VII DOMINGO ORDINARIO
(Levítico 19:1-2.17-18; I Corintios 3:16-23; Mateo: 5:38-48)
Recientemente apareció en el email un examen sobre la cultura norteamericana.
Una pregunta fue, “Hace sesenta años ¿qué era la enfermedad más temida por
los niños?” Para aquellos que vivían en los Estados Unidos en esa época, la
respuesta no fue difícil. El temor de la polio mantenían a los niños fuera de las
playas y dentro de sus casas. Si hiciéramos un examen del Antiguo Testamento,
a lo mejor nosotros tendríamos la misma dificultad. Aunque leemos del Antiguo
Testamento casi todos los domingos, desgraciadamente pocos le hacen caso.
La lectura del Antiguo Testamento hoy viene del libro del Levítico. Quizás
algunos reconocerán el Levítico como uno de los primeros cinco libros de la
Biblia. Unos menos sabrán que el Levítico es llamado por la tribu hebrea de Levi
que formaba la exclusiva clase de sacerdotes. Y sólo uno o dos podrán decir que
el Levítico alista las leyes para el culto y la vida diaria porque existe un vínculo
entre la celebración de la fe y su práctica.
El Levítico llega a su punto culminante en la lectura hoy cuando dice, “’Sean
santos, porque yo, el Señor, soy santo.’” Por supuesto esto es un proyecto
enorme. Pues, Dios es santo por Su naturaleza, eso es, diferente de nosotros:
tan justo de modo que nos sintamos a la vez repulsados y atraídos. Es como si
Dios fuera un gran reflector en las tinieblas que nos llama de nuestros
escondites aunque revelará nuestros defectos. Para ayudar a Su pueblo lograr la
santidad Dios tiene alistadas cantidades de leyes y reglas. Las encontramos no
sólo en el libro del Levítico sino también en los libros del Éxodo, Números, y
Deuteronomio.
Varios siglos después del escribir del Levítico Jesús se dará cuenta de que
algunos llevan a cabo las leyes sin llegar a la santidad. Se fastidian con los ritos
de purificación y no les falta darles a los limosneros. Sin embargo, parecen más
santurrones que santos, más fanáticos que fieles. Por esta razón Jesús llamará a
todos al arrepentimiento. No es suficiente -- les dirá -- la conformidad externa
con la ley. Más bien, es necesario que la actitud interior sea una del mismo amor
que tiene el Padre Dios. Por eso, enseñará a sus discípulos que no amparen la
venganza, que no resistan el golpe, y, sobre todo, que amen a sus enemigos.
Para recapitular sus mandamientos no les pedirá la santidad sino la perfección,
que es la correspondencia a Dios tanto interior como exteriormente.
Como Jesús tendrá sospechas de la santidad, nosotros hoy día no estamos
seguros de la perfección. Viendo a algunos obsesionándose sobre cada acto que
hacen, decimos, “Lo perfecto es el enemigo de lo bueno”. Pero Jesús no nos pide
lo imposible. Al contrario, nos diría que llegar a la perfección, que es no más que
el corazón lleno del amor, es dentro de nuestro alcance. ¿Por qué? Porque Jesús
nos ha enviado al Espíritu Santo para capacitarnos a amar como Dios ama.
Parece que el entrenador de beisbol universitario que donó un riñón para salvar
la vida de uno de sus jugadores tiene corazón lleno del amor. Dice Tom Walter,
un hombre de cuarenta y dos años, que lo haría por cualquier de sus jugadores,
aun los antiguos, porque es la cosa correcta para hacer.
“…la más importante de las tres cosas es el amor,” escribe san Pablo en su carta
a los corintios. Es igual que dice Jesús cuando exige que seamos perfectos. Lo
perfecto es tratar al enemigo con respeto. Es ser reflector para que todos vean
mejor. Es tener el mismo amor que tiene el Padre Dios. Lo perfecto es tener el
amor de Dios.
Padre Carmelo Mele, O.P.