muertos, transformará todo lo que hay de
estéril y muerto en nuestra existencia en una vida nueva y maravillosa. Pero
esto significa que debemos renunciar a muchas cosas familiares .
Dios dice a Abraham: "¡Sal de tu tierra, de tu familia y de la casa de tu padre!".
Muchos de vosotros habéis hecho precisamente eso: habéis dejado vuestro
hogar y vuestra familia a fin de llegar a ser, a vuestro modo, una bendición para
vuestros seres queridos que están en Filipinas, contribuyendo a su sustento y
ofreciendo mayores oportunidades culturales y sociales a vuestros hijos y a
vuestras familias. La separación es dolorosa y el precio es elevado, pero es un
precio que estáis dispuestos a pagar en un mundo difícil y, a menudo, injusto.
Dado que vivimos en un mundo pecaminoso, también la Cuaresma debe llegar a
ser una especie de separación. Estamos llamados a dejar atrás nuestros
antiguos caminos de pecado, que hacen estéril nuestra vida y nos condenan a la
muerte espiritual. Sin embargo, a menudo esos caminos pecaminosos están tan
profundamente enraizados en nuestra vida, que es doloroso dejarlos para ir a la
tierra de bendición que promete Dios. Este arrepentimiento es difícil; pero es el
precio que se debe pagar , si queremos recibir la bendición que el Padre promete
a los que escuchan la voz de Jesús.
Recordad también la promesa de Dios según la cual en Abraham "serán
bendecidas todas las familias de la tierra". La bendición de vida abrazará al
mundo entero . Por tanto, en estos días de Cuaresma y en estos tiempos tan
difíciles, presentemos a Dios todo lo hay de estéril y muerto en el mundo.
Presentémosle el azote de las guerras, la violencia, las enfermedades, el
hambre, la pobreza y la injusticia al Dios de toda bendición. Pidámosle que toque
estos males y los transforme en vida.
5. Al escuchar a Jesús, nos disponemos a lo que san Pablo llama "la fuerza de
Dios, que nos ha salvado". Esta fuerza nos capacita para encontrarlo. Entonces,
podemos dar testimonio de él con nuestra vida, en virtud de la gracia que nos
transfigura interiormente. Resplandeceremos como el sol, "no por nuestras
obras, sino por su propia determinación [de Dios] y por su gracia", como el
Apóstol escribe a Timoteo ( 2 Tm 1, 9).
Amadísimos hermanos y hermanas, este es el significado de la Cuaresma:
nuestra existencia, renovada mediante la oración, la penitencia y la caridad, se
abre a la escucha de Dios y a la fuerza de su misericordia. Así, en la Pascua
podremos bajar de la montaña santa y disipar las tinieblas del mundo con la luz
gloriosa que resplandece en la faz de Cristo (cf. 2 Co 4, 6).
Esta es la promesa del Señor. Que Aquel que inició en nosotros la obra buena, la
lleve a término (cf. Flp 1, 6). Nos lo obtenga la Virgen María, Mujer de la
escucha dócil y modelo de santidad diaria.
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