Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario - Ciclo A
Padre Alfonso Torres S,J
EL AMOR DE LOS ENEMIGOS
(Mt. 5,43-47.)
(...)
Ante todo, habréis observado por la simple lectura de estos versículos, que el
Señor propone el amor a los enemigos, de una manera que podemos llamar
apremiante. Se deduce esto de la forma en que habla. (...)
Además, se observa que el Señor no se contenta con decir: Amad a vuestros
enemigos, sino que insiste en esa idea, según la traducción que nosotros usamos, otras
tres veces porque añade: Bendecid a los que os maldicen: haced bien a los que os odian:
orad por los que os persiguen; de modo que inculca la misma idea cuatro veces. Por lo
tanto, se Puede concluir que el Señor propone esta enseñanza del amor a los enemigos
como algo apremiante. Y se entiende muy bien que así debe ser, porque ¿hay algo que
mire Nuestro Señor como más importante que la caridad? ¿Hay alguna enseñanza que
se haya propuesto de una manera más eficaz en el Evangelio? Y como esta materia que
ahora tratamos es materia de caridad, por eso no es extraño que la encontremos con
ese carácter apremiante con que estamos diciendo que se presenta.
Entendida la forma, pasamos al contenido y en ese contenido,
aunque en general todos entendemos que se trata de recomendar que
amemos a nuestros enemigos, quizá no todos veamos algunos
pormenores dignísimos de atención y que precisan su alcance y nos
descubren mucho más de lo que descubrirnos a primera vista.
Por ejemplo: en la fórmula Amad a vuestros
enemigos, aunque se emplea un verbo que podemos traducir en
castellano por el verbo "amar", todavía ese verbo tiene un al -
cance muy preciso. Cuando nosotros decimos amad, podemos dar a
ese verbo varios matices distintos; esos matices están separados
en el lenguaje griego y hay un verbo, por ejem plo, propio para
expresar el amor que nace espontáneamente como instintiva llama
de ternura, el cual sería el amor de una madre por su hijo y otro verbo
para expresar el amor que no nace instintivamente, sino que es un
amor que voluntariamente se tiene, porque la razón le dice a
uno que lo debe tener, un amor donde no hay ese carácter de
espontaneidad instintiva que hay en el primero. Y precisamente aquí,
en ese caso, el Señor emplea la palabra que designa este segundo
amor; porque no quiere decir Jesucristo que instintivamente, de una
manera fácil y espontánea, como un brote de ternura, hemos de amar
a nuestros enemigos sino que se contenta con decir que, obligando a la
voluntad a obedecer a la razón, obligando a la voluntad a someterse a
ciertos motivos superiores, amemos así, racionalmente, a nuestros
enemigos. De modo que no es una cuestión de sentimiento, como
puede ser una cuestión de sentimiento el amor de una madre con su
hijo, sino que es una cuestión de voluntad, es una cuestión de razón el
amor que propone el Señor. Si nos hubiera mandado lo primero, nos
hubiera mandado un imposible, porque nosotros, naturalmente
hablando, aun con la ayuda ordinaria de la gracia, no podemos sentir
esa ternura especial e instintiva hacia nuestros enemigos; pero en
cambio, con la ayuda ordinaria de la gracia podemos lograr que nuestra
voluntad se incline a amarlos; podemos amarlos racionalmente, aun
contra todas las protestas del sentimiento, Y podrá suceder que el
sentimiento vaya por un lado y la voluntad vaya por otro, y que
tengamos que combatir sentimientos adversos a ese amor, y que, aun
teniendo esos sentimientos y combatiéndolos, estemos cumpliendo
estas palabras de Jesucristo y estemos amando verdaderamente a
nuestros enemigos.
Emplea la palabra "enemigo", que es una palabra general que se opone a la
palabra "amigo", y así como la palabra "amigo" se puede aplicar a todos aquellos que
nos quieren bien, así la palabra "enemigo" se debe aplicar a todos aquellos que nos
quieren mal.
