Solemnidad. Domingo de Pentecostés
Padre Julio Gonzalez Carretti OCD
MISA DE LA VIGILIA
a.- Gn. 11, 1-9: La torre de Babel.
b.- Ex. 19, 3-8. 16-20: Os llevé en alas de águila y os traje a mí.
c.- Ez. 37, 1-14: Infundiré mi espíritu en vosotros.
d.- Joel 3, 1-5: Vuestros hijos e hijas profetizarán.
e.- Rm. 8, 22-27: El Espíritu intercede por los consagrados.
f.- Jn. 7, 37-39: Quien tenga sed acuda a mí a beber.
En esta solemne Vigilia de Pentecostés, la Iglesia nos propone una serie de lecturas
para introducirnos en la vida del Espíritu que Jesús Resucitado nos quiere entregar
cuando nos dona su Espíritu.
La primera lectura , no remonta a los descendientes de Noé, donde el autor
sagrado nos presenta una humanidad muy unida, concentrada en un lugar, que
decide construir una torre tan alta que llegue al cielo. Quiere ser el símbolo de su
unidad, de su eficacia y poder. Todos ellos hablaban un misma lengua, aquí es
presentada como algo valioso, por lo que dice, pero es una fuerza centrada en sí
misma, afirmadora, integradora, pero sin Dios; esta es otra imagen del paraíso. El
autor quiere presentar el pecado de orgullo y soberbia, en su conflictividad,
presentarse como una autosalvación. El autor no escatima recursos para hablar de
la técnica en la construcción de la torre, ladrillo bien cocido y el nombre de la
ciudad, Babel, puerta de Dios. La confusión de las lenguas, es debida a la confusión
que reina en lo interior del hombre mismo, fruto del pecado de origen. Ya no se
transgrede un mandato, ni es un crimen contra el hermano, sino que es la
humanidad que está confundida, la lengua que debería ser principio básico de unión
se ha convertido en todo lo contrario, expresión de desorden, confusión y debilidad.
El problema está en la intención de esa humanidad, en su proyecto, expresión de la
desarmonía interior. Esa humanidad concibe alcanzar el cielo, por sus fuerzas,
llegar a la morada de Dios, la misma ambición de Adán y Eva. Lo mismo sucede
hoy que la técnica en todas sus manifestaciones, busca hacerse un nombre,
autorredimirse. Pero Dios bajó para confundir las lenguas y calificar de pecado, la
autosalvación de la humanidad, el pecado de vanidad, soberbia y orgullo de esa
humanidad. La elección de Abraham, abre un camino de esperanza para la
humanidad (Gn.12). La unidad se restaurará en Cristo Jesús, en el milagro de las
lenguas de fuego en Pentecostés (cfr. Hch. 2, 5-12) y en la reunión de las naciones
en el cielo, que nos presenta el Apocalipsis (7,9-10).
En la segunda lectura, contemplamos la teofanía de Yahvé, previa la alianza con la
promulgación del decálogo. El pueblo se acerca al monte, ahí esta el mediador, que
es Moisés, puente entre Dios y su pueblo. Yahvé deja sentir su cercanía, su
presencia. Le recuerda al pueblo como los ha sacado de Egipto, los ha llevado sobre
alas de águila, si obedecen la alianza, serán su propiedad como pueblo, serán una
nación santa un pueblo sacerdotal. La respuesta del pueblo es aceptar todo cuanto
les propone Yahvé, su Dios. La teofanía final quiere mostrar la gloria y majestad de
Dios, su trascendencia y el temor religioso que inspira al pueblo de Israel. En
Pentecostés encontramos al nuevo pueblo de Dios nacido de la pasión, muerte y
resurrección de Jesucristo, que el Espíritu Santo constituye como nación santa,
pueblo sacerdotal, propiedad de Dios Padre. Es por medio del Bautismo, como
entramos a formar parte de este pueblo sellado por el Espíritu en la sangre de
Jesucristo, por la redención del mundo. Pueblo que revive este misterio en la
Eucaristía, donde se come y bebe el pan de vida eterna.
