Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
Fillion
La Ascensión gloriosa del Salvador
En el decurso de los cuarenta días que transcurrieron entre la
resurrección del Salvador y su Ascensión gloriosa consoló Jesús a sus
discípulos y continuó su educación, que el Espíritu Santo había de
acabar el día de Pentecostés. Advertidos por su Maestro, volvieron de
Galilea a Jerusalén; fue donde, pocas horas antes de subir al Cielo, les
hizo sus últimas recomendaciones y les dio su adiós postrero, según
refiere San Lucas así al fin de su Evangelio como al principio del libro
de los Hechos. Quisiera la piedad cristiana poseer noticias más
puntuales sobre estos últimos instantes que Jesús pasó en la tierra;
pero fuerza es contentarse con los que el evangelista nos ha
conservado.
El Salvador, recordando el tiempo que había vivido con sus
apóstoles, les trajo a la memoria la frecuencia con que les había
repetido que se cumplirían a la letra los vaticinios del Antiguo
Testamento que a Él se referían:
" Estas cosas son las que os decía cuando estaba con vosotros. Que
era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la
ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos ."
"La ley, los profetas, los salmos": esta fórmula representa todo el
Antiguo Testamento en sus tres grandes secciones, las cuales, sin
distinción, contienen vaticinios mesiánicos. Siendo la Sagrada
Escritura de tanta importancia para la doctrina cristiana, a la que sirve
de fundamento Jesús, según expresión del evangelista, "abrió la
inteligencia" de sus apóstoles para que en adelante fuesen capaces de
interpretar por sí mis los textos sagrados. Don magnífico que el
Espíritu Santo completará pronto, y por virtud del cual los primeros
predicadores del Evangelio sabrán descubrir en la Biblia los vaticinios
que se referían a su maestro. Don magnífico que fue concedido
asimismo a la Iglesia, depositaria e intérprete infalible del verdadero
sentido de los Libros Sagrados. Don magnífico que nos ha procurado
las interpretaciones incomparables de Santos Padres como San Juan
Crisóstomo, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, y de nuestros
grandes exegetas católicos. Sólo, en efecto, la luz de lo alto puede
hacer entender plenamente los Sagrados Libros.
Luego dijo Jesús:
"Así está escrito, y así era menester que el Cristo padeciese y
resucitase de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se
predicase la penitencia y la remisión de los pecados a todas las
naciones empezando por Jerusalén. Y vosotros sois los testigos de
estas cosas. Y yo os voy a enviar el don prometido por mi Padre;
entre tanto perseverad en la ciudad hasta que seáis revestidos de la
fortaleza de lo alto."
¡Cómo insiste en la necesidad de su pasión y de su muerte,
predichas con tanta claridad por los profetas de Israel! Indica
también, aunque muy brevemente, las cuatro cualidades de la
predicación apostólica. Se hará en su nombre; anunciará la penitencia
y la remisión de los pecados; se extenderá a todas las naciones y
comenzará por Jerusalén. La capital judía, como centro de la
verdadera religión, tenía derecho a este privilegio, y los apóstoles se
guardarán bien de quitárselo, pues dentro de sus muros comenzaron
a predicar la fe cristiana con fruto prodigioso.
Algunos de los discípulos hicieron entonces a Jesús una pregunta
que, mayormente en aquellos momentos, ha de parecer inoportuna y
extraña: "Señor, ¿vas a restablecer ahora el reino de Israel?. Aludían
al reino del Mesías, tal como por entonces lo soñaban, según hemos
visto repetidas veces, los judíos; reino puramente exterior y político,
brillante y fastuoso, cuyos principales súbditos serían los
descendientes de Abrahán, y en el que los paganos sólo tendrían
derecho de ciudadanía a condición de incorporarse al judaísmo, si ya
lograban escapar de las sangrientas batallas que victoriosamente les
habían de librar los judíos. ¡Qué inteligencia tan imperfecta tenían aún
aquellos discípulos de las instrucciones de su Maestro, con ser tan
precisas, y cuán necesario les era el Espíritu Santo! Respondióles
Jesús:
" No es de vosotros conocer tiempos o momentos que el Padre
(celestial) ha fijado de su voluntad; pero recibiréis el Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y me seréis testigos en Jerusalén, y en
toda la Judea y en Samaria, y hasta lo último de la tierra ".
A estas instrucciones siguió la Ascensión gloriosa, que pone fin a la
vida terrestre de Nuestro Señor Jesucristo. San Marcos y San Lucas la
cuentan compendiosamente. Habiendo entrado en el mundo de un
modo misterioso y milagroso, misteriosamente también, y por medio
de un prodigio, sube a los cielos el Hijo de Dios. Tomando consigo a
los apóstoles y a algunos discípulos y santas mujeres que a la sazón
se hallaban en Jerusalén —y también a su Madre, según es de creer,
pues el día de la Ascensión estaba en el cenáculo con la asamblea de
los fieles, los llevó al monte de los Olivos, al sitio que actualmente
ocupa la aldea musulmana Et-Tur, como a un cuarto de legua, al
noroeste, de Betania. De esta célebre colina, algunos días antes había
partido el cortejo que condujo triunfalmente a Jesús a Jerusalén como
Mesías; he aquí que ahora va a servirle como de escabel para
emprender su vuelo hacia el cielo, como Verbo Encarnado. En este
lugar glorioso, cuya autenticidad está garantizada por una tradición
que se remonta al año 316, hizo construir Santa Elena una capillita en
forma de rotonda, que muchas veces ha sido destruida y reedificada,
y que los mahometanos han convertido en mezquita, como otros
muchos santuarios cristianos. Allí, después de haberse despedido de
todos los discípulos que estaban presentes, el Salvador levanto y
extendió los brazos para darles una postrera bendición. Y mientras les
estaba bendiciendo comenzó a elevarse majestuosamente en el aire,
ante las extáticas miradas de los suyos. Pero pronto una nube se lo
ocultó de su vista.
Aun después que desapareció, los discípulos, prosternados en tierra
en actitud de adoración, continuaban mirando hacia el cielo,
esperando volver a verlo. Pero dos ángeles, en forma humana,
vestidos de blanco, como en el día de la resurrección de Cristo, se les
aparecieron y les dijeron: "¿Por qué os estáis mirando al cielo? Este
Jesús que de entre vosotros ha sido arrebatado al cielo vendrá de esta
misma manera" el día de su segundo advenimiento, al fin del mundo.
Los apóstoles y los discípulos regresaron, pues, a Jerusalén con un
gran vacío en el corazón, pues sabían que ya no gozarían acá abajo
de la cariñosa presencia de su amado Maestro; pero a la vez llenos de
alegría, como expresamente nota San Lucas, porque el Salvador había
ascendido a su Padre, para que su santa Humanidad recibiese el
puesto honroso que con tantos trabajos había merecido. Así acabó
gloriosísimamente la vida del Salvador entre los hombres. Y ahora
está sentado a la diestra de Dios, su Padre, gobernando, protegiendo
y bendiciendo a su Iglesia, a la que ni sus ojos pierden de vista ni su
Corazón puede olvidar. Gracias a Él creció rápidamente, y, a pesar de
las sangrientas persecuciones y de las herejías, aun más perniciosas,
que con tanta frecuencia la han hecho guerra, se ha mantenido y se
mantiene fiel en la fe y en el amor.
( Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Poblet, 1947, Pag.
655/658)