El mundo está dividido en dos bandos: el bando de nuestros amigos y el bando
de nuestros enemigos, y el Señor quiere decirnos de una manera general que a nadie
hemos de excluir de nuestro amor, a nadie hemos de expulsar de nuestro corazón;
nuestro corazón ha de ser para amigos y para enemigos. Claro está que se tendrá
instintivamente el amor de los amigos y que se tendrá de una manera puramente
racional el amor de los enemigos; pero, de una manera u otra, nuestro corazón debe
abarcarlos a todos. Y notad bien que amar no es sencillamente practicar unas cuantas
obras exteriores en favor de los amigos o de los enemigos. El amor supone que se
entrega el corazón, el amor es algo que en el corazón reside. Lo primero que heme de
dar a amigos y enemigos es ese amor íntimo del corazón, ese amor verdadero; y luego
de ese amor deben brotar todas las cosas exteriores que les podemos ofrecer.
Ya veis cómo la frase, precisándola un poco más, nos va descubriendo todo el
alcance del pensamiento de Jesucristo en cuanto nosotros, naturalmente, podemos
penetrar los pensamientos divinos.
Luego, el Señor, para que esta verdad quede más inculcada, precisa algunos
casos: por ejemplo, el caso de la persona de quien se habla mal, porque maldecir, aquí
sería propiamente decir mal. Nosotros nos hemos de encontrar en la vida con que
alguno diga mal de nosotros. Esto es lo ordinario. ¿Quién es el que se puede gloriar de
que ha vivido en la tierra y no ha tenido quien le murmure? Y el Señor quiere que
cuando digan mal de nosotros, nosotros digamos bien de quienes nos maldicen. Y
entiéndase esta palabra como debe entenderse. A veces se dice bien del que nos ha
murmurado puramente por humillarle; con tal acento, en tal forma, que le ve la
intención manifiesta de humillar al murmurador. Este es un espíritu de venganza
refinado. Decir bien del prójimo es ante todo encubrir sus defectos con espíritu de
caridad; hablar del prójimo de modo que en todo se vea nuestro amor.
Dice el Señor que hemos de hacer bien a quien nos haga mal. No solamente
hemos de responder con palabras buenas a las palabras maldicientes, sino con obras
buenas a las obras malas; y cuando se nos persiga, no solamente de palabra, sino
también de obra, hemos de perseguir a quien nos persigue, así, con nuestra propia
caridad. El tiene para nosotros una persecución de odio. Nosotros tengamos para él
una persecución de amor. En general, todos los que nos persigan deben ser para
nosotros objeto predilecto de nuestra oración, de tal manera que, cuando nos
pongamos delante de Dios, una de las cosas que broten del corazón, como incienso
grato a Dios, sea el perdón para los que nos persigan, y ese perdón se convierta en
oración por ellos, no para que el Señor tome venganza de lo que no podemos vengar,
sino para que se apiade de ellos, los convierta y los salve.
Este es el alcance que tienen las palabras de Jesucristo. Cuando se trata de
explicar estas palabras una a una, se siente cierta angustia interior, porque aun
explicándolas una a una no se percibe todo su alcance. ¿Habéis visto lo que a veces nos
acontece a los hombres? Tenemos un sentimiento muy vehemente en el corazón;
queremos expresar ese sentimiento, acumulamos palabras, acumulamos fórmulas
después que hemos acumulado todo eso, creemos que no hemos vaciado el corazón,
que no hemos dado a entender lo que llevamos en el alma. Pues estas palabras de
Jesucristo producen esta impresión. El Señor acumula los sinónimos, acumula las frases,
acumula palabras para expresar cómo debe ser la caridad para con nuestros hermanos,
y parece que ese acumular las palabras nos está dando a entender que hay algo mucho
más grande, algo inmenso que El quiere que hagamos nosotros y que no se puede
encerrar en el lenguaje humano.
Si quisiéramos traducir eso que está entre líneas, eso que se palpa en las
palabras del Evangelio, eso que por estas es como algo que brota del corazón de Cristo
y que circula por estas frases, diríamos que el Señor nos quiere recomendar una caridad
que no tenga límites, una caridad que abarque a todos los hombres, una caridad que
abarque todas las formas del amor, una caridad que lo envuelva todo, de tal manera
que nuestro corazón sea como un sol a cuyos rayos se calienten los corazones de todos
los hombres.
