Miércoles de Ceniza - Ciclo A
Padre Alfonso Torres, S. J
CUANDO HICIERES LIMOSNA...
Por tanto, cuando hicieres limosna. No hagas tocar la
trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas
y en las calles, para ser glorificados de los hombres. De veras os
digo, ya se tienden su galardón. Tú, al contrario, cuando haces
limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha. A fin de que
tu limosna sea en lo escondido y el Padre tuyo que ve en lo
escondido te dará el pago. (Mt. 6, 2-4).
(...)
En los versículos que nos resta explicar, la primera frase es
aquella que dice: De veras os digo que ya se tienen su
galardón. Ya propósito de esta frase no se me ocurre otra cosa que
preguntar: ¿Qué galardó n es este que tienen los hipócritas, una
vez que han repartido sus limosnas en las sinagogas y en las
plaz as a so n de la tro mpeta? A esta pregunta se pueden dar dos
respuestas: la primera afirmativa, mostrando el premio que tienen
derecho a percibir esos hombres; y la segunda, negativa, mostrando
el premio que pierden. El Señor parece referirse directamente en la
frase
aludida a la respuesta positiva, pero insinúa de un modo
manifiesto la otra, o sea, la negativa. Decirles ya se tienen su
galardón equivale a decir que ya no tienen que esperar o tro
premio .
Recordemos los premios que están reservados al que bien la
limosna y entenderemos, sin más comentario, la respuesta que hemos
llamado negativa, pues esos son precisamente los premios que pierde
el que da limosna por vanidad.
En la Sagrada Escritura se nos promete que, si no apartamos los
ojos del pobre, tampoco Dios los apartará de nosotros. Dios nos
mirará con misericordia si así miramos al menesteroso. Premio
sobrado es éste, pues ¿qué más podemos desear sino que Dios pose
su mirada amorosa sobre nosotros? Si Dios nos mira así, en esa
mirada nos dará su amor. ¿Qué premio hay en el mundo que pueda
compararse con éste?
Con ser tan grande este premio, no es el único. De él brotan
otros muchos. Enumeremos, no como quien encierra en fórmulas
rígidas las riquezas de la misericordia divina sino como quien desea
mirarlas más por menudo para agradecerlas mejor.
Las Sagradas Escrituras, lo mismo, las del Antiguo que las del
Nuevo Testamento, están llenas de promesas, como éstas: Dios
guardará los bienes del hombre Limosnero, es las pupilas de sus
ojos (Ecles. 17,18), nos dice el Libro Eclesiástico. Crecen los bienes
del que da limosna (Prov. 11,24), nos enseña el Libro de los
Proverbios. Dios librará en el día malo a quien se compadece del
pobre (Ps. 40.2) canta un Salmo. La limosna vale más que los tesoros
acumulados, pues libra la muerte, limpia los pecados y alcanza
misericordia y vida eterna (Tob. 12,9), dijo el Angel Rafael a Tobías.
San Pablo, en la segunda Epístola a los Corintios, canta las alabanzas
de limosna comparándola con la siembra y escribe: quien parcamente
siembra, parcamente asimismo recogerá, y quien bendiciones
siembra, en bendiciones igualmente cogerá; poderoso es Dios para
hacer abundar toda gracia para con vosotros, a fin de que teniendo
seais abastados para toda obra buena, como está escrito: Derramó,
dio a los pobres; la justicia de él permanecerá eternamente. Y el que
suministra simiente al que siembra, suministrará asimismo pan para
comer y multiplicará la simiente vuestra y acrecentará los frutos de
vuestra justicia (2 Cor. 9, 6-11). Así podríamos recoger un sinnúmero
de testimonios que prometen bienes a quien da limosna y los
describen con acentos encendidos. Pero basten los que hemos
recordado para que veamos cómo la limosna enriquece con bienes
materiales y espirituales, temporales y eternos.
Todos estos bienes los pierde quien profana sus limosnas con el
vicio de la vanagloria. Se ha satisfecho con el humo de las alabanzas
humanas y nada tiene que esperar de Dios.
¡Menguada satisfacción las alabanzas humanas! Aunque sean
sinceras y aunque se funden en algo real, que no es poco decir, pues
bien sabemos adonde llegan los errores y la insinceridad humana.
¿Qué son las alabanzas sino un poco de humo inconsistente que el
viento arrebata y disipa? ¿Ypor esto vale la pena derrochar los bienes
inmensos que podemos ganar con la limosna? La frase del
Señor: Ya se tienen, su galardón, insinuando el contraste entre los
verdaderos bienes de la limosna y la ilusión funesta de la vanagloria,
nos pone delante de las ojos la insensatez y la desgracia del hombre
vanidoso, para que conservemos en su pureza evangélica nuestras
limosnas, con espíritu de caridad y de humildad.
(...)
