Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
Mons. León Kruk
La Ascensión
¿La Ascensión una traición?
A los cuarenta días de su triunfante Resurrección de entre los
muertos, Jesús retorna glorioso junto al Padre con el gozo propio del
deber cumplido. Este hecho la Iglesia lo ha recordado, conmemorado
y celebrado siempre con una Fiesta que se llama la "Ascensión del
Señor". Jesús sube a los cielos y en su cuerpo glorioso hay un anticipo
del triunfo de nuestra humanidad. Nos lo ha asegurado el mismo
Jesús: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; de no ser así, os
lo hubiera dicho; porque voy a prepararos el lugar‖ (Juan 14,2).
"Padre, los que me has dado, quiero que donde estoy yo, también
estén ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, que tú me has
dado" (Juan 17, 24).
El libro de los "Hechos de los Apóstoles" al narrarnos el
acontecimiento de la Ascensión de Jesús puntualiza: "Después de su
Pasión, Jesús se manifestó a los Apóstoles que había elegido,
dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se
les apareció y les habló del Reino de Dios" (1,3).
El hecho de la Resurrección de Jesús es el núcleo esencial de todo. El
Señor se preocupó de que esa verdad quedara bien en claro, sin dejar
lugar a la más mínima duda o la más leve sospecha sobre el milagro
de su Resurrección. Esta es la verdad, que la Iglesia desde sus
orígenes proclamó sin retaceos ni ambigüedades. Es lo que constituye
su misma esencia y razón de ser.
El otro aspecto que se resalta, y que fue la constante preocupación
de Jesús durante toda su vida, es lo relativo al "Reino de Dios".
Cuando empieza su vida pública anuncia: "Se ha cumplido el tiempo y
está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed en el Evangelio"
(Marc. 1, 15). Durante toda su vida habla del "Reino", describe las
características de ese su "Reino que no tendrá fin" (Luc. 1,33),
manifiesta las condiciones para pertenecer a ese "Reino de Dios"
(Juan 3, 5), pone en claro las exigencias que surgen de esa realidad,
aclara con innumerables comparaciones, parábolas, explicaciones la
naturaleza de ese su "Reino". Y ahora, antes de su Ascensión, durante
cuarenta días se aparece a sus Apóstoles y les habla "del Reino de
Dios".
Jesús, considerado como "signo de contradicción" (Luc. 2, 34)
durante su vida mortal, tuvo muchos enemigos y adversarios,
particularmente los escribas y fariseos, que no admitían sus
enseanzas, porque en su terquedad eran reacios a la ―conversin‖
para entrar en ese Reino que Él predicaba, Pero no nos extrañemos.
Después de su Ascensión a los cielos, Jesús sigue siendo el blanco de
las contradicciones. Para muchos es ―motivo‖ hasta de incredulidad,
pues exigen pruebas concretas, ―personales‖. Para no pocos el
testimonio de veinte siglos de la Iglesia no vale. Tienen su modo
particular, ―personalísimo‖, de interpretar a Cristo, su Evangelio, su
Obra que es la Iglesia.
Cristo habl del ―Reino de Dios‖, Hoy es frecuente encontrarse con
nuevas ―interpretaciones‖ que identifican, o simplemente sustituyen
ese ―Reino de Dios‖ con el reino temporal de los hombres.
Cristo dice que sus Apstoles estén en el mundo, pero ―no son del
mundo‖. Nuevas ―interpretaciones‖ le corrigen a Cristo y dicen:
―deben estar, ser y parecer del mundo‖, sin distincin ni diferencia
alguna. Cristo habla de cruz, de obediencia, de humillaciones. No
pocos se sonríen ante estas expresiones, como si se tratase de cosas
de museo, anticuadas, ―perimidas‖, propias de la Edad Media, pero
―anacrnicas‖ para el hombre moderno. Para no pocos la Ascensin de
Cristo es una traición: Cristo al irse a su cielo elude nuestros
problemas. Justamente cuando más lo necesitamos, se va y nos deja.
Lo nuestro no le interesa. No se ―compromete‖ con los necesitados,
los oprimidos, los esclavizados… Así se piensa y se concluye cuando
nuevas ―interpretaciones‖ del Reino de Dios comportan ―nuevos
contenidos‖, adulterando el Evangelio.
Misión Cumplida
Cuarenta días después de Pascua, Cristo asciende entre
aclamaciones y al sonido de trompetas‖, y regresa triunfante a la casa
de su Padre, portando victoriosamente el trofeo de la Misión
Cumplida‖: la gloria de Dios restituida y la redención de los hombres
efectuada.
La Ascensión del Señor tiene intima relación con la Resurrección y
es como una consecuencia casi obligada de ella. Es el final y
coronamiento de su misión terrestre. La nueva existencia de Jesús,
inaugurada con la Resurrección, se ve cumplimentada con su ida al
cielo, al lado de su Padre. Pero Jesús, el Buen Pastor, no puede
abandonar a su rebaño, y ha encontrado la manera de estar presente
entre nosotros. Instituyó la Iglesia, con su orden jerárquico, y la
enriqueció con sacramentos, a través de los que ―estará siempre con
nosotros hasta el fin del mundo‖, además de anunciar y garantizar la
asistencia del Espíritu Santo que el padre había prometido.
No obstante la convivencia tan íntima de los Apóstoles con Jesús,
hasta el momento mismo de la Ascensión ellos no habían captado aun
ni entendido la misión del hijo de Dios, y en ese momento tan
solemne le salen con este baldazo de agua fría: ―Seor, ¿es ahora
cuando vas a restaurar el Reino de Israel?‖. Como para desanimar al
mismo Cristo, ¿verdad?
Por toda respuesta – Cristo invariable en eso que fue algo así como
la obsesión de toda su vida terrenal- dice que debemos ajustarnos a
lo que dispone el Padre, y que a nosotros nos bastará con la fuerza
proveniente del Espíritu Santo. Nos da en los Apóstoles un resumen
de la táctica, de la norma por seguir: anunciar la Buena Nueva, tal
como Él ha enseñado, e incorporar a todos los hombres a la Iglesia
por medio del Bautismo.
Podemos observar dos actitudes totalmente diversas en los
apostoles.
Primera actitud: cuando lo tienen a Cristo, miran la tierra, lo
material, lo terreno. No les interesa ―El Reino de los Cielos‖, sino ―el
Reino de Israel‖. Están muy apegados a lo suyo, muy preocupados
por sus intereses.
Segunda actitud: cuando Cristo desaparece entre las nubes del
cielo y les deja en la tierra, con una misión concreta por cumplir en la
tierra, se quedan mirando hacia el cielo hasta el punto de que unos
ángeles tiene que llamarlos a la realidad.
Estas dos actitudes se repiten también hoy en muchos discípulos de
Cristo. Por un lado están aquellos que quisieran reducir la misión y
actividad de la Iglesia a lo puramente humano, social, económico.
Como si esa fuese la tarea primordial y casi exclusiva, porque incluso
se han dado casos tristes de negar la celebración de la Misa por
cuestiones de ―injusticias‖, etc. Es decir: la gracia de Dios no sería
una ayuda para mejorarnos, sino un simple accesorio y como una
recompensa a la acción desarrollada por los hombres sin la ayuda de
Dios.
Y por otro lado los que se quedan mirando hacia el cielo y
esperando milagros, para que las cosas en este mundo se encausen
por la vía de la normalidad, en lugar de acometer la tarea que les
corresponde por derecho y obligación.
Se dice de Alfonso el sabio que ―de tanto mirar al cielo se le cay la
corona‖. Este sabio rey escribi sobre la astronomía y las estrellas con
hermosa maestría, pero fue un mal político y acabo sus días con pena
y sin gloria.
Ninguna de esas dos actitudes, tomadas aisladamente, responde al
querer de Cristo. Es necesario ―ensear a cumplir todo lo que El ha
mandado". Cristo nos enseñó a amar a nuestros semejantes, aliviar el
dolor, consolar al triste, alimentar al hambriento, perdonar las ofen-
sas... Pero nos enseñó asimismo a amar a Dios. Cristo también oró, y
oró mucho. Y nos dijo que es necesario orar.
Dios quiera que, a ejemplo de Cristo, también nosotros, al presen-
tarnos a rendir la cuenta final, podamos decir: "PADRE, MISION CUM-
PLIDA".
¿Y ahora?
Sí, Jesús se fue al cielo, ¿y ahora?
Posiblemente poco y nada signifique para muchos le Ascensión del
Señor a los cielos. Muchos no ven en este hecho del retorno de Jesús
a su Padre en el cielo la culminación del misterio de la Encarnación
(Navidad), sino una brusca interrupción del misterio pascual. Cristo,
en lugar de quedarse, después de su Resurrección, cuando ya ni el
dolor ni la muerte tenían poder sobre El, para ir consolidando con su
presencia física y visible el Reino de la Iglesia que acababa de fundar,
justo cuando parecía que había llegado el momento de llevar adelante
su Obra ya sin tropiezos ni obstáculos por parte de sus adversarios,
nos deja y se va al cielo.
A este modo de pensar se llega cuando en todo lo referente a
nuestras relaciones con Dios predomina más el aspecto antropológico
y no la realidad teológica. Esto es, cuando a toda la realidad, incluso a
Dios mismo, se la hace girar en torno al hombre y no en torno a Dios.
Se conciben así las cosas cuando en la obra de la Redención se
acentúa "nuestra tristeza", nuestra desgracia y no el amor de Dios.
Pareciera —como lo expresa una de esas canciones "modernas"— que
Cristo vino al mundo no tanto por el amor que nos tiene el Padre
hasta "darnos a su propio Hijo", cuanto movido a compasión: "al ver
nuestra tristeza Cristo al mundo llegó". De allí que la Fiesta de la
Ascensión, al no mostrar algo concreto, algo de provecho inmediato,
tangible para nosotros, no sea una fiesta muy "popular" como la
Pascua y muchísimo menos que la Navidad y no obstante está en la
misma línea. No es más que la culminación de la vida terrena de
Jesús.
Hoy es una fiesta de la Fe y de la Esperanza. Cristo se va para
prepararnos un lugar, según nos lo dijo. Cristo con esto confirma toda
su enseñanza respecto al Padre. El amó a su Padre, habló de su
Padre, obedeció "hasta la muerte" a su Padre. Nos manifestó y nos
recalcó que su Padre es también nuestro Padre, que nos espera y nos
ama corno a Él.
Hoy es una fiesta de alegría, de gozo. Jesús vuelve al Padre porque
es verdad todo lo que nos enseñó. Vivamos con alegría y amor
nuestra pertenencia a Jesús por y en la Iglesia y llegaremos al gozo
de nuestro Padre.
Una esperanza fundada
Jesús había venido del cielo, y ha vuelto al cielo. Vino a cumplir la
voluntad del Padre. Nos redimió con su Muerte y Resurrección y ahora
es por ello glorificado por el Padre. La humillación que sufrió (Efesios
2, 6-8), empezando con su Encarnación en el seno de Marín Virgen, y
siendo considerado después como "uno de tantos", sufriendo hasta
morir como un bandido —"contado entre los malhechores" (Marc.
15,28)- y enterrado como algo que definitivamente se acribó: todo
eso tuvo su contrapartida, la Resurrección y la Ascensión a los cielos.
Podemos decir que para "volver al cielo" junto al Padre "(Juan 1,18),
"estar sentado a la derecha del Padre", ese era el camino: Muerte y
Resurrección. Por consiguiente, la Ascensión es el término, la
culminación, el broche final con que el Padre "todo lo puso bajo sus
plus, y lo constituyó a Él como Cabeza de la Iglesia, sobre todas las
cosas".
Es común que nos quedemos, como los Apóstoles, "plantados
mirando al cielo", considerando a Jesús un ausente, "detrás de las
nubes". No comprendemos nada de la inagotable riqueza de este
misterio ele la Ascensión.
Retengamos, para nuestro provecho, dos cosas, en esta ocasión.
Primero. Jesús "vencedor del pecado y de la muerte", "ha querido
precedernos como Cabeza nuestra". No "para desentenderse de
nosotros" sino, todo lo contrario, para que "como miembros de su
Cuerpo... podamos seguirlo en su Reino" (Prefacio). Así canta, llena
de gozo, la Iglesia en su liturgia de este día. Esta separación no es
motivo de tristeza sino de felicidad. Los miembros vamos a correr la
misma suerte que nuestra Cabeza.
Tenemos fundada nuestra "esperanza ardiente" de ir al cielo no en
fábulas, utopías o ilusiones vanas, sino en hechos — la Ascensión- y
en palabras del mismo Jesús: "Padre, yo quiero que también los que
me diste, estén conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, In
que me has dado pues que me amaste antes de le creación del
mundo" (Juan 17,24). ¿Podemos esperar, imaginar, desear, soñar
algo mejor? ¡Estar con Jesús: en el cielo, por toda la eternidad) Vale
la puna, entonces, esforzarse hasta la muerte, todos los días, para no
perder esta realidad.
Segundo. Mientras llega ese momento en que también nosotros,
vencedores del pecado y de la muerte, iremos a "contemplar la gloria
do Jesús" (¿qué nos tendrá reservado? NI ojo vio, ni oírlo oyó, ni
soñando lo podemos imaginar con la más ardiente fantasía: I Cor.
2,9), El es nuestro "mediador entre el Padre y nosotros". Jesús sigue
en su oficio de servidor. En esto no tiene igual.
Nosotros, tan habituados a las "recomendaciones", a las "cuñas"
para conseguir algo, un puestito, la agilización de un trámite, etc.,
tenemos en Jesús la garantía absoluta de conseguir todo lo que le
pidamos. Son sus palabras: "Todo lo que pidáis en mi nombre, Yo lo
haré" (Juan 14, 14). "En verdad os digo, que todo lo que pidáis al
Padre os lo concederá en mi nombre" (Juan 16, 23).