Este parece que es el pensamiento de Cristo. Si el Señor hubiera puesto la
sentencia así, en general, primero no se hubiera grabado tanto en la memoria y en el
corazón; segundo, quizá los hombres se hubieran contentado con cierto sentimiento
vago de amor a la humanidad. Pero como el Señor quiere que el amor de la caridad
verdadera lo penetre todo, va buscando el punto en donde más difícilmente penetra
esa luz, y más difícilmente caldea ese fuego, y va señalando hasta dónde debemos
amar. Aun en aquellos casos en que la naturaleza humana considera como un absurdo
amar, nos dice que debemos amar.
Cierto: mi amor no ha de ser como el amor puramente humano. Es cierto que los
hombres aman con facilidad a los que los aman, hacen bien a los que les hacen bien,
hablan bien de los que les alaban; pero esto no basta. Yo quiero levantaros, dice el
Señor, a una altura más divina. Yo quiero recomendaros un amor sobrenatural, y el
amor que Yo os Pido es éste: que hagáis lo que los hombres no son capaces hacer; que
améis aun a aquellos que os hacen mal, que oréis por aquellos que os persiguen y que
tengáis en vuestros labios siempre una bendición para aquellos que os maldicen y os
calumnian.
Este es el alcance de las palabras de Jesucristo. No hay que mirarlas tan sólo
puntualmente, una a una, para contentarse después con una especie de interpretación
rabínica hay que entrar de ellas. Hay que llenarse de su espíritu, en esa hoguera de
amor, hay que abrasar allí el propio corazón, para que toda la escoria de rencores, de
odios, de desvíos, de falta de unión de los cristianos, se abrase allí, en la hoguera de la
caridad infinita, y nosotros más que una llama de esa hoguera divina.
Sabía el Señor las dificultades que habíamos de tener para cumplir esta palabra
suya, y para estimularnos a vencerlas, propuso unas cuantas razones en que apoyó a la
vez su enseñanza; lo que no había hecho en otros casos lo hace aquí. En otras
ocasiones, el Señor se ha contentado con verter la verdad y aquí trata de reforzarla con
razones para que la aceptemos. Hay algunas razones que están manifiestas en este
pasaje evangélico y hay otras que están como escondidas, pero que con cuidado se
pueden descubrir. Las razones manifiestas son éstas: primera, a fin de que seáis hijos
del Padre vuestro que está en los cielos; frase que puede tomarse en varios sentidos: el
que ama así a su prójimo, también ama a Dios, porque el amor del prójimo y el amor de
Dios son un solo amor, y como decía muy bien Santa Teresa, la prueba de que hay en
nosotros amor de Dios, es que tengamos amor del prójimo. Puede tomarse en este otro
sentido: para que así como buenos hijos imitéis a vuestro Padre; y lo mismo que el
Padre celestial hace que el sol alumbre a los buenos y a los malos y que la lluvia caiga
sobre el campo del bueno y el campo del pecador, así vosotros esparzáis vuestro amor
entre amigos y enemigos. Y puede, por último, significar esto otro: para que así deis
testimonio con vuestras obras de que sois Las palabras del Evangelio abarcan todos
estos sentidos, pues con la caridad del prójimo probamos nuestro amor de Dios,
imitamos el amor de Dios y nos mostramos a la faz del cielo y de la tierra como
verdaderos hijos de Dios.
No olvidemos que necesitamos ser perdonados Y que al fin y al cabo, por mucho
mal que nos hagan los hombres siempre será mayor el que hemos merecido por
nuestros pecados.
Pero todavía insiste el Señor con otra razón, más al alcance de todos, aun de los
corazones menos generosos. Sigue diciendo: Porque si amáis a los que os aman, ¿qué
galardón tendréis? ¿No hacen lo mismo hasta los publicanos? Y si saludáis a vuestros
hermanos solamente, ¿qué de más hacéis? ¿No hacen lo mismo hasta los gentiles? Lo
cual equivalía a decirles: si no aceptáis estas enseñanzas, os reducís a la condición de
los gentiles y publicanos, que despreciáis como a grandes pecadores. ¿Podéis
contentaros con esto sin envileceros? Es menester conocer todo el desprecio que había
en el corazón de un judío hacia los gentiles y publicanos para ver toda la fuerza de este
argumento.
