Solemnidad de Pentecostés - Ciclo A
Garrigou-Lagrange
DOCILIDAD AL ESPÍRITU SANTO
Según la doctrina de S. Tomás, los dones del Espíritu Santo, los
considera como hábitos infusos permanentes (habitus in fusi), y se
encuentran en todas las almas justas, por los que se hallan dispuestas
a recibir con prontitud y docilidad las inspiraciones del divino Espíritu.
Los dones, dicen los santos Padres, son en el alma justa como las
velas en la barca; puede ésta avanzar a fuerza de remos, cosa penosa
y lenta, símbolo del esfuerzo y trabajo de las virtudes, y puede
asimismo correr cuando un viento favorable hinche sus velas, que
recogen y le comunican el impulso del viento. Nuestro Señor mismo
hizo alusión a esta analogía cuando dijo:
"El viento sopla cuando quiere; oyes su voz, mas ignoras de dónde
viene o a dónde va; lo mismo acontece a quien es nacido del Espíritu".
Los dones del Espíritu Santo han sido también comparados a las
diversas cuerdas de un arpa que, tañidas por la mano del artista,
producen muy, armoniosos sonidos. Asimismo sus inspiraciones han
sido comparadas a las siete luces del candelero de siete brazos
empleado en la Sinagoga.
Estos dones que enumera Isaías 11, 2, y los llama: "don de sabiduría
y de inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y
de temor", se conceden a todos los justos, desde el momento que el
Espíritu Santo se da también a todos, según las palabras de S. Pablo
(Rom.. 5,5): "La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado." Esos
dones están, pues, en conexión con la caridad, y, por ende, crecen y
aumentan con ella. Son como las alas de un ave, que se desarrollan a
la vez, o como las velas de un navío que se despliegan más y más.
Por el contrario, los pecados veniales reiterados mantienen por decirlo
así, prisioneros a esos dones; esos pecados son como repliegues del
alma, y la inclinan a juzgar de las cosas a través de cierta miopía del
espíritu, que es el polo opuesto de la contemplación infusa.
Vamos a tratar primero de las inspiraciones del Espíritu Santo y de la
gradación ascendente de sus dones; después, de las condiciones que
se requieren para ser dóciles a ese Divino Espíritu.
LAS INSPIRACIONES DEL ESPÍRITU SANTO
Como queda dicho antes, la especial inspiración a la que los dones nos
hacen dóciles difiere notablemente de la gracia actual ordinaria que
nos conduce al ejercicio de las virtudes. Por la gracia ordinaria
deliberamos de manera discursiva o racional, sobre el ir a misa o
rezar el rosario a la hora acostumbrada. En tal caso, nos movemos
nosotros mismos, por más o menos explícita deliberación, a ese acto
de la virtud de religión. Por el contrario es una inspiración especial del
Espíritu Santo la que nos lleva o inclina, en el estudio, por ejemplo, a
orar para comprender lo que estudiamos; falta aquí la deliberación
discursiva ni es deliberado ese acto del don de piedad; mas bajo la
inspiración especial sigue siendo libre, y el don de piedad nos dispone
precisamente a recibir con docilidad y, en consecuencia, libremente y
con mérito aquella inspiración. Santo Tomás distingue perfectamente
la gracia actual común, de la inspiración especial, al demostrar la
diferencia que existe entre la gracia cooperante, por la cual obramos
en virtud de un acto anterior y la gracia operante, por la que nos
sentimos inclinados y llevados a obrar, consintiendo libremente en
recibir el impulso del Espíritu Santo.
En el primer caso, somos más activos que pasivos; en el segundo,
más pasivos que activos, porque quien principalmente opera en
nosotros es el Espíritu Santo.
Acontece, por lo demás, que a impulso de esta especial inspiración los
dones actúan al mismo tiempo que se realiza el trabajo de las
virtudes. Mientras la barca avanza a fuerza de remos, sopla a veces
una ligera brisa que facilita la tarea de los remeros. De igual manera,
las inspiraciones de los dones pueden traernos a la memoria ciertos
principios del Evangelio, en el preciso momento en que la razón
delibera acerca de una resolución que hay que tomar. Otras veces no
alcanza nuestra prudencia a encontrar la solución de un caso difícil de
conciencia, y nos inclina entonces a pedir al Espíritu Santo, cuya
especial inspiración hace que veamos claro lo que conviene obrar.
Seamos siempre dóciles a tales inspiraciones.
GRADACIÓN ASCENDENTE DE LOS DONES
Estas inspiraciones del Espíritu Santo son muy variadas, como lo da a
entender la enumeración que de los dones hace Isaías, XI, 2, y su
subordinación , a partir del de temor, que es el menos elevado, hasta
el de sabiduría que gobierna a todos los demás. Esta gradación dada
por Isaías y explicada por S. Agustín y S. Tomás, y más tarde por S.