Pero no podemos seguir a Jesús, si no estamos vitalmente unidos a
Él, identificados, por la gracia, con El, comprometidos a muerte con
Él.
Nuestra mejor prédica debe ser el testimonio de nuestra vida.
Para nuestra felicidad Jesús se fue.
La felicidad completa del hombre no se cumpliría con que
solamente resucitase, para no morir ya nunca más, si no hubiese un
cambio también en las cosas. Vivir resucitado en este mundo dejaría
al hombre a mitad de camino, o incluso en una situación peor. Hay en
nosotros una aspiración a algo más, a algo que es el complemento
necesario de la resurrección: estar con Dios, estar en El. Bellamente
ya lo expresaba San Agustín: "Inquieto está nuestro corazón, Señor,
hasta que no descanse en Ti". Por consiguiente no habrá paz, sosiego,
gozo perfecto y total hasta que no lleguemos a la plenitud de vida con
Dios. Aun inconscientemente nos damos cuenta de que ninguna cosa,
ni todas juntas, en definitiva, satisfacen al hombre. Siempre se quiere
más, por mucho que se tenga.
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Es precisamente
la consecuencia de su Resurrección de entre los muertos. Es el haber
llegado, como hombre, a la plenitud total de gozo. Su vuelta al Padre
es el coronamiento, la cima triunfal de su obra. Y por lo mismo
constituye para nosotros más que un hecho, un misterio, y a la vez un
anticipo seguro de nuestra propia suerte. Es el cumplimiento de la
Pascua de Cristo, cabeza y miembros. Dice la oración de este día: "El
que es cabeza de la Iglesia nos ha precedido en la gloria a la que
somos llamados como miembros de su cuerpo". Por eso podemos
decir que pare nuestra mayor felicidad Jesús se fue al cielo con su
cuerpo glorioso.
Cuando en el Credo usamos la expresión que señala el Evangelio de
hoy de que Jesús "está sentado a la derecha de Dios Padre" quiere
significarse con ello que allí tiene su morada definitiva. Estar sentado
es, precisamente eso: habitar, permanecer de un modo estable,
continuo, permanente. Es además una actitud de descanso, de paz,
de gozo, de triunfo, de majestad. Recordemos lo que Jesús dijera a
sus Apóstoles: que también "ellos se sentarían en doce tronos para
juzgar a las doce tribus de Israel".
En síntesis: una vez más la Ascensión de Jesús nos enseña que
hemos sido creados por Dios y para Dios; que nuestra felicidad está
precisamente en El, y que fuera de Él jamás seremos felices. Por eso
toda nuestra vida y actividad deben estar orientadas a lograr este
"objetivo supremo". Todo lo demás debe subordinarse y ponerse al
servicio de este objetivo: la eterna salvación.
De la Ascensión de Jesús se desprende, como lección inmediata
para nosotros, la necesidad de revisar con urgencia nuestro mapa de
ruta, para constatar si vamos en pos de Jesús o nos hemos desviado.
Estamos a tiempo para corregir el rumbo, desandando el camino
incluso, si fuere necesario; esto es de vital importancia y
trascendencia.
Al igual que los Apóstoles, recibimos también nosotros no sólo la
promesa sino además la realidad del Espíritu Santo que nos envió
Jesús para ser testigos suyos en "Jerusalén... y hasta los confines del
mundo". Testigos ante los propios hermanos (Jerusalén), en la
Iglesia; y testigos ante los extraños (confines del mundo), los que no
pertenecen aún a la Iglesia, o se han alejado de ella. Vivamos así
nuestra realidad cristiana...
CRISTIANO ES IGUAL A UNIVERSITARIO
DEL AMOR
La Ascensión de Jesús a los cielos es un hecho real, cierto, verídico.
Según refieren algunos, basados en San Pablo (I Cor. 15, 6), hubo
más de 500 testigos oculares. Cumplida su misión redentora, Cristo ro
torna al Padre que lo había enviado y que tenía en El toda su
complacencia. Jesús había pasado por la muerte, como lo hemos de
pasar todos nosotros. Pero ahora volvía en un estado —resucitado—
en que la muerte nada puede ya hacer. Juntamente con la
Resurrección, la Ascensión constituye el núcleo central de nuestra fe,
la razón de nuestra esperanza, el motivo de nuestro gozo anticipado,
y se proyecta art te nosotros como una luz que nos orienta y
esclarece el por qué, o todos los "por qué", de los trabajos y esfuerzos
en este mundo. ¿Qué importa el sacrificio, el cansancio, el
entrenamiento al deportista que ve la seguridad del trofeo? ¿Qué
importan el calor, la sed, y hasta al hambre al peregrino que ve ya
cercana y segura su meta? ¿Qué importa al enfermo el dolor de una
curación, lo desagradable de una medicina cuando con ello ve cercano
el alivio de su recuperación? Del mismo modo ¿qué le debe importar
al cristiano lo arduo del esfuerzo no la virtud, lo prolongado de la
perseverante espera, lo —al parecer inacabable del anhelo, de las
ansias de una situación mejor, cuando tiene garantizado en las
palabras y en la prueba de los hechos de Jesús, que llegará con toda
seguridad a ese gozo que tanto desea?
Lo que los ángeles les dicen a los apóstoles, eso mismo nos lo
repiten a nosotros: "Hombres... ¿por qué seguís mirando al cielo...?".
No debemos perder nunca de vista el cielo, es verdad; pero es
necesario cumplir nuestras obligaciones mientras estamos aquí.
Somos ciudadanos de este mundo y hemos de reconstruirlo
permanentemente con renovada fe, rejuvenecida esperanza y
reanimada caridad. Pero al mismo tiempo somos candidatos de la
patria eterna, para la eterna felicidad. Somos los estudiantes, los
universitarios que nos preparamos a la profesión del verdadero amor,
de la auténtica felicidad en el cielo. Lo cual implica adoptar los
"libros", los textos adecuados. Quien quiera ser médico estudiará
medicina, y no ingeniería o electrónica, por más que esto le guste.
Quien quiera seguir a Jesús en su Ascensión al cielo debe tener
presente todo el Evangelio —el libro de los profesionales del AMOR—.
Pero sobre todo debe tener presente lo que El nos dijo unos instantes
antes de su retorno al Padre: "Como me envió el Padre, así os envío
yo a vosotros...". La felicidad que todos anhelamos, y la anhelamos
tan profundamente, tiene un solo camino, una sola dirección la que
nos dejó Cristo. Es el camino que conserva las huellas inconfundibles
del amor al Padre y a los hombres; camino marcado por la fidelidad y
obediencia al Padre y el servicio de los hombres; camino de
crucificada adhesión al Padre y de crucificado amor a los hombros. Es
necesario "enseñar" lo que El nos enseñó, y no lo que nos resulta
fácil, cómodo o conveniente. Es necesario realizar lo que "El hizo y
enseñó" (Hech. 1,1). Para todo lo cual debemos estar con Él, vivir en
El, actuar mediante El. Ser testigos de Jesús, de su doctrina y de su
Resurrección, ese es el encargo que nos dejó. Esa es nuestra tarea
fundamental.
Cristo ¿dónde estás?
Cristiano ¿qué esperas?
Todos los años celebramos el misterio de la Ascensión de Jesús al
cielo, como celebramos muchos otros misterios referentes a su vida,
su permanencia y acción entre nosotros. Estas celebraciones de ceda
año deben ser una novedad y no una simple recordación.
Es fácil entender esto. La REDENCIÓN no es un hecho acabado,
concluido, cerrado. La Redención es la realidad, la sustancia, la
esencia misma de la Iglesia. Una Iglesia que no estuviera en
constaste proceso de Redención, no sería la Iglesia de Cristo. Una
Iglesia donde no hubiera constantes nacimientos por el Bautismo, y
regeneraciones por el sacramento de la Confesión, pronto dejaría de
ser Iglesia. Una Iglesia donde no hubiera constante presencia del
Señor por la celebración de la Eucaristía no "propagaría el reino de
Cristo, y no daría gloria a Dios Padre haciendo así partícipes de la
redención salvadora a todos los hombres" (Apost. Act. 2), no sería la
Iglesia en la que Cristo prometió su permanencia hasta el fin de los
siglos (Mat. 28,20). Una Iglesia sin los Sacramentos, esos medios
instituidos por el mismo Jesús, que nos confieren la gracia que
redime, que santifica y fortalece, y en definitiva nos salva, haría
totalmente ineficaz la Redención de Cristo, le truncaría, pues Cristo
debe seguir redimiendo a la humanidad, a cada hombre. La Iglesia es
el lugar permanente de la transformación del hombre, puesto en este
mundo, con la ineludible misión de transformarlo según el plan
salvífico de Dios,
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús. Esto significa que la Iglesia
comienza la tarea que El le ha encomendado. Con la Ascensión de
Jesús empieza el ejercicio de nuestra responsabilidad apostólica.
También a nosotros nos dicen los ángeles: Hombres de San Rafael
"¿por qué seguís mirando al cielo? Este Jesús... vendrá de la misma
manera que lo habéis visto partir" (Hech. 1, 11). Esto es: Jesús se fue
al cielo, pero nos encomendó una misión bien concreta, ser sus
testigos hasta el último rincón del mundo. Un día volverá para
pedirnos cuenta.
¡Ser testigos! Debemos testimoniar a Cristo, muerto por nuestros
pecados, pero resucitado porque es Dios, y por consiguiente toda su
doctrina es valedera para siempre. De este testimonio nuestro
dependen dos cosas: a) la transformación del mundo; b) nuestra
propia salvación. Ambas cosas muy unidas. Por eso debemos ser
testigos de Cristo en todas partes. Donde haya un cristiano, un
bautizado, debe resplandecer el testimonio. Debe ser patente la
Verdad, la Justicia, el Amor, la Virtud, debe ser permanentemente
combatida la mentira, el error, toda clase de injusticia, el odio, el
pecado. Donde haya un cristiano de verdad, deberían callarse,
ocultarse los hipócritas, los cínicos, los corruptores, los inmorales, los
cobardes, los deshonestos... Pero ¿no sucede lo contrario? ¿No se
sienten "apocados", avergonzados, los cristianos —en muchos
ambientes—, que más bien parecen "falsos testigos"? Porque el que
no grita su testimonio con su palabra y conducta, es un traidor, un
falso testigo. Más bien declara contra Cristo. Presenta a un falso
Cristo.
Cristiano, ¿qué esperas para actuar? No nos quejemos de los
males. Hagamos presente a Cristo. Esa es nuestra misión. Si no,
seremos inexcusables.
La Ascensión no es ausencia sino presencia de Cristo
Refiriéndose a la Ascensión de Jesús dice San Agustín: "El ha sido
elevado a lo más alto de los cielos; sin embargo continúa sufriendo en
la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros".
Desde el comienzo mismo de la Iglesia esta verdad de la presencia
de Jesús constituye una hermosa realidad que es el fundamento de
todo. Ciertamente, si en la celebración de los misterios, y en
particular de los sacramentos, Jesucristo no estuviera presente, todo
sería un teatro; pero no es así, aunque alguna "teología de la
liberación" lo afirme.
Ya San Marcos consigna que "el Señor Jesús fue llevado al cielo y
los Apóstoles fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía
y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban".
Creo que hoy, más que en otros tiempos, necesitamos tomar mayor
conciencia, aun los que trabajamos directamente en la pastoral, de
esta realidad de la presencia real, viva y vivificante de Cristo en su
Iglesia. No es que se niegue esa presencia; pero puede ocurrir que
muchas veces se actúe, se obre y hasta se piense con categorías
puramente humanas. Nuestra estrechez de miras pretende reducir la
multiforme gracia de Dios, a una expresión mínima. A menudo no se
tiene en cuenta que la obra maravillosa de Dios no puede jamás ser
circunscripta, ni agotarse en un solo Movimiento, en una sola
Asociación, o en una sola forma de apostolado. Los "Apóstoles fueron
a predicar a todas partes". No todos lo hicieron de la misma manera.
Pero todos anunciaron el mismo mensaje. Eso es lo importante. ¿No
corremos a veces el riesgo y la aventura utópica de pretender que
todos obremos del mismo modo, pero quizá predicando cosas
diferentes? ¿Qué significa el tildar a otros de "tener otra ideología"?
¿No es confesar que se tiene la "propia ideología", diferente a la de los
demás?
Cristo dio sus últimas recomendaciones a los Apóstoles que había
elegido, antes de subir al cielo, "hablándoles del Reino die Dios", y no
obstante algunos tenían su "propia ideología", porque le preguntaron:
"Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino die Israel?".
Esta pregunta se reitera incansablemente, tanto por propios como
por extraños. Los propios, más preocupados por el "Reino de Israel"
(aspecto temporal, social, etc., de la Iglesia), que por el reino
espiritual) o a la inversa. Los extraños, que acusan a la Iglesia
presentándola como enemiga del pueblo porque no restaura "el reino
de Israel". Pero en general, unos y otros, menos preocupados por la
presencia y permanencia de Cristo que por la ausencia de justicia o de
verdad... PA cierto: hay demasiada injusticia; hay mucho, demasiado
engaño y mentira. Pero si esto se pretende arreglar sin la presencia
de Cristo, prácticamente se está negando su necesidad. Entonces su
Ascensión es sinónimo de su ausencia definitiva.
Nuestra fe nos dice que Cristo desapareció de la mirada de sus
seguidores; pero su presencia sigue siendo tan real como antes, ¿Roe,
de no decirnos nada, no significar nada, no valer nada en lo concreto
la presencia de Cristo?
( Mons. Kruk, León, Mano a Mano con el Obispo de San Rafael
Tomo I, Ed. Nihuil, Santa Fe: 1988, pp. 329-338)
Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
Mons. León Kruk
La Ascensión
¿La Ascensión una traición?