Bien está que los oyentes del sermón de la Montaña tuvieran necesidad de todos
estos argumentos para moverse a guardar la caridad con quienes de algún modo les
ofendían; pero a nosotros nos debe bastar otro que sin ruido de palabras se nos entra
por los ojos, hasta lo más íntimo del corazón. Bastar recordar que quien así habla es
Cristo Jesús. En el momento mismo en que hablaba le espiaban, sin duda,
malignamente sus enemigos y maquinaban el modo de perderle. Él los perdonaba y
agotaba los recursos de su infinita caridad para salvarlos. Él había de dar su vida por
todos hasta por los que le blasfeman, odian y le persiguen.
Es Cristo quien nos invita a perdonar; Cristo, que antes difunde su amor de
sacrificio y misericordia para luego perdimos el nuestro; Cristo, que se abrasa en un
incendio de caridad y desea poner en nuestro corazón una centella del suyo; Cristo, que
se da por entero y de balde y luego nos pide una limosna de caridad para nuestros
hermanos a quienes Él sigue amando, aunque resistan a su amor. Aunque los otros
argumentos no nos muevan, ¿cómo puede éste dejarnos fríos o siquiera tibios y
remisos?
Sin necesidad de que yo os lo diga, veis vosotros que no pueden meditarse estas
enseñanzas de nuestro Divino Maestro sin sentirse humillado y confundido. Aunque no
hayamos cometido graves culpas contra la caridad, ¿quién puede gloriarse de haber
vivido siempre como aquí pide Jesús? ¿ Quién ha conservado la caridad con tanto
desinterés y generosidad? ¿Quién ha imitado fielmente a Jesús en el amor de sus
hermanos? En los mismos ambientes piadosos se perciben rivalidades y desunión, y se
oyen palabras y juicios poco benévolos, se introduce la envidia y la murmuración, están
demasiado fríos los corazones. Aquello de un solo corazón y una sola alma, ¿dónde se
encuentra?
Fuera de los ambientes más piadosos, se buscan evasivas como aquélla de "yo
perdono, pero no puedo olvidar", para eludir la obligación de perdonar o al menos para
no otorgar un perdón que borre todas las huellas de la ofensa y devuelva al alma una
caridad sin reticencias ni resentimientos. Porque a veces se perdona, pero dejando en
el alma semillas y levadura de ulteriores divisiones y rencores.
Nos humillan ciertos pecados que hemos convenido en llamar vergonzosos y
¿por qué no nos han de humillar estos que tocan directamente a la esencia misma de la
vida cristiana? ¿Por qué los hemos de juzgar con un criterio laxo, cuando arruinan la
vida espiritual, aun de los buenos, y causan tantas ruinas aun en el campo del
apostolado? Si no los reconocemos con humildad, confundiéndonos y avergon-
zándonos, no esperemos enmendarnos.
Dicen los autores espirituales que para conocernos a nosotros mismos lo mejor
es mirarnos en Cristo Jesús, es decir, ver nuestros actos a la luz de los suyas. Si así
miramos nuestra caridad, no es posible que no nos sintamos humillados de corazón.
Para todos son las palabras del Señor que estamos comentando; para los que se
dejan llevar francamente de odios Y venganzas y para los que conservan
resentimientos, ocultándolos con razones aparentes de bien; para los grandes
pecadores y para los buenos; pero si me preguntáis qué es lo que más duele a su
Corazón Divino, yo me atreveré a deciros que las faltas de caridad de los buenos que
han recibido más luz para conocer la virtud y han hecho profesión de seguirla. Ver a los
que son más suyos desviados de la caridad, debe ser para el Divino Corazón una
amargura profundísima.
Ahoguemos el mal con abundancia de bien. Acumulemos carbones encendidos,
como pide el Señor, sobre la cabeza de quien nos hace mal; es decir, multipliquemos los
actos de caridad fervorosa, para con todos los que nos quieren mal, pensando que para
ellos su propia malevolencia es gracia digna de compasión y para nosotros la
malevolencia que nos tienen es ocasión de adelantar en la virtud. A través del amor
propio las cosas se ven de otro modo; a través del Evangelio, son así.
Enseñemos al mundo con nuestras obras los caminos del amor cristiano, que
tanta necesita conocer. Seamos además apóstoles de la caridad para atraer sobre
nosotros y sobre los demás la caridad de Jesucristo y para merecer y gozar de la caridad
eterna en el cielo.
( Alfonso Torres, S.J ., Lecciones Sacras sobre los Santos Evangelios,
Vol. IV, Ed. Escelicer, 1946, págs.123-137)