El profeta Ezequiel, en la tercera lectura , nos introduce en la experiencia que los
muertos reviven por la acción del Espíritu de Dios. El profeta es trasportado por el
Espíritu al desierto, como lo será Jesús más adelante (Mc. 1,12ss), y contempla una
inmensidad de huesos secos y al viento-espíritu, el soplo restaurador, en definitiva,
el ruah. Viento que comunica vida por todo el lugar; huesos y espíritu, muerte y
vida, centran la visión del profeta. La pregunta de Yahvé es fundamental: “Me dijo:
«Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos?» Yo dije: «Señor Yahveh, tú lo
sabes.» Entonces me dijo: «Profetiza sobre estos huesos. Les dirás: Huesos secos,
escuchad la palabra de Yahveh. Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí
que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios,
haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y
viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh.» (vv. 3-6). La respuesta del profeta,
confirma que Dios es dueño de la vida y de la muerte, y Ezequiel confiesa su
ignorancia frente a la sabiduría y poder de Dios. Recreado el hombre en su cuerpo,
falta lo principal, el aliento de vida, el soplo de Yahvé, la acción del espíritu-aliento,
la vida divina. Esos seres se pusieron de pie, se transformaron en seres vivos. De la
visión se pasa a la parábola, los huesos calcinados, representan el desaliento que
existe entre los exiliados. Ellos saldrán de Babilonia, sepulcro de todas sus
esperanzas, para establecerse en la tierra de la vida. Todo ello será obra de la
infusión del Espíritu de Dios en cada uno de ellos; volverán a ser hombres libres,
vivos para el prójimo y ante Dios. Si bien la intención de Ezequiel, es pensar en la
liberación del destierro y no en la resurrección de los muertos, pero, la imagen que
nos ha entregado, nos habla de Dios como Señor de la vida y de la muerte, que
salva al Israel histórico. Es la victoria de la vida sobre la muerte, esencia del
anuncio pascual; como cristianos podemos ver en esta imagen un símbolo de la
resurrección particular y universal.
Joel, en la cuarta lectura , anuncia la efusión del Espíritu en el día de Yahvé. En
Pentecostés, comienza esta efusión del Espíritu sobre la humanidad, Pedro cita este
texto en su discurso (cfr. Hch. 2, 17; Ez. 36,27; Hch. 2,16-21). El Espíritu es
derramado sobre todos sin distinción de razas ni pueblos, como lo deseaba Moisés
(cfr. Nm. 11, 29); pero este es también el espíritu de profecía, caracterizado por los
sueños y las visiones, motivo de una gran renovación interior (cfr. Nm. 12,6; Ez.
11, 19-20). Esta profecía se cumple plenamente con Jesús, y luego de
Pentecostés en muchos y mujeres que viven una profunda experiencia de Dios, los
santos y místicos, que aprenden a conocer el querer de Dios.
San Pablo, en la epístola nos habla de cómo la creación fue sometida a la vacuidad,
a la inutilidad y al sin sentido, por el pecado del hombre. A él se le había confiado
toda la creación, pero juntamente con el responsable, la creación sufre por el
desorden que hay en el interior del hombre. El mundo material creado por el
hombre participa de su mismo destino. Ahora se halla en estado de corrupción,
mas, el cuerpo del hombre, está destinado a la gloria, así también toda la creación
(vv. 21-23); está llamado el hombre y la creación a la gloria. Con Cristo y el
Espíritu Santo la creación y el hombre tienen la posibilidad de salvación eterna, por
lo mismo, el cristianismo libera al hombre y la materia de la corrupción. Ahora es el
Espíritu Santo, quien intercede por todos los cristianos, porque el que escruta los
corazones, Dios Padre, conoce que la intercesión del Espíritu Santo es según su
querer.