A los cuarenta días de su triunfante Resurrección de entre los
muertos, Jesús retorna glorioso junto al Padre con el gozo propio del
deber cumplido. Este hecho la Iglesia lo ha recordado, conmemorado
y celebrado siempre con una Fiesta que se llama la "Ascensión del
Señor". Jesús sube a los cielos y en su cuerpo glorioso hay un anticipo
del triunfo de nuestra humanidad. Nos lo ha asegurado el mismo
Jesús: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; de no ser así, os
lo hubiera dicho; porque voy a prepararos el lugar‖ (Juan 14,2).
"Padre, los que me has dado, quiero que donde estoy yo, también
estén ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, que tú me has
dado" (Juan 17, 24).
El libro de los "Hechos de los Apóstoles" al narrarnos el
acontecimiento de la Ascensión de Jesús puntualiza: "Después de su
Pasión, Jesús se manifestó a los Apóstoles que había elegido,
dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se
les apareció y les habló del Reino de Dios" (1,3).
El hecho de la Resurrección de Jesús es el núcleo esencial de todo. El
Señor se preocupó de que esa verdad quedara bien en claro, sin dejar
lugar a la más mínima duda o la más leve sospecha sobre el milagro
de su Resurrección. Esta es la verdad, que la Iglesia desde sus
orígenes proclamó sin retaceos ni ambigüedades. Es lo que constituye
su misma esencia y razón de ser.
El otro aspecto que se resalta, y que fue la constante preocupación
de Jesús durante toda su vida, es lo relativo al "Reino de Dios".
Cuando empieza su vida pública anuncia: "Se ha cumplido el tiempo y
está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed en el Evangelio"
(Marc. 1, 15). Durante toda su vida habla del "Reino", describe las
características de ese su "Reino que no tendrá fin" (Luc. 1,33),
manifiesta las condiciones para pertenecer a ese "Reino de Dios"
(Juan 3, 5), pone en claro las exigencias que surgen de esa realidad,
aclara con innumerables comparaciones, parábolas, explicaciones la
naturaleza de ese su "Reino". Y ahora, antes de su Ascensión, durante
cuarenta días se aparece a sus Apóstoles y les habla "del Reino de
Dios".
Jesús, considerado como "signo de contradicción" (Luc. 2, 34)
durante su vida mortal, tuvo muchos enemigos y adversarios,
particularmente los escribas y fariseos, que no admitían sus
enseanzas, porque en su terquedad eran reacios a la ―conversin‖
para entrar en ese Reino que Él predicaba, Pero no nos extrañemos.
Después de su Ascensión a los cielos, Jesús sigue siendo el blanco de
las contradicciones. Para muchos es ―motivo‖ hasta de incredulidad,
pues exigen pruebas concretas, ―personales‖. Para no pocos el
testimonio de veinte siglos de la Iglesia no vale. Tienen su modo
particular, ―personalísimo‖, de interpretar a Cristo, su Evangelio, su
Obra que es la Iglesia.
Cristo habl del ―Reino de Dios‖, Hoy es frecuente encontrarse con
nuevas ―interpretaciones‖ que identifican, o simplemente sustituyen
ese ―Reino de Dios‖ con el reino temporal de los hombres.
Cristo dice que sus Apstoles estén en el mundo, pero ―no son del
mundo‖. Nuevas ―interpretaciones‖ le corrigen a Cristo y dicen:
―deben estar, ser y parecer del mundo‖, sin distincin ni diferencia
alguna. Cristo habla de cruz, de obediencia, de humillaciones. No
pocos se sonríen ante estas expresiones, como si se tratase de cosas
de museo, anticuadas, ―perimidas‖, propias de la Edad Media, pero
―anacrnicas‖ para el hombre moderno. Para no pocos la Ascensin de
Cristo es una traición: Cristo al irse a su cielo elude nuestros
problemas. Justamente cuando más lo necesitamos, se va y nos deja.
Lo nuestro no le interesa. No se ―compromete‖ con los necesitados,
los oprimidos, los esclavizados… Así se piensa y se concluye cuando
nuevas ―interpretaciones‖ del Reino de Dios comportan ―nuevos
contenidos‖, adulterando el Evangelio.
Misión Cumplida
Cuarenta días después de Pascua, Cristo asciende entre
aclamaciones y al sonido de trompetas‖, y regresa triunfante a la casa
de su Padre, portando victoriosamente el trofeo de la Misión
Cumplida‖: la gloria de Dios restituida y la redención de los hombres
efectuada.
La Ascensión del Señor tiene intima relación con la Resurrección y
es como una consecuencia casi obligada de ella. Es el final y
coronamiento de su misión terrestre. La nueva existencia de Jesús,
inaugurada con la Resurrección, se ve cumplimentada con su ida al
cielo, al lado de su Padre. Pero Jesús, el Buen Pastor, no puede
abandonar a su rebaño, y ha encontrado la manera de estar presente
entre nosotros. Instituyó la Iglesia, con su orden jerárquico, y la
enriqueció con sacramentos, a través de los que ―estará siempre con
nosotros hasta el fin del mundo‖, además de anunciar y garantizar la
asistencia del Espíritu Santo que el padre había prometido.
No obstante la convivencia tan íntima de los Apóstoles con Jesús,
hasta el momento mismo de la Ascensión ellos no habían captado aun
ni entendido la misión del hijo de Dios, y en ese momento tan
solemne le salen con este baldazo de agua fría: ―Seor, ¿es ahora
cuando vas a restaurar el Reino de Israel?‖. Como para desanimar al
mismo Cristo, ¿verdad?
Por toda respuesta – Cristo invariable en eso que fue algo así como
la obsesión de toda su vida terrenal- dice que debemos ajustarnos a
lo que dispone el Padre, y que a nosotros nos bastará con la fuerza
proveniente del Espíritu Santo. Nos da en los Apóstoles un resumen
de la táctica, de la norma por seguir: anunciar la Buena Nueva, tal
como Él ha enseñado, e incorporar a todos los hombres a la Iglesia
por medio del Bautismo.
Podemos observar dos actitudes totalmente diversas en los
apostoles.
Primera actitud: cuando lo tienen a Cristo, miran la tierra, lo
material, lo terreno. No les interesa ―El Reino de los Cielos‖, sino ―el
Reino de Israel‖. Están muy apegados a lo suyo, muy preocupados
por sus intereses.
Segunda actitud: cuando Cristo desaparece entre las nubes del
cielo y les deja en la tierra, con una misión concreta por cumplir en la
tierra, se quedan mirando hacia el cielo hasta el punto de que unos
ángeles tiene que llamarlos a la realidad.
Estas dos actitudes se repiten también hoy en muchos discípulos de
Cristo. Por un lado están aquellos que quisieran reducir la misión y
actividad de la Iglesia a lo puramente humano, social, económico.
Como si esa fuese la tarea primordial y casi exclusiva, porque incluso
se han dado casos tristes de negar la celebración de la Misa por
cuestiones de ―injusticias‖, etc. Es decir: la gracia de Dios no sería
una ayuda para mejorarnos, sino un simple accesorio y como una
recompensa a la acción desarrollada por los hombres sin la ayuda de
Dios.
Y por otro lado los que se quedan mirando hacia el cielo y
esperando milagros, para que las cosas en este mundo se encausen
por la vía de la normalidad, en lugar de acometer la tarea que les
corresponde por derecho y obligación.
Se dice de Alfonso el sabio que ―de tanto mirar al cielo se le cay la
corona‖. Este sabio rey escribi sobre la astronomía y las estrellas con
hermosa maestría, pero fue un mal político y acabo sus días con pena
y sin gloria.
Ninguna de esas dos actitudes, tomadas aisladamente, responde al
querer de Cristo. Es necesario ―ensear a cumplir todo lo que El ha
mandado". Cristo nos enseñó a amar a nuestros semejantes, aliviar el
dolor, consolar al triste, alimentar al hambriento, perdonar las ofen-
sas... Pero nos enseñó asimismo a amar a Dios. Cristo también oró, y
oró mucho. Y nos dijo que es necesario orar.
Dios quiera que, a ejemplo de Cristo, también nosotros, al presen-
tarnos a rendir la cuenta final, podamos decir: "PADRE, MISION CUM-
PLIDA".
¿Y ahora?
Sí, Jesús se fue al cielo, ¿y ahora?
Posiblemente poco y nada signifique para muchos le Ascensión del
Señor a los cielos. Muchos no ven en este hecho del retorno de Jesús
a su Padre en el cielo la culminación del misterio de la Encarnación
(Navidad), sino una brusca interrupción del misterio pascual. Cristo,
en lugar de quedarse, después de su Resurrección, cuando ya ni el
dolor ni la muerte tenían poder sobre El, para ir consolidando con su
presencia física y visible el Reino de la Iglesia que acababa de fundar,
justo cuando parecía que había llegado el momento de llevar adelante
su Obra ya sin tropiezos ni obstáculos por parte de sus adversarios,
nos deja y se va al cielo.
A este modo de pensar se llega cuando en todo lo referente a
nuestras relaciones con Dios predomina más el aspecto antropológico
y no la realidad teológica. Esto es, cuando a toda la realidad, incluso a
Dios mismo, se la hace girar en torno al hombre y no en torno a Dios.
Se conciben así las cosas cuando en la obra de la Redención se
acentúa "nuestra tristeza", nuestra desgracia y no el amor de Dios.
Pareciera —como lo expresa una de esas canciones "modernas"— que
Cristo vino al mundo no tanto por el amor que nos tiene el Padre
hasta "darnos a su propio Hijo", cuanto movido a compasión: "al ver
nuestra tristeza Cristo al mundo llegó". De allí que la Fiesta de la
Ascensión, al no mostrar algo concreto, algo de provecho inmediato,
tangible para nosotros, no sea una fiesta muy "popular" como la
Pascua y muchísimo menos que la Navidad y no obstante está en la
misma línea. No es más que la culminación de la vida terrena de
Jesús.
Hoy es una fiesta de la Fe y de la Esperanza. Cristo se va para
prepararnos un lugar, según nos lo dijo. Cristo con esto confirma toda
su enseñanza respecto al Padre. El amó a su Padre, habló de su
Padre, obedeció "hasta la muerte" a su Padre. Nos manifestó y nos
recalcó que su Padre es también nuestro Padre, que nos espera y nos
ama corno a Él.
Hoy es una fiesta de alegría, de gozo. Jesús vuelve al Padre porque
es verdad todo lo que nos enseñó. Vivamos con alegría y amor
nuestra pertenencia a Jesús por y en la Iglesia y llegaremos al gozo
de nuestro Padre.
Una esperanza fundada
Jesús había venido del cielo, y ha vuelto al cielo. Vino a cumplir la
voluntad del Padre. Nos redimió con su Muerte y Resurrección y ahora
es por ello glorificado por el Padre. La humillación que sufrió (Efesios
2, 6-8), empezando con su Encarnación en el seno de Marín Virgen, y
siendo considerado después como "uno de tantos", sufriendo hasta
morir como un bandido —"contado entre los malhechores" (Marc.
15,28)- y enterrado como algo que definitivamente se acribó: todo
eso tuvo su contrapartida, la Resurrección y la Ascensión a los cielos.
Podemos decir que para "volver al cielo" junto al Padre "(Juan 1,18),
"estar sentado a la derecha del Padre", ese era el camino: Muerte y
Resurrección. Por consiguiente, la Ascensión es el término, la
culminación, el broche final con que el Padre "todo lo puso bajo sus
plus, y lo constituyó a Él como Cabeza de la Iglesia, sobre todas las
cosas".
Es común que nos quedemos, como los Apóstoles, "plantados
mirando al cielo", considerando a Jesús un ausente, "detrás de las
nubes". No comprendemos nada de la inagotable riqueza de este
misterio ele la Ascensión.
Retengamos, para nuestro provecho, dos cosas, en esta ocasión.
Primero. Jesús "vencedor del pecado y de la muerte", "ha querido
precedernos como Cabeza nuestra". No "para desentenderse de
nosotros" sino, todo lo contrario, para que "como miembros de su
Cuerpo... podamos seguirlo en su Reino" (Prefacio). Así canta, llena
de gozo, la Iglesia en su liturgia de este día. Esta separación no es
motivo de tristeza sino de felicidad. Los miembros vamos a correr la
misma suerte que nuestra Cabeza.
Tenemos fundada nuestra "esperanza ardiente" de ir al cielo no en
fábulas, utopías o ilusiones vanas, sino en hechos — la Ascensión- y
en palabras del mismo Jesús: "Padre, yo quiero que también los que
me diste, estén conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, In
que me has dado pues que me amaste antes de le creación del
mundo" (Juan 17,24). ¿Podemos esperar, imaginar, desear, soñar
algo mejor? ¡Estar con Jesús: en el cielo, por toda la eternidad) Vale
la puna, entonces, esforzarse hasta la muerte, todos los días, para no
perder esta realidad.
Segundo. Mientras llega ese momento en que también nosotros,
vencedores del pecado y de la muerte, iremos a "contemplar la gloria
do Jesús" (¿qué nos tendrá reservado? NI ojo vio, ni oírlo oyó, ni
soñando lo podemos imaginar con la más ardiente fantasía: I Cor.
2,9), El es nuestro "mediador entre el Padre y nosotros". Jesús sigue
en su oficio de servidor. En esto no tiene igual.
Nosotros, tan habituados a las "recomendaciones", a las "cuñas"
para conseguir algo, un puestito, la agilización de un trámite, etc.,
tenemos en Jesús la garantía absoluta de conseguir todo lo que le
pidamos. Son sus palabras: "Todo lo que pidáis en mi nombre, Yo lo
haré" (Juan 14, 14). "En verdad os digo, que todo lo que pidáis al
Padre os lo concederá en mi nombre" (Juan 16, 23).