En los versículos siguientes, contrapone el Señor lo que debe
practicar un cristiano a lo que practican los hipócritas que dan limosna
a son de trompeta: Cuando haces limosna, no sepa tu izquierda lo que
hace tu derecha.
(...) veamos su contenido: Aunque espontáneamente la mano
izquierda va en ayuda de la derecha, contengamos hasta ese
movimiento espontáneo cuando de limosnas se trata, para que una
mano no sepa le que hace la otra. Esto dice el Señor y hay en ello un
precepto y un consejo, como hemos dicho en otras ocasiones; como
precepto nos impone que guardemos el secreto de nuestras limosnas
hasta donde sea preciso para no profanarlas con nuestras vanidades
que ofenden a Dios; como consejo nos recomienda que conociendo
como conocemos nuestra flaqueza y mirando a los peligros de la
vanagloria, mientras podamos lícitamente hacerlo, y aunque de ello
no tengamos obligación, prefiramos hacer nuestras limosnas en
secreto, de modo que no las conozca sino nuestro Padre que está en
los cielos.
¡Con qué amor mira Jesús por nuestro bien! Despliega su celo,
encarece con frases inolvidables, pone su corazón en que no
perdamos por flaqueza o ignorancia ni la más pequeña partícula del
bien que con nuestras obras podemos alcanzar. Nos ha traído los
tesoros de sus infinitas misericordias y nos enseña a recibirlos y a
llevarlos sin que se nos caiga de la mano ni el grano más
insignificante. Sí nuestra fidelidad se pareciera al celo delicado de
nuestro Redentor, ¡qué pronto nos llenaríamos de riquezas
verdaderas! Quiera Él que todo lo hagamos por amor, y para
conseguirlo, después de hacernos ver el peligro de la vanagloria,
diciéndonos quenos robará el premio, añade, como nuevo motivo para
limosna con pura intención: Tu Padre que ve, en lo escondido, te dará
el pago.
No temamos perder el premio de la limosna, haciéndola en
escondido, porque es Dios quien tiene que premiarnos y Dios ve
hasta lo más oculto.
Notemos la insistencia con que en estos versículos habla el Señor
de la paga y del galardón. Quiere llevarnos al amor recordándonos las
larguezas divinas, más bien que hablarnos del salario, como se
hablaría a un operario egoísta. Al fin y al cabo, el galardón y paga de
Dios es, como decía Agustín, una nueva misericordia con que Él
corona sus anteriores misericordias. Pero hay todavía en estas
palabras algo más y que más eficazmente lleva al amor de Dios. Al
decirnos que el Padre celestial ve en lo escondido, no es que quiera
refutar simplemente el error de aquellos que pudieran creer que
nuestro Padre celestial no conocerá nuestras limosnas si no las
hacemos en público, porque esto no se le ocurre a ningún cristiano;
es algo más hondo y más delicado. ¿Habéis visto como se enlazan los
corazones, cómo brota la intimidad, cómo se unen las almas cuando
hay secretos mutuos? Cuando dos almas tienen algún secreto
común— sus secretos como decimos con énfasis—, parece que son
más íntimos en sí, que se aman mucho más, que no pueden separarse
nunca sin profanar sus dulces recuerdos. Si nosotros tenemos
secretos con Dios, es decir, algo que sea secreto entre Dios y
nosotros, nuestra intimidad con Él será más profunda; nuestro trato
con Dios, nuestra unión con El, más estrecha. ¿Y qué secreto mejor
que guardar para Él solo la intención de nuestro corazón y presentarle
nuestras buenas obras con una confidencia que sólo a Él hacemos?
¡Cómo se sienten felices las almas cuando saben guardar sus obras
para Dios solo! Es como la felicidad del hijo en un rato de intimidad
cordial con su padre.
Se dice de Moisés, que en el desierto Dios le llamó y le introdujo
en la nube en que Él moraba. Así hace con nosotros cuando nos dice
que guardemos secretas nuestras obras buenas, en especial nuestras
limosnas; ese secreto es una nube que nos oculta a los ojos de los
hombres, pero en el seno de esa nube está nuestro Dios. Allí le
encontramos y podemos conversar con Él como Moisés.
Añádase a este premio de la limosna a los que anteriormente
recordábamos y acabará de rendirse nuestro corazón a las
exhortaciones del Redentor. Si supiéramos lo que es encontrar a Dios,
esto sólo bastaría para que muriéramos a todas las vanidades de la
vida presente. ¡Qué triste es ignorarlo! ¿Cómo pueden encontrar algo
en la vida los que lo ignoran? ¡Qué vacío tan desolador! Por
misericordia divina, confío en que ninguno de vosotros lo desconoce.
Alguna vez hemos aludido a la palabra de San Pablo que dice
así: Muertos estáis y vuestra vida está escondida con Cristo en
Dios (Col. 3,3). Pocas veces podremos recordar esta palabra con más
oportunidad que ahora.
