Solemnidad de la Ascensión del Señor - Ciclo A
Alfredo Sáenz
La Ascensión: victoria salvífica
El "triunfo" de Cristo
El misterio de la Ascensión visibiliza la radical derrota de los
enemigos de la Redención.
"Ascendiendo a lo alto, dice, llevó cautiva a la cautividad (Ef. 4, 8;
Ps. 67, 19). ¡Qué bien describe el profeta el triunfo del Señor!".
S. Máximo presenta el hecho de la Ascensión como la culminación
de la victoria pascual del Señor. Esta consideración es común a varios
Padres de la Iglesia, los cuales explicaron el sentido de este triunfo en
base sobre todo a tres textos del salterio: el ps. 23, 7-8: "Abríos,
puertas eternales, para que ingrese el Rey de la gloria, el poderoso en
la batalla"; el ps. 46, 6: "Dios sube en medio de aclamaciones, al
sonido de trompetas"; el ps. 67, 19: "Has subido a la altura llevando a
la multitud de los cautivos, has recibido el tributo de los hombres".
Así, por ejemplo, San Agustín predicó sobre la Ascensión recurriendo
al salmo 67. San Gregorio de Nyssa, en cambio, prefirió hacerlo
comentando el salmo 23. S. Máximo restringe su comentario al salmo
67, pero lo explica recurriendo a un ritual propio de la cultura roma-
na: el "triunfo" del general vencedor:
"Solía preceder el desfile de los cautivos a los carros triunfales de
los reyes vencedores. He aquí cómo al Señor, subiendo al cielo, no lo
precede sino que lo acompaña la gloriosa cautividad; no es ésta
llevada delante del carro triunfal, sino que ella misma transporta al
Salvador. Hay aquí cierto misterio, porque mientras el Hijo de Dios
lleva al cielo al hijo del hombre, la misma cautividad es llevada y
lleva".
El "triunfo", en el ambiente romano, era el honor supremo que se
tributaba a un general del ejército que hubiera logrado una gran
victoria contra los enemigos de Roma. Para que tal honor fuese
concedido debía tratarse de una batalla que hubiese culminado con
una victoria completa y decisiva; de una batalla ganada contra un
pueblo extranjero (y no en guerra civil) en la cual hubiesen perecido
no menos de cinco mil enemigos. Además, debía preceder, a pedido
del general que había tenido el efectivo comando en jefe del ejército,
una deliberación y una decisión positiva del Senado.
La imponente ceremonia del "triunfo" tenía a la vez carácter sacro y
militar. El cortejo se organizaba en Campus Martius y entraba en la
ciudad por la Porta Triumphalis, atravesaba el Velabrum y el Circus
Maximus, recorría la Vía Sacra y el Forum, subía el Clivus Capitolinus,
y se detenía delante del templo de Júpiter. Encabezaba la procesión el
Senado en pleno; seguía el cuerpo de músicos provistos de cuernos y
trompetas, tras los cuales se alineaba una larga fila de carros
cargados con los despojos del enemigo y con el botín de guerra.
Luego los estandartes, los emblemas y triunfos de armas tomados al
enemigo, los príncipes y los notables de entre los vencidos con las
manos atadas. Los "lictores" llevaban manojos adornados con
guirnaldas de laurel y precedían inmediatamente al triunfador que
estaba de pie sobre el carro triunfal, arrastrado por cuatro caballos.
Detrás de él un esclavo mantenía suspendida sobre su cabeza una
corona de oro, adornada con joyas que imitaban las hojas de laurel.
Tras el triunfador, avanzaban los oficiales superiores, todos a caballo.
El cortejo triunfal se cerraba con el desfile de todas las legiones que
integraban el ejército vencedor. Los legionarios, coronados con
guirnaldas de laurel, llevaban en sus manos un ramito de la misma
planta, y cada tanto aclamaban a su jefe, o cantaban himnos
compuestos en su honor.
A esta solemne ceremonia alude sin dudas S. Máximo cuando en el
texto arriba citado aplica a Cristo que asciende el calificativo de
"triunfador". El lleva consigo —dice— a los cautivos, pero no los lleva
delante de sí sino "en sí": al fin y al cabo su cuerpo es ya la primicia
del cortejo de cautivos salvados de la ruina. Y prosigue:
"Aquello que dice: Repartió dones a los hombres (Ef. 4, 8; Ps. 67,
19), es un gesto insigne del vencedor. Porque después del triunfo
siempre el vencedor reparte dones, y residiendo en su propio reino
premia las alegrías de sus siervos; así Cristo, el Señor, vencedor del
demonio, residiendo después de su triunfo a la diestra del Padre, en el
día de hoy derramó dones a sus discípulos, no talentos de oro, ni
trozos de plata, sino los dones celestiales del Espíritu Santo, de modo
que, entre otras gracias, también los apóstoles hablaron varias
lenguas, esto es, el hombre de la nación hebrea proclamó la gloria de
Cristo con la elocuencia de la facundia romana, y los oídos de los
extranjeros, que de por sí no hubieran podido entender si se les
hubiese predicado en lengua hebrea, conocieron en su propia lengua
la redención del género humano".
Se refiere S. Máximo al último acto del desfile triunfal, cuando el
vencedor y sus legionarios, llegados a la cumbre del Capitolio,
ofrecían a Júpiter el laurel que habían tenido en sus manos durante el
desfile, e inmolaban el sacrificio. Luego un banquete reunía a
magistrados y senadores, y con esa ocasión se repartían víveres a los
soldados y al pueblo. S. Máximo aplica a esta costumbre el vers. 19
del salmo 67: "Repartió dones a los hombres", versículo que ya había
escogido S. Pablo en su carta a los Efesios (4, 8) para referirlo, como
nuestro autor, al misterio de la Ascensión.
( Sáenz, Alfredo , S.J., La celebración de los misterios en los
sermones de San Máximo de Turín, Ediciones Mikael, 1983, pág. 174-
176)