Pero no podemos seguir a Jesús, si no estamos vitalmente unidos a
Él, identificados, por la gracia, con El, comprometidos a muerte con
Él.
Nuestra mejor prédica debe ser el testimonio de nuestra vida.
Para nuestra felicidad Jesús se fue.
La felicidad completa del hombre no se cumpliría con que
solamente resucitase, para no morir ya nunca más, si no hubiese un
cambio también en las cosas. Vivir resucitado en este mundo dejaría
al hombre a mitad de camino, o incluso en una situación peor. Hay en
nosotros una aspiración a algo más, a algo que es el complemento
necesario de la resurrección: estar con Dios, estar en El. Bellamente
ya lo expresaba San Agustín: "Inquieto está nuestro corazón, Señor,
hasta que no descanse en Ti". Por consiguiente no habrá paz, sosiego,
gozo perfecto y total hasta que no lleguemos a la plenitud de vida con
Dios. Aun inconscientemente nos damos cuenta de que ninguna cosa,
ni todas juntas, en definitiva, satisfacen al hombre. Siempre se quiere
más, por mucho que se tenga.
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Es precisamente
la consecuencia de su Resurrección de entre los muertos. Es el haber
llegado, como hombre, a la plenitud total de gozo. Su vuelta al Padre
es el coronamiento, la cima triunfal de su obra. Y por lo mismo
constituye para nosotros más que un hecho, un misterio, y a la vez un
anticipo seguro de nuestra propia suerte. Es el cumplimiento de la
Pascua de Cristo, cabeza y miembros. Dice la oración de este día: "El
que es cabeza de la Iglesia nos ha precedido en la gloria a la que
somos llamados como miembros de su cuerpo". Por eso podemos
decir que pare nuestra mayor felicidad Jesús se fue al cielo con su
cuerpo glorioso.
Cuando en el Credo usamos la expresión que señala el Evangelio de
hoy de que Jesús "está sentado a la derecha de Dios Padre" quiere
significarse con ello que allí tiene su morada definitiva. Estar sentado
es, precisamente eso: habitar, permanecer de un modo estable,
continuo, permanente. Es además una actitud de descanso, de paz,
de gozo, de triunfo, de majestad. Recordemos lo que Jesús dijera a
sus Apóstoles: que también "ellos se sentarían en doce tronos para
juzgar a las doce tribus de Israel".
En síntesis: una vez más la Ascensión de Jesús nos enseña que
hemos sido creados por Dios y para Dios; que nuestra felicidad está
precisamente en El, y que fuera de Él jamás seremos felices. Por eso
toda nuestra vida y actividad deben estar orientadas a lograr este
"objetivo supremo". Todo lo demás debe subordinarse y ponerse al
servicio de este objetivo: la eterna salvación.
De la Ascensión de Jesús se desprende, como lección inmediata
para nosotros, la necesidad de revisar con urgencia nuestro mapa de
ruta, para constatar si vamos en pos de Jesús o nos hemos desviado.
Estamos a tiempo para corregir el rumbo, desandando el camino
incluso, si fuere necesario; esto es de vital importancia y
trascendencia.
Al igual que los Apóstoles, recibimos también nosotros no sólo la
promesa sino además la realidad del Espíritu Santo que nos envió
Jesús para ser testigos suyos en "Jerusalén... y hasta los confines del
mundo". Testigos ante los propios hermanos (Jerusalén), en la
Iglesia; y testigos ante los extraños (confines del mundo), los que no
pertenecen aún a la Iglesia, o se han alejado de ella. Vivamos así
nuestra realidad cristiana...
CRISTIANO ES IGUAL A UNIVERSITARIO
DEL AMOR
La Ascensión de Jesús a los cielos es un hecho real, cierto, verídico.
Según refieren algunos, basados en San Pablo (I Cor. 15, 6), hubo
más de 500 testigos oculares. Cumplida su misión redentora, Cristo ro
torna al Padre que lo había enviado y que tenía en El toda su
complacencia. Jesús había pasado por la muerte, como lo hemos de
pasar todos nosotros. Pero ahora volvía en un estado —resucitado—
en que la muerte nada puede ya hacer. Juntamente con la
Resurrección, la Ascensión constituye el núcleo central de nuestra fe,
la razón de nuestra esperanza, el motivo de nuestro gozo anticipado,
y se proyecta art te nosotros como una luz que nos orienta y
esclarece el por qué, o todos los "por qué", de los trabajos y esfuerzos
en este mundo. ¿Qué importa el sacrificio, el cansancio, el
entrenamiento al deportista que ve la seguridad del trofeo? ¿Qué
importan el calor, la sed, y hasta al hambre al peregrino que ve ya
cercana y segura su meta? ¿Qué importa al enfermo el dolor de una
curación, lo desagradable de una medicina cuando con ello ve cercano
el alivio de su recuperación? Del mismo modo ¿qué le debe importar
al cristiano lo arduo del esfuerzo no la virtud, lo prolongado de la
perseverante espera, lo —al parecer inacabable del anhelo, de las
ansias de una situación mejor, cuando tiene garantizado en las
palabras y en la prueba de los hechos de Jesús, que llegará con toda
seguridad a ese gozo que tanto desea?
Lo que los ángeles les dicen a los apóstoles, eso mismo nos lo
repiten a nosotros: "Hombres... ¿por qué seguís mirando al cielo...?".
No debemos perder nunca de vista el cielo, es verdad; pero es
necesario cumplir nuestras obligaciones mientras estamos aquí.
Somos ciudadanos de este mundo y hemos de reconstruirlo
permanentemente con renovada fe, rejuvenecida esperanza y
reanimada caridad. Pero al mismo tiempo somos candidatos de la
patria eterna, para la eterna felicidad. Somos los estudiantes, los
universitarios que nos preparamos a la profesión del verdadero amor,
de la auténtica felicidad en el cielo. Lo cual implica adoptar los
"libros", los textos adecuados. Quien quiera ser médico estudiará
medicina, y no ingeniería o electrónica, por más que esto le guste.
Quien quiera seguir a Jesús en su Ascensión al cielo debe tener
presente todo el Evangelio —el libro de los profesionales del AMOR—.
Pero sobre todo debe tener presente lo que El nos dijo unos instantes
antes de su retorno al Padre: "Como me envió el Padre, así os envío
yo a vosotros...". La felicidad que todos anhelamos, y la anhelamos
tan profundamente, tiene un solo camino, una sola dirección la que
nos dejó Cristo. Es el camino que conserva las huellas inconfundibles
del amor al Padre y a los hombres; camino marcado por la fidelidad y
obediencia al Padre y el servicio de los hombres; camino de
crucificada adhesión al Padre y de crucificado amor a los hombros. Es
necesario "enseñar" lo que El nos enseñó, y no lo que nos resulta
fácil, cómodo o conveniente. Es necesario realizar lo que "El hizo y
enseñó" (Hech. 1,1). Para todo lo cual debemos estar con Él, vivir en
El, actuar mediante El. Ser testigos de Jesús, de su doctrina y de su
Resurrección, ese es el encargo que nos dejó. Esa es nuestra tarea
fundamental.
Cristo ¿dónde estás?
Cristiano ¿qué esperas?
Todos los años celebramos el misterio de la Ascensión de Jesús al
cielo, como celebramos muchos otros misterios referentes a su vida,
su permanencia y acción entre nosotros. Estas celebraciones de ceda
año deben ser una novedad y no una simple recordación.
Es fácil entender esto. La REDENCIÓN no es un hecho acabado,
concluido, cerrado. La Redención es la realidad, la sustancia, la
esencia misma de la Iglesia. Una Iglesia que no estuviera en
constaste proceso de Redención, no sería la Iglesia de Cristo. Una
Iglesia donde no hubiera constantes nacimientos por el Bautismo, y
regeneraciones por el sacramento de la Confesión, pronto dejaría de
ser Iglesia. Una Iglesia donde no hubiera constante presencia del
Señor por la celebración de la Eucaristía no "propagaría el reino de
Cristo, y no daría gloria a Dios Padre haciendo así partícipes de la
redención salvadora a todos los hombres" (Apost. Act. 2), no sería la
Iglesia en la que Cristo prometió su permanencia hasta el fin de los
siglos (Mat. 28,20). Una Iglesia sin los Sacramentos, esos medios
instituidos por el mismo Jesús, que nos confieren la gracia que
redime, que santifica y fortalece, y en definitiva nos salva, haría
totalmente ineficaz la Redención de Cristo, le truncaría, pues Cristo
debe seguir redimiendo a la humanidad, a cada hombre. La Iglesia es
el lugar permanente de la transformación del hombre, puesto en este
mundo, con la ineludible misión de transformarlo según el plan
salvífico de Dios,
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús. Esto significa que la Iglesia
comienza la tarea que El le ha encomendado. Con la Ascensión de
Jesús empieza el ejercicio de nuestra responsabilidad apostólica.
También a nosotros nos dicen los ángeles: Hombres de San Rafael
"¿por qué seguís mirando al cielo? Este Jesús... vendrá de la misma
manera que lo habéis visto partir" (Hech. 1, 11). Esto es: Jesús se fue
al cielo, pero nos encomendó una misión bien concreta, ser sus
testigos hasta el último rincón del mundo. Un día volverá para
pedirnos cuenta.
¡Ser testigos! Debemos testimoniar a Cristo, muerto por nuestros
pecados, pero resucitado porque es Dios, y por consiguiente toda su
doctrina es valedera para siempre. De este testimonio nuestro
dependen dos cosas: a) la transformación del mundo; b) nuestra
propia salvación. Ambas cosas muy unidas. Por eso debemos ser
testigos de Cristo en todas partes. Donde haya un cristiano, un
bautizado, debe resplandecer el testimonio. Debe ser patente la
Verdad, la Justicia, el Amor, la Virtud, debe ser permanentemente
combatida la mentira, el error, toda clase de injusticia, el odio, el
pecado. Donde haya un cristiano de verdad, deberían callarse,
ocultarse los hipócritas, los cínicos, los corruptores, los inmorales, los
cobardes, los deshonestos... Pero ¿no sucede lo contrario? ¿No se
sienten "apocados", avergonzados, los cristianos —en muchos
ambientes—, que más bien parecen "falsos testigos"? Porque el que
no grita su testimonio con su palabra y conducta, es un traidor, un
falso testigo. Más bien declara contra Cristo. Presenta a un falso
Cristo.
Cristiano, ¿qué esperas para actuar? No nos quejemos de los
males. Hagamos presente a Cristo. Esa es nuestra misión. Si no,
seremos inexcusables.
La Ascensión no es ausencia sino presencia de Cristo
Refiriéndose a la Ascensión de Jesús dice San Agustín: "El ha sido
elevado a lo más alto de los cielos; sin embargo continúa sufriendo en
la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros".
Desde el comienzo mismo de la Iglesia esta verdad de la presencia
de Jesús constituye una hermosa realidad que es el fundamento de
todo. Ciertamente, si en la celebración de los misterios, y en
particular de los sacramentos, Jesucristo no estuviera presente, todo
sería un teatro; pero no es así, aunque alguna "teología de la
liberación" lo afirme.
Ya San Marcos consigna que "el Señor Jesús fue llevado al cielo y
los Apóstoles fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía
y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban".
Creo que hoy, más que en otros tiempos, necesitamos tomar mayor
conciencia, aun los que trabajamos directamente en la pastoral, de
esta realidad de la presencia real, viva y vivificante de Cristo en su
Iglesia. No es que se niegue esa presencia; pero puede ocurrir que
muchas veces se actúe, se obre y hasta se piense con categorías
puramente humanas. Nuestra estrechez de miras pretende reducir la
multiforme gracia de Dios, a una expresión mínima. A menudo no se
tiene en cuenta que la obra maravillosa de Dios no puede jamás ser
circunscripta, ni agotarse en un solo Movimiento, en una sola
Asociación, o en una sola forma de apostolado. Los "Apóstoles fueron
a predicar a todas partes". No todos lo hicieron de la misma manera.
Pero todos anunciaron el mismo mensaje. Eso es lo importante. ¿No
corremos a veces el riesgo y la aventura utópica de pretender que
todos obremos del mismo modo, pero quizá predicando cosas
diferentes? ¿Qué significa el tildar a otros de "tener otra ideología"?
¿No es confesar que se tiene la "propia ideología", diferente a la de los
demás?
Cristo dio sus últimas recomendaciones a los Apóstoles que había
elegido, antes de subir al cielo, "hablándoles del Reino die Dios", y no
obstante algunos tenían su "propia ideología", porque le preguntaron:
"Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino die Israel?".
Esta pregunta se reitera incansablemente, tanto por propios como
por extraños. Los propios, más preocupados por el "Reino de Israel"
(aspecto temporal, social, etc., de la Iglesia), que por el reino
espiritual) o a la inversa. Los extraños, que acusan a la Iglesia
presentándola como enemiga del pueblo porque no restaura "el reino
de Israel". Pero en general, unos y otros, menos preocupados por la
presencia y permanencia de Cristo que por la ausencia de justicia o de
verdad... PA cierto: hay demasiada injusticia; hay mucho, demasiado
engaño y mentira. Pero si esto se pretende arreglar sin la presencia
de Cristo, prácticamente se está negando su necesidad. Entonces su
Ascensión es sinónimo de su ausencia definitiva.
Nuestra fe nos dice que Cristo desapareció de la mirada de sus
seguidores; pero su presencia sigue siendo tan real como antes, ¿Roe,
de no decirnos nada, no significar nada, no valer nada en lo concreto
la presencia de Cristo?
( Mons. Kruk, León, Mano a Mano con el Obispo de San Rafael
Tomo I, Ed. Nihuil, Santa Fe: 1988, pp. 329-338)
Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
Mons. León Kruk
La Ascensión
¿La Ascensión una traición?