El evangelio es un texto breve, pero denso en contenido revelador, donde confluyen
y se evocan palabras de Jesús a Nicodemo, la Samaritana y un anuncio de su
muerte. En el primer caso se habla del nacimiento del agua y del Espíritu, la
referencia que hace Jesús a que el Hijo del Hombre debe ser levantado, como
Moisés levantó la serpiente en el desierto (cfr. Jn. 3,5. 14). A la Samaritana, Jesús
le había hablado de la actividad del agua viva en el interior de quien cree en ÉL (cfr.
Jn. 4,14). Respecto a su muerte, de su costado mana sangre y agua, una vez que
ha sido levantado (cfr. Jn. 19,34; 7,37; 19,31). Desde este trasfondo se explica la
promesa de los ríos de agua viva que Jesús promete. El hecho de pedir que vayan a
ÉL, Jesús se está ofreciendo como la fuente, la roca en el desierto, el templo
anunciado por Ezequiel (cfr. Ez. 47). Su propuesta es de tipo mesiánico, es decir, lo
que se celebra en esperanza, la fiesta de las tiendas era para invocar la lluvia y la
fuente que regeneraría a Sión, Jesús lo concede como revelador del Padre. El grito
de Jesús, de pie, no sentado como maestro, es como profeta que hace una gran
proclamación. Respecto a los torrentes de agua viva se discute si manarán del
Cristo o del creyente; en la primera versión los torrentes proceden de Cristo Jesús,
al que hay que ir a beber, en la segunda versión, los torrentes brotan en el
creyente, porque previamente los ha bebido de Jesucristo. A la Samaritana se le
había dicho que el agua que Jesús daría se convertiría a quien la beba en una
fuente que brota hasta la vida eterna; en cambio, cuando Jesús muere, los
torrentes brotan de su costado abierto (cfr. Jn. 4, 13-14; 19, 34-37). La solución la
da el propio Juan, al referir que estos torrentes, los iban a recibir los que creyeran
en Jesús. Con su resurrección se abre la era del Espíritu, Espíritu que Jesús entrega
en la Cruz en el último suspiro. Juan contempla la muerte de Jesús no cómo
pérdida del hálito vital, sino como entrega del Espíritu. La proclamación de Jesús,
es la síntesis de varios pasajes bíblicos, cuando habla de los torrentes de agua viva
que brotarán de su seno o de los creyentes. Hay una clara alusión a los profetas
(cfr. Is. 12,3; Ez. 47,1ss; Zac. 13,1-2; 14,8; 14,17), pero también al Éxodo (Ex.
1,29; 3,14; 6,31; 6,16-21; 17,3-7), a varios Salmos (105, 40-41; 78, 16-20) y
también el grito tiene un sabor sapiencial como el de la Sabiduría (Prov. 1,20). Hay
que tener el trasfondo de la fiesta de los Tabernáculos en la que Jesús hace esta
proclamación: era la conmemoración de la estadía del pueblo en el desierto y el
agua que salta de la roca al toque de la vara de Moisés. El centro del templo
representaba a esa roca en tiempos de Jesús, sobre la que sentaba toda la
edificación y del que surgirían torrentes de agua según la visión de Ezequiel. El
grito de Jesús, puesto en pie, el día más solemne, como el que da en el Calvario
antes de morir, día también solemne es toda una invitación a beber de ÉL,
Sabiduría verdadera, Roca herida del desierto, de donde mana como torrentes el
Espíritu, la sangre y el agua purificadora como advierte Zacarías (13,1). Para beber
hay que entrar en el santuario y mirar al que Traspasaron (cfr. Zac. 12, 10; Jn. 19,
37) Esa mirada entraña comunión por la cual el cristiano se convierte en otro Jesús
al que llegan las aguas vivas que brotan de su seno hasta que el discípulo se
convierte en fuente cuyas aguas saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn. 4,14). Fruto de
esa comunión germinan en la vida de creyente obras de santidad, justicia, verdad
paz y caridad entrañables (Jn. 14,12).