¿Para qué nos hemos hecho cristianos? ¿Por qué nos lla mamos
con este nombre glorioso? Para morir a las vanidades mundanas; y
porque hemos muerto a ellas, nuestra gloria no son esas vanidades,
sino otra gloria infinitamente mayor. Muertos, dice San Pablo, y no
hubiera podido emplear palabra más expresiva para enseñarnos la
indiferencia con que hemos de mirar la gloria del mundo. La
vanagloria es tan ridícula como las vanidades de un cadáver. Cuando
San Pablo dice muertos, se refiere ante todo a nuestro corazón; por-
que es el corazón el que ha de morir al amor de las alabanzas del
mundo. Es decir, en nuestro corazón no ha de haber ni un deseo de
ellas, ni un temor de perderlas. Si dejamos vivir nuestra vida en el
corazón algo que le impulse al vano amor de la gloria, ese algo
acabará infiltrándose en nuestras palabras y nuestra vida.
Para morir así es preciso luchar. Sólo una mortificación asidua y
sincera puede arrancar esas raíces de vanidad que llevamos en
nuestra pobre naturaleza. Ya hemos oído de los labios de San Agustín
lo duro que es el combate contra la vanagloria. Cuanto con más
dureza se afronte, más rápido el triunfo.
San Pablo, al hablarnos de muerte, nos habla de resurrección:
morimos para vivir con Jesucristo en Dios. Nos habla de la vida del
alma, de la vida sobrenatural y divina. Esa vida merece todos los
trabajos, todas las renuncias, las muertes. Esa es la verdadera vida
del cristiano. Para eso muere al mundo y a todas las criaturas. No
olvidemos que viviremos esa vida divina en la misma medida en que
moriremos a las vanidades mundanas. Donde esté nuestro tesoro, allí
estará nuestro corazón; y si estimamos las vanidades de la vida
presente, nuestro corazón quedará prendido en ellas. ¿Puede darse
tragedia comparable con la de perder o aminorar en nosotros la vida
divina por la miseria de unas alabanzas humanas?
Como se esconde el tesoro para que no puedan robarlo ladrones,
así hemos de ocultar la virtud a las asechanzas de la vanagloria. Por
eso hemos de vivir ocultos con Cristo en Dios ¡Bendita humildad que
así guarda el tesoro de nuestro corazón! Dura eres a la naturaleza,
pero ¡cómo atraes 1as miradas de Dios!
Hermanos míos: contentémonos con que Dios nos mire y no
andemos buscando el que nos vean los hombres. Las miradas de Dios
no dañan, sino que sanan y vivifican. Que Dios nos mire y se
complazca en nosotros. ¿Qué más podemos desear? Y para eso,
ocultémonos a los ojos del mundo que pone en peligro la humildad.
No olvidemos que el que se ensalza será humillado y el que se humilla
será ensalzado. Despreciemos la gloria del mundo para que nos
ensalce Dios en el cielo.
Es verdad que nos ofuscarnos y, en vez de volver los ojos hacia
dentro, para mirar esta vida interior, se nos van hacia fuera y los
derramamos en las vanidades, fascinados por su brillo falaz; pero
hemos de recordar que nuestro bien no está ahí, sino en lo hondo del
alma.
Cuando vivimos hacia adentro, no por eso somos unos
misántropos desgraciados; es que nos hemos desengañado a tiempo,
y en vez de vivir para la fantasmagoría de la vida exterior, buscamos
la eterna; en vez de hambrear las alabanzas de las criaturas,
deseamos y esperamos las de Dios. Sabemos por dicha nuestra que
cuanto más escondidas estén nuestras obras buenas, para que no se
malogren, tanto más firme es la esperanza de que un día seremos
glorificados. Quizás ese día esté más cerca de lo que nosotros
pensamos, porque a veces Dios Nuestro Señor no espera a
glorificarnos en el día del juicio, sino que glorifica aun en este mundo.
A veces las almas santas andan haciendo milagros para ocultarse y
Dios las pone patentes a los ojos de todos; mientras ellas se sepultan
en el surco de la humildad, Dios hace germinar de esa semilla flores y
frutos de gloria y admiración. Mas ni siquiera ahí hemos de poner los
ojos, recreándonos en esas flores y saboreando esos frutos, sino en
otra gloria mayor que no falta nunca; la gloria de la santidad.
Viviendo con Cristo y para Cristo se cumplirá en nosotros aquella otra
palabra de San Pablo: Cuando Cristo, vida vuestra se manifestare,
entonces vosotros también seréis manifestados juntamente con él en
gloria (Col. 3,4).
(Alfonso Torres, S.J ., Lecciones Sacras sobre los Santos
Evangelios, Vol. IV, Ed. Escelicer, 1946, págs. 179-187)