A los cuarenta días de su triunfante Resurrección de entre los
muertos, Jesús retorna glorioso junto al Padre con el gozo propio del
deber cumplido. Este hecho la Iglesia lo ha recordado, conmemorado
y celebrado siempre con una Fiesta que se llama la "Ascensión del
Señor". Jesús sube a los cielos y en su cuerpo glorioso hay un anticipo
del triunfo de nuestra humanidad. Nos lo ha asegurado el mismo
Jesús: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; de no ser así, os
lo hubiera dicho; porque voy a prepararos el lugar‖ (Juan 14,2).
"Padre, los que me has dado, quiero que donde estoy yo, también
estén ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, que tú me has
dado" (Juan 17, 24).
El libro de los "Hechos de los Apóstoles" al narrarnos el
acontecimiento de la Ascensión de Jesús puntualiza: "Después de su
Pasión, Jesús se manifestó a los Apóstoles que había elegido,
dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se
les apareció y les habló del Reino de Dios" (1,3).
El hecho de la Resurrección de Jesús es el núcleo esencial de todo. El
Señor se preocupó de que esa verdad quedara bien en claro, sin dejar
lugar a la más mínima duda o la más leve sospecha sobre el milagro
de su Resurrección. Esta es la verdad, que la Iglesia desde sus
orígenes proclamó sin retaceos ni ambigüedades. Es lo que constituye
su misma esencia y razón de ser.
El otro aspecto que se resalta, y que fue la constante preocupación
de Jesús durante toda su vida, es lo relativo al "Reino de Dios".
Cuando empieza su vida pública anuncia: "Se ha cumplido el tiempo y
está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed en el Evangelio"
(Marc. 1, 15). Durante toda su vida habla del "Reino", describe las
características de ese su "Reino que no tendrá fin" (Luc. 1,33),
manifiesta las condiciones para pertenecer a ese "Reino de Dios"
(Juan 3, 5), pone en claro las exigencias que surgen de esa realidad,
aclara con innumerables comparaciones, parábolas, explicaciones la
naturaleza de ese su "Reino". Y ahora, antes de su Ascensión, durante
cuarenta días se aparece a sus Apóstoles y les habla "del Reino de
Dios".
Jesús, considerado como "signo de contradicción" (Luc. 2, 34)
durante su vida mortal, tuvo muchos enemigos y adversarios,
particularmente los escribas y fariseos, que no admitían sus
enseanzas, porque en su terquedad eran reacios a la ―conversin‖
para entrar en ese Reino que Él predicaba, Pero no nos extrañemos.
Después de su Ascensión a los cielos, Jesús sigue siendo el blanco de
las contradicciones. Para muchos es ―motivo‖ hasta de incredulidad,
pues exigen pruebas concretas, ―personales‖. Para no pocos el
testimonio de veinte siglos de la Iglesia no vale. Tienen su modo
particular, ―personalísimo‖, de interpretar a Cristo, su Evangelio, su
Obra que es la Iglesia.
Cristo habl del ―Reino de Dios‖, Hoy es frecuente encontrarse con
nuevas ―interpretaciones‖ que identifican, o simplemente sustituyen
ese ―Reino de Dios‖ con el reino temporal de los hombres.
Cristo dice que sus Apstoles estén en el mundo, pero ―no son del
mundo‖. Nuevas ―interpretaciones‖ le corrigen a Cristo y dicen:
―deben estar, ser y parecer del mundo‖, sin distincin ni diferencia
alguna. Cristo habla de cruz, de obediencia, de humillaciones. No
pocos se sonríen ante estas expresiones, como si se tratase de cosas
de museo, anticuadas, ―perimidas‖, propias de la Edad Media, pero
―anacrnicas‖ para el hombre moderno. Para no pocos la Ascensin de
Cristo es una traición: Cristo al irse a su cielo elude nuestros
problemas. Justamente cuando más lo necesitamos, se va y nos deja.
Lo nuestro no le interesa. No se ―compromete‖ con los necesitados,
los oprimidos, los esclavizados… Así se piensa y se concluye cuando
nuevas ―interpretaciones‖ del Reino de Dios comportan ―nuevos
contenidos‖, adulterando el Evangelio.
Misión Cumplida
Cuarenta días después de Pascua, Cristo asciende entre
aclamaciones y al sonido de trompetas‖, y regresa triunfante a la casa
de su Padre, portando victoriosamente el trofeo de la Misión
Cumplida‖: la gloria de Dios restituida y la redención de los hombres
efectuada.
La Ascensión del Señor tiene intima relación con la Resurrección y
es como una consecuencia casi obligada de ella. Es el final y
coronamiento de su misión terrestre. La nueva existencia de Jesús,
inaugurada con la Resurrección, se ve cumplimentada con su ida al
cielo, al lado de su Padre. Pero Jesús, el Buen Pastor, no puede
abandonar a su rebaño, y ha encontrado la manera de estar presente
entre nosotros. Instituyó la Iglesia, con su orden jerárquico, y la
enriqueció con sacramentos, a través de los que ―estará siempre con
nosotros hasta el fin del mundo‖, además de anunciar y garantizar la
asistencia del Espíritu Santo que el padre había prometido.
No obstante la convivencia tan íntima de los Apóstoles con Jesús,
hasta el momento mismo de la Ascensión ellos no habían captado aun
ni entendido la misión del hijo de Dios, y en ese momento tan
solemne le salen con este baldazo de agua fría: ―Seor, ¿es ahora
cuando vas a restaurar el Reino de Israel?‖. Como para desanimar al
mismo Cristo, ¿verdad?
Por toda respuesta – Cristo invariable en eso que fue algo así como
la obsesión de toda su vida terrenal- dice que debemos ajustarnos a
lo que dispone el Padre, y que a nosotros nos bastará con la fuerza
proveniente del Espíritu Santo. Nos da en los Apóstoles un resumen
de la táctica, de la norma por seguir: anunciar la Buena Nueva, tal
como Él ha enseñado, e incorporar a todos los hombres a la Iglesia
por medio del Bautismo.
Podemos observar dos actitudes totalmente diversas en los
apostoles.
Primera actitud: cuando lo tienen a Cristo, miran la tierra, lo
material, lo terreno. No les interesa ―El Reino de los Cielos‖, sino ―el
Reino de Israel‖. Están muy apegados a lo suyo, muy preocupados
por sus intereses.
Segunda actitud: cuando Cristo desaparece entre las nubes del
cielo y les deja en la tierra, con una misión concreta por cumplir en la
tierra, se quedan mirando hacia el cielo hasta el punto de que unos
ángeles tiene que llamarlos a la realidad.
Estas dos actitudes se repiten también hoy en muchos discípulos de
Cristo. Por un lado están aquellos que quisieran reducir la misión y
actividad de la Iglesia a lo puramente humano, social, económico.
Como si esa fuese la tarea primordial y casi exclusiva, porque incluso
se han dado casos tristes de negar la celebración de la Misa por
cuestiones de ―injusticias‖, etc. Es decir: la gracia de Dios no sería
una ayuda para mejorarnos, sino un simple accesorio y como una
recompensa a la acción desarrollada por los hombres sin la ayuda de
Dios.
Y por otro lado los que se quedan mirando hacia el cielo y
esperando milagros, para que las cosas en este mundo se encausen
por la vía de la normalidad, en lugar de acometer la tarea que les
corresponde por derecho y obligación.
Se dice de Alfonso el sabio que ―de tanto mirar al cielo se le cay la
corona‖. Este sabio rey escribi sobre la astronomía y las estrellas con
hermosa maestría, pero fue un mal político y acabo sus días con pena
y sin gloria.
Ninguna de esas dos actitudes, tomadas aisladamente, responde al
querer de Cristo. Es necesario ―ensear a cumplir todo lo que El ha
mandado". Cristo nos enseñó a amar a nuestros semejantes, aliviar el
dolor, consolar al triste, alimentar al hambriento, perdonar las ofen-
sas... Pero nos enseñó asimismo a amar a Dios. Cristo también oró, y
oró mucho. Y nos dijo que es necesario orar.
Dios quiera que, a ejemplo de Cristo, también nosotros, al presen-
tarnos a rendir la cuenta final, podamos decir: "PADRE, MISION CUM-
PLIDA".
¿Y ahora?
Sí, Jesús se fue al cielo, ¿y ahora?
Posiblemente poco y nada signifique para muchos le Ascensión del
Señor a los cielos. Muchos no ven en este hecho del retorno de Jesús
a su Padre en el cielo la culminación del misterio de la Encarnación
(Navidad), sino una brusca interrupción del misterio pascual. Cristo,
en lugar de quedarse, después de su Resurrección, cuando ya ni el
dolor ni la muerte tenían poder sobre El, para ir consolidando con su
presencia física y visible el Reino de la Iglesia que acababa de fundar,
justo cuando parecía que había llegado el momento de llevar adelante
su Obra ya sin tropiezos ni obstáculos por parte de sus adversarios,
nos deja y se va al cielo.
A este modo de pensar se llega cuando en todo lo referente a
nuestras relaciones con Dios predomina más el aspecto antropológico
y no la realidad teológica. Esto es, cuando a toda la realidad, incluso a
Dios mismo, se la hace girar en torno al hombre y no en torno a Dios.
Se conciben así las cosas cuando en la obra de la Redención se
acentúa "nuestra tristeza", nuestra desgracia y no el amor de Dios.
Pareciera —como lo expresa una de esas canciones "modernas"— que
Cristo vino al mundo no tanto por el amor que nos tiene el Padre
hasta "darnos a su propio Hijo", cuanto movido a compasión: "al ver
nuestra tristeza Cristo al mundo llegó". De allí que la Fiesta de la
Ascensión, al no mostrar algo concreto, algo de provecho inmediato,
tangible para nosotros, no sea una fiesta muy "popular" como la
Pascua y muchísimo menos que la Navidad y no obstante está en la
misma línea. No es más que la culminación de la vida terrena de
Jesús.
Hoy es una fiesta de la Fe y de la Esperanza. Cristo se va para
prepararnos un lugar, según nos lo dijo. Cristo con esto confirma toda
su enseñanza respecto al Padre. El amó a su Padre, habló de su
Padre, obedeció "hasta la muerte" a su Padre. Nos manifestó y nos
recalcó que su Padre es también nuestro Padre, que nos espera y nos
ama corno a Él.
Hoy es una fiesta de alegría, de gozo. Jesús vuelve al Padre porque
es verdad todo lo que nos enseñó. Vivamos con alegría y amor
nuestra pertenencia a Jesús por y en la Iglesia y llegaremos al gozo
de nuestro Padre.
Una esperanza fundada
Jesús había venido del cielo, y ha vuelto al cielo. Vino a cumplir la
voluntad del Padre. Nos redimió con su Muerte y Resurrección y ahora
es por ello glorificado por el Padre. La humillación que sufrió (Efesios
2, 6-8), empezando con su Encarnación en el seno de Marín Virgen, y
siendo considerado después como "uno de tantos", sufriendo hasta
morir como un bandido —"contado entre los malhechores" (Marc.
15,28)- y enterrado como algo que definitivamente se acribó: todo
eso tuvo su contrapartida, la Resurrección y la Ascensión a los cielos.
Podemos decir que para "volver al cielo" junto al Padre "(Juan 1,18),
"estar sentado a la derecha del Padre", ese era el camino: Muerte y
Resurrección. Por consiguiente, la Ascensión es el término, la
culminación, el broche final con que el Padre "todo lo puso bajo sus
plus, y lo constituyó a Él como Cabeza de la Iglesia, sobre todas las
cosas".
Es común que nos quedemos, como los Apóstoles, "plantados
mirando al cielo", considerando a Jesús un ausente, "detrás de las
nubes". No comprendemos nada de la inagotable riqueza de este
misterio ele la Ascensión.
Retengamos, para nuestro provecho, dos cosas, en esta ocasión.
Primero. Jesús "vencedor del pecado y de la muerte", "ha querido
precedernos como Cabeza nuestra". No "para desentenderse de
nosotros" sino, todo lo contrario, para que "como miembros de su
Cuerpo... podamos seguirlo en su Reino" (Prefacio). Así canta, llena
de gozo, la Iglesia en su liturgia de este día. Esta separación no es
motivo de tristeza sino de felicidad. Los miembros vamos a correr la
misma suerte que nuestra Cabeza.
Tenemos fundada nuestra "esperanza ardiente" de ir al cielo no en
fábulas, utopías o ilusiones vanas, sino en hechos — la Ascensión- y
en palabras del mismo Jesús: "Padre, yo quiero que también los que
me diste, estén conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, In
que me has dado pues que me amaste antes de le creación del
mundo" (Juan 17,24). ¿Podemos esperar, imaginar, desear, soñar
algo mejor? ¡Estar con Jesús: en el cielo, por toda la eternidad) Vale
la puna, entonces, esforzarse hasta la muerte, todos los días, para no
perder esta realidad.
Segundo. Mientras llega ese momento en que también nosotros,
vencedores del pecado y de la muerte, iremos a "contemplar la gloria
do Jesús" (¿qué nos tendrá reservado? NI ojo vio, ni oírlo oyó, ni
soñando lo podemos imaginar con la más ardiente fantasía: I Cor.
2,9), El es nuestro "mediador entre el Padre y nosotros". Jesús sigue
en su oficio de servidor. En esto no tiene igual.
Nosotros, tan habituados a las "recomendaciones", a las "cuñas"
para conseguir algo, un puestito, la agilización de un trámite, etc.,
tenemos en Jesús la garantía absoluta de conseguir todo lo que le
pidamos. Son sus palabras: "Todo lo que pidáis en mi nombre, Yo lo
haré" (Juan 14, 14). "En verdad os digo, que todo lo que pidáis al
Padre os lo concederá en mi nombre" (Juan 16, 23).
Pero no podemos seguir a Jesús, si no estamos vitalmente unidos a
Él, identificados, por la gracia, con El, comprometidos a muerte con
Él.
Nuestra mejor prédica debe ser el testimonio de nuestra vida.
Para nuestra felicidad Jesús se fue.
La felicidad completa del hombre no se cumpliría con que
solamente resucitase, para no morir ya nunca más, si no hubiese un
cambio también en las cosas. Vivir resucitado en este mundo dejaría
al hombre a mitad de camino, o incluso en una situación peor. Hay en
nosotros una aspiración a algo más, a algo que es el complemento
necesario de la resurrección: estar con Dios, estar en El. Bellamente
ya lo expresaba San Agustín: "Inquieto está nuestro corazón, Señor,
hasta que no descanse en Ti". Por consiguiente no habrá paz, sosiego,
gozo perfecto y total hasta que no lleguemos a la plenitud de vida con
Dios. Aun inconscientemente nos damos cuenta de que ninguna cosa,
ni todas juntas, en definitiva, satisfacen al hombre. Siempre se quiere
más, por mucho que se tenga.
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Es precisamente
la consecuencia de su Resurrección de entre los muertos. Es el haber
llegado, como hombre, a la plenitud total de gozo. Su vuelta al Padre
es el coronamiento, la cima triunfal de su obra. Y por lo mismo
constituye para nosotros más que un hecho, un misterio, y a la vez un
anticipo seguro de nuestra propia suerte. Es el cumplimiento de la
Pascua de Cristo, cabeza y miembros. Dice la oración de este día: "El
que es cabeza de la Iglesia nos ha precedido en la gloria a la que
somos llamados como miembros de su cuerpo". Por eso podemos
decir que pare nuestra mayor felicidad Jesús se fue al cielo con su
cuerpo glorioso.
Cuando en el Credo usamos la expresión que señala el Evangelio de
hoy de que Jesús "está sentado a la derecha de Dios Padre" quiere
significarse con ello que allí tiene su morada definitiva. Estar sentado
es, precisamente eso: habitar, permanecer de un modo estable,
continuo, permanente. Es además una actitud de descanso, de paz,
de gozo, de triunfo, de majestad. Recordemos lo que Jesús dijera a
sus Apóstoles: que también "ellos se sentarían en doce tronos para
juzgar a las doce tribus de Israel".
En síntesis: una vez más la Ascensión de Jesús nos enseña que
hemos sido creados por Dios y para Dios; que nuestra felicidad está
precisamente en El, y que fuera de Él jamás seremos felices. Por eso
toda nuestra vida y actividad deben estar orientadas a lograr este
"objetivo supremo". Todo lo demás debe subordinarse y ponerse al
servicio de este objetivo: la eterna salvación.
De la Ascensión de Jesús se desprende, como lección inmediata
para nosotros, la necesidad de revisar con urgencia nuestro mapa de
ruta, para constatar si vamos en pos de Jesús o nos hemos desviado.
Estamos a tiempo para corregir el rumbo, desandando el camino
incluso, si fuere necesario; esto es de vital importancia y
trascendencia.
Al igual que los Apóstoles, recibimos también nosotros no sólo la
promesa sino además la realidad del Espíritu Santo que nos envió
Jesús para ser testigos suyos en "Jerusalén... y hasta los confines del
mundo". Testigos ante los propios hermanos (Jerusalén), en la
Iglesia; y testigos ante los extraños (confines del mundo), los que no
pertenecen aún a la Iglesia, o se han alejado de ella. Vivamos así
nuestra realidad cristiana...
CRISTIANO ES IGUAL A UNIVERSITARIO
DEL AMOR
La Ascensión de Jesús a los cielos es un hecho real, cierto, verídico.
Según refieren algunos, basados en San Pablo (I Cor. 15, 6), hubo
más de 500 testigos oculares. Cumplida su misión redentora, Cristo ro
torna al Padre que lo había enviado y que tenía en El toda su
complacencia. Jesús había pasado por la muerte, como lo hemos de
pasar todos nosotros. Pero ahora volvía en un estado —resucitado—
en que la muerte nada puede ya hacer. Juntamente con la
Resurrección, la Ascensión constituye el núcleo central de nuestra fe,
la razón de nuestra esperanza, el motivo de nuestro gozo anticipado,
y se proyecta art te nosotros como una luz que nos orienta y
esclarece el por qué, o todos los "por qué", de los trabajos y esfuerzos
en este mundo. ¿Qué importa el sacrificio, el cansancio, el
entrenamiento al deportista que ve la seguridad del trofeo? ¿Qué
importan el calor, la sed, y hasta al hambre al peregrino que ve ya
cercana y segura su meta? ¿Qué importa al enfermo el dolor de una
curación, lo desagradable de una medicina cuando con ello ve cercano
el alivio de su recuperación? Del mismo modo ¿qué le debe importar
al cristiano lo arduo del esfuerzo no la virtud, lo prolongado de la
perseverante espera, lo —al parecer inacabable del anhelo, de las
ansias de una situación mejor, cuando tiene garantizado en las
palabras y en la prueba de los hechos de Jesús, que llegará con toda
seguridad a ese gozo que tanto desea?
Lo que los ángeles les dicen a los apóstoles, eso mismo nos lo
repiten a nosotros: "Hombres... ¿por qué seguís mirando al cielo...?".
No debemos perder nunca de vista el cielo, es verdad; pero es
necesario cumplir nuestras obligaciones mientras estamos aquí.
Somos ciudadanos de este mundo y hemos de reconstruirlo
permanentemente con renovada fe, rejuvenecida esperanza y
reanimada caridad. Pero al mismo tiempo somos candidatos de la
patria eterna, para la eterna felicidad. Somos los estudiantes, los
universitarios que nos preparamos a la profesión del verdadero amor,
de la auténtica felicidad en el cielo. Lo cual implica adoptar los
"libros", los textos adecuados. Quien quiera ser médico estudiará
medicina, y no ingeniería o electrónica, por más que esto le guste.
Quien quiera seguir a Jesús en su Ascensión al cielo debe tener
presente todo el Evangelio —el libro de los profesionales del AMOR—.
Pero sobre todo debe tener presente lo que El nos dijo unos instantes
antes de su retorno al Padre: "Como me envió el Padre, así os envío
yo a vosotros...". La felicidad que todos anhelamos, y la anhelamos
tan profundamente, tiene un solo camino, una sola dirección la que
nos dejó Cristo. Es el camino que conserva las huellas inconfundibles
del amor al Padre y a los hombres; camino marcado por la fidelidad y
obediencia al Padre y el servicio de los hombres; camino de
crucificada adhesión al Padre y de crucificado amor a los hombros. Es
necesario "enseñar" lo que El nos enseñó, y no lo que nos resulta
fácil, cómodo o conveniente. Es necesario realizar lo que "El hizo y
enseñó" (Hech. 1,1). Para todo lo cual debemos estar con Él, vivir en
El, actuar mediante El. Ser testigos de Jesús, de su doctrina y de su
Resurrección, ese es el encargo que nos dejó. Esa es nuestra tarea
fundamental.
Cristo ¿dónde estás?
Cristiano ¿qué esperas?
Todos los años celebramos el misterio de la Ascensión de Jesús al
cielo, como celebramos muchos otros misterios referentes a su vida,
su permanencia y acción entre nosotros. Estas celebraciones de ceda
año deben ser una novedad y no una simple recordación.
Es fácil entender esto. La REDENCIÓN no es un hecho acabado,
concluido, cerrado. La Redención es la realidad, la sustancia, la
esencia misma de la Iglesia. Una Iglesia que no estuviera en
constaste proceso de Redención, no sería la Iglesia de Cristo. Una
Iglesia donde no hubiera constantes nacimientos por el Bautismo, y
regeneraciones por el sacramento de la Confesión, pronto dejaría de
ser Iglesia. Una Iglesia donde no hubiera constante presencia del
Señor por la celebración de la Eucaristía no "propagaría el reino de
Cristo, y no daría gloria a Dios Padre haciendo así partícipes de la
redención salvadora a todos los hombres" (Apost. Act. 2), no sería la
Iglesia en la que Cristo prometió su permanencia hasta el fin de los
siglos (Mat. 28,20). Una Iglesia sin los Sacramentos, esos medios
instituidos por el mismo Jesús, que nos confieren la gracia que
redime, que santifica y fortalece, y en definitiva nos salva, haría
totalmente ineficaz la Redención de Cristo, le truncaría, pues Cristo
debe seguir redimiendo a la humanidad, a cada hombre. La Iglesia es
el lugar permanente de la transformación del hombre, puesto en este
mundo, con la ineludible misión de transformarlo según el plan
salvífico de Dios,
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús. Esto significa que la Iglesia
comienza la tarea que El le ha encomendado. Con la Ascensión de
Jesús empieza el ejercicio de nuestra responsabilidad apostólica.
También a nosotros nos dicen los ángeles: Hombres de San Rafael
"¿por qué seguís mirando al cielo? Este Jesús... vendrá de la misma
manera que lo habéis visto partir" (Hech. 1, 11). Esto es: Jesús se fue
al cielo, pero nos encomendó una misión bien concreta, ser sus
testigos hasta el último rincón del mundo. Un día volverá para
pedirnos cuenta.
¡Ser testigos! Debemos testimoniar a Cristo, muerto por nuestros
pecados, pero resucitado porque es Dios, y por consiguiente toda su
doctrina es valedera para siempre. De este testimonio nuestro
dependen dos cosas: a) la transformación del mundo; b) nuestra
propia salvación. Ambas cosas muy unidas. Por eso debemos ser
testigos de Cristo en todas partes. Donde haya un cristiano, un
bautizado, debe resplandecer el testimonio. Debe ser patente la
Verdad, la Justicia, el Amor, la Virtud, debe ser permanentemente
combatida la mentira, el error, toda clase de injusticia, el odio, el
pecado. Donde haya un cristiano de verdad, deberían callarse,
ocultarse los hipócritas, los cínicos, los corruptores, los inmorales, los
cobardes, los deshonestos... Pero ¿no sucede lo contrario? ¿No se
sienten "apocados", avergonzados, los cristianos —en muchos
ambientes—, que más bien parecen "falsos testigos"? Porque el que
no grita su testimonio con su palabra y conducta, es un traidor, un
falso testigo. Más bien declara contra Cristo. Presenta a un falso
Cristo.
Cristiano, ¿qué esperas para actuar? No nos quejemos de los
males. Hagamos presente a Cristo. Esa es nuestra misión. Si no,
seremos inexcusables.
La Ascensión no es ausencia sino presencia de Cristo
Refiriéndose a la Ascensión de Jesús dice San Agustín: "El ha sido
elevado a lo más alto de los cielos; sin embargo continúa sufriendo en
la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros".
Desde el comienzo mismo de la Iglesia esta verdad de la presencia
de Jesús constituye una hermosa realidad que es el fundamento de
todo. Ciertamente, si en la celebración de los misterios, y en
particular de los sacramentos, Jesucristo no estuviera presente, todo
sería un teatro; pero no es así, aunque alguna "teología de la
liberación" lo afirme.
Ya San Marcos consigna que "el Señor Jesús fue llevado al cielo y
los Apóstoles fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía
y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban".
Creo que hoy, más que en otros tiempos, necesitamos tomar mayor
conciencia, aun los que trabajamos directamente en la pastoral, de
esta realidad de la presencia real, viva y vivificante de Cristo en su
Iglesia. No es que se niegue esa presencia; pero puede ocurrir que
muchas veces se actúe, se obre y hasta se piense con categorías
puramente humanas. Nuestra estrechez de miras pretende reducir la
multiforme gracia de Dios, a una expresión mínima. A menudo no se
tiene en cuenta que la obra maravillosa de Dios no puede jamás ser
circunscripta, ni agotarse en un solo Movimiento, en una sola
Asociación, o en una sola forma de apostolado. Los "Apóstoles fueron
a predicar a todas partes". No todos lo hicieron de la misma manera.
Pero todos anunciaron el mismo mensaje. Eso es lo importante. ¿No
corremos a veces el riesgo y la aventura utópica de pretender que
todos obremos del mismo modo, pero quizá predicando cosas
diferentes? ¿Qué significa el tildar a otros de "tener otra ideología"?
¿No es confesar que se tiene la "propia ideología", diferente a la de los
demás?
Cristo dio sus últimas recomendaciones a los Apóstoles que había
elegido, antes de subir al cielo, "hablándoles del Reino die Dios", y no
obstante algunos tenían su "propia ideología", porque le preguntaron:
"Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino die Israel?".
Esta pregunta se reitera incansablemente, tanto por propios como
por extraños. Los propios, más preocupados por el "Reino de Israel"
(aspecto temporal, social, etc., de la Iglesia), que por el reino
espiritual) o a la inversa. Los extraños, que acusan a la Iglesia
presentándola como enemiga del pueblo porque no restaura "el reino
de Israel". Pero en general, unos y otros, menos preocupados por la
presencia y permanencia de Cristo que por la ausencia de justicia o de
verdad... PA cierto: hay demasiada injusticia; hay mucho, demasiado
engaño y mentira. Pero si esto se pretende arreglar sin la presencia
de Cristo, prácticamente se está negando su necesidad. Entonces su
Ascensión es sinónimo de su ausencia definitiva.
Nuestra fe nos dice que Cristo desapareció de la mirada de sus
seguidores; pero su presencia sigue siendo tan real como antes, ¿Roe,
de no decirnos nada, no significar nada, no valer nada en lo concreto
la presencia de Cristo?
( Mons. Kruk, León, Mano a Mano con el Obispo de San Rafael
Tomo I, Ed. Nihuil, Santa Fe: 1988, pp. 329-338)
Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
Mons. León Kruk
La Ascensión
¿La Ascensión una traición?
A los cuarenta días de su triunfante Resurrección de entre los
muertos, Jesús retorna glorioso junto al Padre con el gozo propio del
deber cumplido. Este hecho la Iglesia lo ha recordado, conmemorado
y celebrado siempre con una Fiesta que se llama la "Ascensión del
Señor". Jesús sube a los cielos y en su cuerpo glorioso hay un anticipo
del triunfo de nuestra humanidad. Nos lo ha asegurado el mismo
Jesús: "En la casa de mi Padre hay muchas moradas; de no ser así, os
lo hubiera dicho; porque voy a prepararos el lugar‖ (Juan 14,2).
"Padre, los que me has dado, quiero que donde estoy yo, también
estén ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, que tú me has
dado" (Juan 17, 24).
El libro de los "Hechos de los Apóstoles" al narrarnos el
acontecimiento de la Ascensión de Jesús puntualiza: "Después de su
Pasión, Jesús se manifestó a los Apóstoles que había elegido,
dándoles numerosas pruebas de que vivía, y durante cuarenta días se
les apareció y les habló del Reino de Dios" (1,3).
El hecho de la Resurrección de Jesús es el núcleo esencial de todo. El
Señor se preocupó de que esa verdad quedara bien en claro, sin dejar
lugar a la más mínima duda o la más leve sospecha sobre el milagro
de su Resurrección. Esta es la verdad, que la Iglesia desde sus
orígenes proclamó sin retaceos ni ambigüedades. Es lo que constituye
su misma esencia y razón de ser.
El otro aspecto que se resalta, y que fue la constante preocupación
de Jesús durante toda su vida, es lo relativo al "Reino de Dios".
Cuando empieza su vida pública anuncia: "Se ha cumplido el tiempo y
está cerca el Reino de Dios: arrepentíos y creed en el Evangelio"
(Marc. 1, 15). Durante toda su vida habla del "Reino", describe las
características de ese su "Reino que no tendrá fin" (Luc. 1,33),
manifiesta las condiciones para pertenecer a ese "Reino de Dios"
(Juan 3, 5), pone en claro las exigencias que surgen de esa realidad,
aclara con innumerables comparaciones, parábolas, explicaciones la
naturaleza de ese su "Reino". Y ahora, antes de su Ascensión, durante
cuarenta días se aparece a sus Apóstoles y les habla "del Reino de
Dios".
Jesús, considerado como "signo de contradicción" (Luc. 2, 34)
durante su vida mortal, tuvo muchos enemigos y adversarios,
particularmente los escribas y fariseos, que no admitían sus
enseanzas, porque en su terquedad eran reacios a la ―conversin‖
para entrar en ese Reino que Él predicaba, Pero no nos extrañemos.
Después de su Ascensión a los cielos, Jesús sigue siendo el blanco de
las contradicciones. Para muchos es ―motivo‖ hasta de incredulidad,
pues exigen pruebas concretas, ―personales‖. Para no pocos el
testimonio de veinte siglos de la Iglesia no vale. Tienen su modo
particular, ―personalísimo‖, de interpretar a Cristo, su Evangelio, su
Obra que es la Iglesia.
Cristo habl del ―Reino de Dios‖, Hoy es frecuente encontrarse con
nuevas ―interpretaciones‖ que identifican, o simplemente sustituyen
ese ―Reino de Dios‖ con el reino temporal de los hombres.
Cristo dice que sus Apstoles estén en el mundo, pero ―no son del
mundo‖. Nuevas ―interpretaciones‖ le corrigen a Cristo y dicen:
―deben estar, ser y parecer del mundo‖, sin distincin ni diferencia
alguna. Cristo habla de cruz, de obediencia, de humillaciones. No
pocos se sonríen ante estas expresiones, como si se tratase de cosas
de museo, anticuadas, ―perimidas‖, propias de la Edad Media, pero
―anacrnicas‖ para el hombre moderno. Para no pocos la Ascensin de
Cristo es una traición: Cristo al irse a su cielo elude nuestros
problemas. Justamente cuando más lo necesitamos, se va y nos deja.
Lo nuestro no le interesa. No se ―compromete‖ con los necesitados,
los oprimidos, los esclavizados… Así se piensa y se concluye cuando
nuevas ―interpretaciones‖ del Reino de Dios comportan ―nuevos
contenidos‖, adulterando el Evangelio.
Misión Cumplida
Cuarenta días después de Pascua, Cristo asciende entre
aclamaciones y al sonido de trompetas‖, y regresa triunfante a la casa
de su Padre, portando victoriosamente el trofeo de la Misión
Cumplida‖: la gloria de Dios restituida y la redención de los hombres
efectuada.
La Ascensión del Señor tiene intima relación con la Resurrección y
es como una consecuencia casi obligada de ella. Es el final y
coronamiento de su misión terrestre. La nueva existencia de Jesús,
inaugurada con la Resurrección, se ve cumplimentada con su ida al
cielo, al lado de su Padre. Pero Jesús, el Buen Pastor, no puede
abandonar a su rebaño, y ha encontrado la manera de estar presente
entre nosotros. Instituyó la Iglesia, con su orden jerárquico, y la
enriqueció con sacramentos, a través de los que ―estará siempre con
nosotros hasta el fin del mundo‖, además de anunciar y garantizar la
asistencia del Espíritu Santo que el padre había prometido.
No obstante la convivencia tan íntima de los Apóstoles con Jesús,
hasta el momento mismo de la Ascensión ellos no habían captado aun
ni entendido la misión del hijo de Dios, y en ese momento tan
solemne le salen con este baldazo de agua fría: ―Seor, ¿es ahora
cuando vas a restaurar el Reino de Israel?‖. Como para desanimar al
mismo Cristo, ¿verdad?
Por toda respuesta – Cristo invariable en eso que fue algo así como
la obsesión de toda su vida terrenal- dice que debemos ajustarnos a
lo que dispone el Padre, y que a nosotros nos bastará con la fuerza
proveniente del Espíritu Santo. Nos da en los Apóstoles un resumen
de la táctica, de la norma por seguir: anunciar la Buena Nueva, tal
como Él ha enseñado, e incorporar a todos los hombres a la Iglesia
por medio del Bautismo.
Podemos observar dos actitudes totalmente diversas en los
apostoles.
Primera actitud: cuando lo tienen a Cristo, miran la tierra, lo
material, lo terreno. No les interesa ―El Reino de los Cielos‖, sino ―el
Reino de Israel‖. Están muy apegados a lo suyo, muy preocupados
por sus intereses.
Segunda actitud: cuando Cristo desaparece entre las nubes del
cielo y les deja en la tierra, con una misión concreta por cumplir en la
tierra, se quedan mirando hacia el cielo hasta el punto de que unos
ángeles tiene que llamarlos a la realidad.
Estas dos actitudes se repiten también hoy en muchos discípulos de
Cristo. Por un lado están aquellos que quisieran reducir la misión y
actividad de la Iglesia a lo puramente humano, social, económico.
Como si esa fuese la tarea primordial y casi exclusiva, porque incluso
se han dado casos tristes de negar la celebración de la Misa por
cuestiones de ―injusticias‖, etc. Es decir: la gracia de Dios no sería
una ayuda para mejorarnos, sino un simple accesorio y como una
recompensa a la acción desarrollada por los hombres sin la ayuda de
Dios.
Y por otro lado los que se quedan mirando hacia el cielo y
esperando milagros, para que las cosas en este mundo se encausen
por la vía de la normalidad, en lugar de acometer la tarea que les
corresponde por derecho y obligación.
Se dice de Alfonso el sabio que ―de tanto mirar al cielo se le cay la
corona‖. Este sabio rey escribi sobre la astronomía y las estrellas con
hermosa maestría, pero fue un mal político y acabo sus días con pena
y sin gloria.
Ninguna de esas dos actitudes, tomadas aisladamente, responde al
querer de Cristo. Es necesario ―ensear a cumplir todo lo que El ha
mandado". Cristo nos enseñó a amar a nuestros semejantes, aliviar el
dolor, consolar al triste, alimentar al hambriento, perdonar las ofen-
sas... Pero nos enseñó asimismo a amar a Dios. Cristo también oró, y
oró mucho. Y nos dijo que es necesario orar.
Dios quiera que, a ejemplo de Cristo, también nosotros, al presen-
tarnos a rendir la cuenta final, podamos decir: "PADRE, MISION CUM-
PLIDA".
¿Y ahora?
Sí, Jesús se fue al cielo, ¿y ahora?
Posiblemente poco y nada signifique para muchos le Ascensión del
Señor a los cielos. Muchos no ven en este hecho del retorno de Jesús
a su Padre en el cielo la culminación del misterio de la Encarnación
(Navidad), sino una brusca interrupción del misterio pascual. Cristo,
en lugar de quedarse, después de su Resurrección, cuando ya ni el
dolor ni la muerte tenían poder sobre El, para ir consolidando con su
presencia física y visible el Reino de la Iglesia que acababa de fundar,
justo cuando parecía que había llegado el momento de llevar adelante
su Obra ya sin tropiezos ni obstáculos por parte de sus adversarios,
nos deja y se va al cielo.
A este modo de pensar se llega cuando en todo lo referente a
nuestras relaciones con Dios predomina más el aspecto antropológico
y no la realidad teológica. Esto es, cuando a toda la realidad, incluso a
Dios mismo, se la hace girar en torno al hombre y no en torno a Dios.
Se conciben así las cosas cuando en la obra de la Redención se
acentúa "nuestra tristeza", nuestra desgracia y no el amor de Dios.
Pareciera —como lo expresa una de esas canciones "modernas"— que
Cristo vino al mundo no tanto por el amor que nos tiene el Padre
hasta "darnos a su propio Hijo", cuanto movido a compasión: "al ver
nuestra tristeza Cristo al mundo llegó". De allí que la Fiesta de la
Ascensión, al no mostrar algo concreto, algo de provecho inmediato,
tangible para nosotros, no sea una fiesta muy "popular" como la
Pascua y muchísimo menos que la Navidad y no obstante está en la
misma línea. No es más que la culminación de la vida terrena de
Jesús.
Hoy es una fiesta de la Fe y de la Esperanza. Cristo se va para
prepararnos un lugar, según nos lo dijo. Cristo con esto confirma toda
su enseñanza respecto al Padre. El amó a su Padre, habló de su
Padre, obedeció "hasta la muerte" a su Padre. Nos manifestó y nos
recalcó que su Padre es también nuestro Padre, que nos espera y nos
ama corno a Él.
Hoy es una fiesta de alegría, de gozo. Jesús vuelve al Padre porque
es verdad todo lo que nos enseñó. Vivamos con alegría y amor
nuestra pertenencia a Jesús por y en la Iglesia y llegaremos al gozo
de nuestro Padre.
Una esperanza fundada
Jesús había venido del cielo, y ha vuelto al cielo. Vino a cumplir la
voluntad del Padre. Nos redimió con su Muerte y Resurrección y ahora
es por ello glorificado por el Padre. La humillación que sufrió (Efesios
2, 6-8), empezando con su Encarnación en el seno de Marín Virgen, y
siendo considerado después como "uno de tantos", sufriendo hasta
morir como un bandido —"contado entre los malhechores" (Marc.
15,28)- y enterrado como algo que definitivamente se acribó: todo
eso tuvo su contrapartida, la Resurrección y la Ascensión a los cielos.
Podemos decir que para "volver al cielo" junto al Padre "(Juan 1,18),
"estar sentado a la derecha del Padre", ese era el camino: Muerte y
Resurrección. Por consiguiente, la Ascensión es el término, la
culminación, el broche final con que el Padre "todo lo puso bajo sus
plus, y lo constituyó a Él como Cabeza de la Iglesia, sobre todas las
cosas".
Es común que nos quedemos, como los Apóstoles, "plantados
mirando al cielo", considerando a Jesús un ausente, "detrás de las
nubes". No comprendemos nada de la inagotable riqueza de este
misterio ele la Ascensión.
Retengamos, para nuestro provecho, dos cosas, en esta ocasión.
Primero. Jesús "vencedor del pecado y de la muerte", "ha querido
precedernos como Cabeza nuestra". No "para desentenderse de
nosotros" sino, todo lo contrario, para que "como miembros de su
Cuerpo... podamos seguirlo en su Reino" (Prefacio). Así canta, llena
de gozo, la Iglesia en su liturgia de este día. Esta separación no es
motivo de tristeza sino de felicidad. Los miembros vamos a correr la
misma suerte que nuestra Cabeza.
Tenemos fundada nuestra "esperanza ardiente" de ir al cielo no en
fábulas, utopías o ilusiones vanas, sino en hechos — la Ascensión- y
en palabras del mismo Jesús: "Padre, yo quiero que también los que
me diste, estén conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, In
que me has dado pues que me amaste antes de le creación del
mundo" (Juan 17,24). ¿Podemos esperar, imaginar, desear, soñar
algo mejor? ¡Estar con Jesús: en el cielo, por toda la eternidad) Vale
la puna, entonces, esforzarse hasta la muerte, todos los días, para no
perder esta realidad.
Segundo. Mientras llega ese momento en que también nosotros,
vencedores del pecado y de la muerte, iremos a "contemplar la gloria
do Jesús" (¿qué nos tendrá reservado? NI ojo vio, ni oírlo oyó, ni
soñando lo podemos imaginar con la más ardiente fantasía: I Cor.
2,9), El es nuestro "mediador entre el Padre y nosotros". Jesús sigue
en su oficio de servidor. En esto no tiene igual.
Nosotros, tan habituados a las "recomendaciones", a las "cuñas"
para conseguir algo, un puestito, la agilización de un trámite, etc.,
tenemos en Jesús la garantía absoluta de conseguir todo lo que le
pidamos. Son sus palabras: "Todo lo que pidáis en mi nombre, Yo lo
haré" (Juan 14, 14). "En verdad os digo, que todo lo que pidáis al
Padre os lo concederá en mi nombre" (Juan 16, 23).
Pero no podemos seguir a Jesús, si no estamos vitalmente unidos a
Él, identificados, por la gracia, con El, comprometidos a muerte con
Él.
Nuestra mejor prédica debe ser el testimonio de nuestra vida.
Para nuestra felicidad Jesús se fue.
La felicidad completa del hombre no se cumpliría con que
solamente resucitase, para no morir ya nunca más, si no hubiese un
cambio también en las cosas. Vivir resucitado en este mundo dejaría
al hombre a mitad de camino, o incluso en una situación peor. Hay en
nosotros una aspiración a algo más, a algo que es el complemento
necesario de la resurrección: estar con Dios, estar en El. Bellamente
ya lo expresaba San Agustín: "Inquieto está nuestro corazón, Señor,
hasta que no descanse en Ti". Por consiguiente no habrá paz, sosiego,
gozo perfecto y total hasta que no lleguemos a la plenitud de vida con
Dios. Aun inconscientemente nos damos cuenta de que ninguna cosa,
ni todas juntas, en definitiva, satisfacen al hombre. Siempre se quiere
más, por mucho que se tenga.
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús a los cielos. Es precisamente
la consecuencia de su Resurrección de entre los muertos. Es el haber
llegado, como hombre, a la plenitud total de gozo. Su vuelta al Padre
es el coronamiento, la cima triunfal de su obra. Y por lo mismo
constituye para nosotros más que un hecho, un misterio, y a la vez un
anticipo seguro de nuestra propia suerte. Es el cumplimiento de la
Pascua de Cristo, cabeza y miembros. Dice la oración de este día: "El
que es cabeza de la Iglesia nos ha precedido en la gloria a la que
somos llamados como miembros de su cuerpo". Por eso podemos
decir que pare nuestra mayor felicidad Jesús se fue al cielo con su
cuerpo glorioso.
Cuando en el Credo usamos la expresión que señala el Evangelio de
hoy de que Jesús "está sentado a la derecha de Dios Padre" quiere
significarse con ello que allí tiene su morada definitiva. Estar sentado
es, precisamente eso: habitar, permanecer de un modo estable,
continuo, permanente. Es además una actitud de descanso, de paz,
de gozo, de triunfo, de majestad. Recordemos lo que Jesús dijera a
sus Apóstoles: que también "ellos se sentarían en doce tronos para
juzgar a las doce tribus de Israel".
En síntesis: una vez más la Ascensión de Jesús nos enseña que
hemos sido creados por Dios y para Dios; que nuestra felicidad está
precisamente en El, y que fuera de Él jamás seremos felices. Por eso
toda nuestra vida y actividad deben estar orientadas a lograr este
"objetivo supremo". Todo lo demás debe subordinarse y ponerse al
servicio de este objetivo: la eterna salvación.
De la Ascensión de Jesús se desprende, como lección inmediata
para nosotros, la necesidad de revisar con urgencia nuestro mapa de
ruta, para constatar si vamos en pos de Jesús o nos hemos desviado.
Estamos a tiempo para corregir el rumbo, desandando el camino
incluso, si fuere necesario; esto es de vital importancia y
trascendencia.
Al igual que los Apóstoles, recibimos también nosotros no sólo la
promesa sino además la realidad del Espíritu Santo que nos envió
Jesús para ser testigos suyos en "Jerusalén... y hasta los confines del
mundo". Testigos ante los propios hermanos (Jerusalén), en la
Iglesia; y testigos ante los extraños (confines del mundo), los que no
pertenecen aún a la Iglesia, o se han alejado de ella. Vivamos así
nuestra realidad cristiana...
CRISTIANO ES IGUAL A UNIVERSITARIO
DEL AMOR
La Ascensión de Jesús a los cielos es un hecho real, cierto, verídico.
Según refieren algunos, basados en San Pablo (I Cor. 15, 6), hubo
más de 500 testigos oculares. Cumplida su misión redentora, Cristo ro
torna al Padre que lo había enviado y que tenía en El toda su
complacencia. Jesús había pasado por la muerte, como lo hemos de
pasar todos nosotros. Pero ahora volvía en un estado —resucitado—
en que la muerte nada puede ya hacer. Juntamente con la
Resurrección, la Ascensión constituye el núcleo central de nuestra fe,
la razón de nuestra esperanza, el motivo de nuestro gozo anticipado,
y se proyecta art te nosotros como una luz que nos orienta y
esclarece el por qué, o todos los "por qué", de los trabajos y esfuerzos
en este mundo. ¿Qué importa el sacrificio, el cansancio, el
entrenamiento al deportista que ve la seguridad del trofeo? ¿Qué
importan el calor, la sed, y hasta al hambre al peregrino que ve ya
cercana y segura su meta? ¿Qué importa al enfermo el dolor de una
curación, lo desagradable de una medicina cuando con ello ve cercano
el alivio de su recuperación? Del mismo modo ¿qué le debe importar
al cristiano lo arduo del esfuerzo no la virtud, lo prolongado de la
perseverante espera, lo —al parecer inacabable del anhelo, de las
ansias de una situación mejor, cuando tiene garantizado en las
palabras y en la prueba de los hechos de Jesús, que llegará con toda
seguridad a ese gozo que tanto desea?
Lo que los ángeles les dicen a los apóstoles, eso mismo nos lo
repiten a nosotros: "Hombres... ¿por qué seguís mirando al cielo...?".
No debemos perder nunca de vista el cielo, es verdad; pero es
necesario cumplir nuestras obligaciones mientras estamos aquí.
Somos ciudadanos de este mundo y hemos de reconstruirlo
permanentemente con renovada fe, rejuvenecida esperanza y
reanimada caridad. Pero al mismo tiempo somos candidatos de la
patria eterna, para la eterna felicidad. Somos los estudiantes, los
universitarios que nos preparamos a la profesión del verdadero amor,
de la auténtica felicidad en el cielo. Lo cual implica adoptar los
"libros", los textos adecuados. Quien quiera ser médico estudiará
medicina, y no ingeniería o electrónica, por más que esto le guste.
Quien quiera seguir a Jesús en su Ascensión al cielo debe tener
presente todo el Evangelio —el libro de los profesionales del AMOR—.
Pero sobre todo debe tener presente lo que El nos dijo unos instantes
antes de su retorno al Padre: "Como me envió el Padre, así os envío
yo a vosotros...". La felicidad que todos anhelamos, y la anhelamos
tan profundamente, tiene un solo camino, una sola dirección la que
nos dejó Cristo. Es el camino que conserva las huellas inconfundibles
del amor al Padre y a los hombres; camino marcado por la fidelidad y
obediencia al Padre y el servicio de los hombres; camino de
crucificada adhesión al Padre y de crucificado amor a los hombros. Es
necesario "enseñar" lo que El nos enseñó, y no lo que nos resulta
fácil, cómodo o conveniente. Es necesario realizar lo que "El hizo y
enseñó" (Hech. 1,1). Para todo lo cual debemos estar con Él, vivir en
El, actuar mediante El. Ser testigos de Jesús, de su doctrina y de su
Resurrección, ese es el encargo que nos dejó. Esa es nuestra tarea
fundamental.
Cristo ¿dónde estás?
Cristiano ¿qué esperas?
Todos los años celebramos el misterio de la Ascensión de Jesús al
cielo, como celebramos muchos otros misterios referentes a su vida,
su permanencia y acción entre nosotros. Estas celebraciones de ceda
año deben ser una novedad y no una simple recordación.
Es fácil entender esto. La REDENCIÓN no es un hecho acabado,
concluido, cerrado. La Redención es la realidad, la sustancia, la
esencia misma de la Iglesia. Una Iglesia que no estuviera en
constaste proceso de Redención, no sería la Iglesia de Cristo. Una
Iglesia donde no hubiera constantes nacimientos por el Bautismo, y
regeneraciones por el sacramento de la Confesión, pronto dejaría de
ser Iglesia. Una Iglesia donde no hubiera constante presencia del
Señor por la celebración de la Eucaristía no "propagaría el reino de
Cristo, y no daría gloria a Dios Padre haciendo así partícipes de la
redención salvadora a todos los hombres" (Apost. Act. 2), no sería la
Iglesia en la que Cristo prometió su permanencia hasta el fin de los
siglos (Mat. 28,20). Una Iglesia sin los Sacramentos, esos medios
instituidos por el mismo Jesús, que nos confieren la gracia que
redime, que santifica y fortalece, y en definitiva nos salva, haría
totalmente ineficaz la Redención de Cristo, le truncaría, pues Cristo
debe seguir redimiendo a la humanidad, a cada hombre. La Iglesia es
el lugar permanente de la transformación del hombre, puesto en este
mundo, con la ineludible misión de transformarlo según el plan
salvífico de Dios,
Hoy celebramos la Ascensión de Jesús. Esto significa que la Iglesia
comienza la tarea que El le ha encomendado. Con la Ascensión de
Jesús empieza el ejercicio de nuestra responsabilidad apostólica.
También a nosotros nos dicen los ángeles: Hombres de San Rafael
"¿por qué seguís mirando al cielo? Este Jesús... vendrá de la misma
manera que lo habéis visto partir" (Hech. 1, 11). Esto es: Jesús se fue
al cielo, pero nos encomendó una misión bien concreta, ser sus
testigos hasta el último rincón del mundo. Un día volverá para
pedirnos cuenta.
¡Ser testigos! Debemos testimoniar a Cristo, muerto por nuestros
pecados, pero resucitado porque es Dios, y por consiguiente toda su
doctrina es valedera para siempre. De este testimonio nuestro
dependen dos cosas: a) la transformación del mundo; b) nuestra
propia salvación. Ambas cosas muy unidas. Por eso debemos ser
testigos de Cristo en todas partes. Donde haya un cristiano, un
bautizado, debe resplandecer el testimonio. Debe ser patente la
Verdad, la Justicia, el Amor, la Virtud, debe ser permanentemente
combatida la mentira, el error, toda clase de injusticia, el odio, el
pecado. Donde haya un cristiano de verdad, deberían callarse,
ocultarse los hipócritas, los cínicos, los corruptores, los inmorales, los
cobardes, los deshonestos... Pero ¿no sucede lo contrario? ¿No se
sienten "apocados", avergonzados, los cristianos —en muchos
ambientes—, que más bien parecen "falsos testigos"? Porque el que
no grita su testimonio con su palabra y conducta, es un traidor, un
falso testigo. Más bien declara contra Cristo. Presenta a un falso
Cristo.
Cristiano, ¿qué esperas para actuar? No nos quejemos de los
males. Hagamos presente a Cristo. Esa es nuestra misión. Si no,
seremos inexcusables.
La Ascensión no es ausencia sino presencia de Cristo
Refiriéndose a la Ascensión de Jesús dice San Agustín: "El ha sido
elevado a lo más alto de los cielos; sin embargo continúa sufriendo en
la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros".
Desde el comienzo mismo de la Iglesia esta verdad de la presencia
de Jesús constituye una hermosa realidad que es el fundamento de
todo. Ciertamente, si en la celebración de los misterios, y en
particular de los sacramentos, Jesucristo no estuviera presente, todo
sería un teatro; pero no es así, aunque alguna "teología de la
liberación" lo afirme.
Ya San Marcos consigna que "el Señor Jesús fue llevado al cielo y
los Apóstoles fueron a predicar por todas partes, y el Señor los asistía
y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban".
Creo que hoy, más que en otros tiempos, necesitamos tomar mayor
conciencia, aun los que trabajamos directamente en la pastoral, de
esta realidad de la presencia real, viva y vivificante de Cristo en su
Iglesia. No es que se niegue esa presencia; pero puede ocurrir que
muchas veces se actúe, se obre y hasta se piense con categorías
puramente humanas. Nuestra estrechez de miras pretende reducir la
multiforme gracia de Dios, a una expresión mínima. A menudo no se
tiene en cuenta que la obra maravillosa de Dios no puede jamás ser
circunscripta, ni agotarse en un solo Movimiento, en una sola
Asociación, o en una sola forma de apostolado. Los "Apóstoles fueron
a predicar a todas partes". No todos lo hicieron de la misma manera.
Pero todos anunciaron el mismo mensaje. Eso es lo importante. ¿No
corremos a veces el riesgo y la aventura utópica de pretender que
todos obremos del mismo modo, pero quizá predicando cosas
diferentes? ¿Qué significa el tildar a otros de "tener otra ideología"?
¿No es confesar que se tiene la "propia ideología", diferente a la de los
demás?
Cristo dio sus últimas recomendaciones a los Apóstoles que había
elegido, antes de subir al cielo, "hablándoles del Reino die Dios", y no
obstante algunos tenían su "propia ideología", porque le preguntaron:
"Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino die Israel?".
Esta pregunta se reitera incansablemente, tanto por propios como
por extraños. Los propios, más preocupados por el "Reino de Israel"
(aspecto temporal, social, etc., de la Iglesia), que por el reino
espiritual) o a la inversa. Los extraños, que acusan a la Iglesia
presentándola como enemiga del pueblo porque no restaura "el reino
de Israel". Pero en general, unos y otros, menos preocupados por la
presencia y permanencia de Cristo que por la ausencia de justicia o de
verdad... PA cierto: hay demasiada injusticia; hay mucho, demasiado
engaño y mentira. Pero si esto se pretende arreglar sin la presencia
de Cristo, prácticamente se está negando su necesidad. Entonces su
Ascensión es sinónimo de su ausencia definitiva.
Nuestra fe nos dice que Cristo desapareció de la mirada de sus
seguidores; pero su presencia sigue siendo tan real como antes, ¿Roe,
de no decirnos nada, no significar nada, no valer nada en lo concreto
la presencia de Cristo?
( Mons. Kruk, León, Mano a Mano con el Obispo de San Rafael
Tomo I, Ed. Nihuil, Santa Fe: 1988, pp. 329-338)