Francisco de Sales, es como una vieja melodía henchida de bellísimas
modulaciones, y frecuente tema central de estudio de la teología
tradicional. Hay en ellos como una gama espiritual, análoga a la de las
siete principales notas de la música. EI don del temor es la primera
manifestación de la influencia del Espíritu Santo en un alma que,
abandonando el pecado, se convierte y vuelve a Dios. Suple este don
a las deficiencias de las virtudes de templanza y de castidad; y nos
ayuda en la lucha contra los impulsos de los placeres prohibidos y de
las desviaciones del corazón. Este santo temor de Dios es el polo
opuesto al temor mundano, llamado ordinariamente respeto humano.
Es también muy superior al temor servil que, aunque es verdad que
produce en el pecador efectos saludables, nunca alcanza a la dignidad
de un don del Divino Espíritu. El temor servil teme el castigo de Dios,
y es menor a medida que aumenta la caridad, que hace que miremos
a Dios más bien como a un Padre amoroso que como a terrible juez.
El temor filial o don de temor es temor del pecado, más bien que del
castigo que merece. Nos hace temblar con santo respeto ante la
majestad de Dios. En ciertas ocasiones, siente el alma este santo
temor de ofender a Dios, y lo siente tan vivo, a veces, que ninguna
lectura ni meditación serían capaces de provocar tal sentimiento. Es
que el Espíritu Santo pasa por ella. Este santo horror del pecado es el
"principio de la sabiduría" (Salm. CX, 10), porque nos inclina a una
total sumisión a las divinas leyes, que son la misma sabiduría. Este
temor filial se acrecienta con la caridad, así como el horror del
pecado; en el cielo, entre los santos, si bien es cierto que habrá
desaparecido el temor de ofender a Dios, queda todavía el temor
reverencial, que hace temblar a los mismos ángeles ante la infinita
majestad de Dios, "tremunt potestates", como se dice en el prefacio
de la misa. Tal sentimiento existió en el alma misma de Jesús y
permanece aún.
Este temor del pecado, que inspiró a los santos sus grandes
mortificaciones, corresponde a la bienaventuranza de los pobres:
bienaventurados y dichosos los que por temor de Dios se apartan de
los placeres del mundo de los honores, porque ya son
sobrenaturalmente ricos y será suyo el reino de los cielos. El temor
tiene algo de negativo en cuanto nos hace huir del pecado; mas es
preciso un sentimiento más íntimo para con Dios. El don de piedad
nos inspira precisamente ese afecto filial a nuestro Padre celestial, a
Jesucristo, a nuestra Madre la Virgen María y a nuestros santos
protectores.
Este don suple las imperfecciones de la virtud de religión, que da a
Dios el culto debido, según lo entiende la razón esclarecida por la fe.
El estímulo espiritual y el fervor duradero están ausentes de nuestro
corazón si falta este don de piedad, que nos impide aficionarnos a los
consuelos sensibles en la oración y nos hace sacar provecho de las
sequedades y arideces, que tienen por objeto volvernos más
espirituales y desinteresados. S. Pablo escribe a los Romanos,(VIII,
15-26): "Habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del
cual clamamos: ¡Abba, Oh Padre mío!...
El divino Espíritu ayuda a nuestra flaqueza; pues no sabemos siquiera
qué hemos de pedir en nuestras oraciones. El mismo Espíritu eleva
nuestras peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables." Este
don hace que encontremos muy sobrenatural sabor hasta en nuestras
penas interiores; y se manifiesta particularmente en la oración de
quietud, en la que queda la voluntad como cautivada por el encanto
divino. Y nos da, por su suavidad, ser semejantes a Cristo, manso y
humilde de corazón; su fruto es, al decir de S. Agustín, la
bienaventuranza de los mansos, que poseerán la tierra. S. Bernardo y
S. Francisco de Sales se distinguieron en este don de piedad.
Mas para ser dueños de una piedad sólida que evite las ilusiones y
domine la imaginación y el sentimentalismo, es necesario que el
Espíritu Santo nos comunique un don superior, el don de ciencia. El
don de ciencia nos hace dóciles a las inspiraciones superiores, a la,
ciencia humana y aún a la teología racional. Es este don una
inspiración y tacto sobrenatural, que hace que juzgemos rectamente
de las cosas humanas, bien como símbolo de las divinas, o bien en su
oposición a éstas.
Nos hace ver con extrema claridad la vanidad de lo transitorio:
honores, títulos, elogios de los hombres; y nos hace comprender
sobre todo la infinita gravedad del pecado mortal como ofensa de Dios
y peste del alma. Danos particularmente luz acerca de las cosas que
en el mundo, no proceden de Dios, sino de las causas segundas
defectibles y deficientes; y en esto se diferencia del don de sabiduría.
Al darnos a conocer la infinita gravedad del pecado mortal, no sólo
hace nacer en nosotros el temor, sino un gran horror al pecado y
profundísima tristeza de haber ofendido a Dios. Nos enseña ese don la
verdadera ciencia del bien y del mal; no aquella que el demonio
prometió a Adán y Eva cuando les dijo: "Comed este fruto y tendréis
la ciencia del bien y del mal, y seréis como dioses"; pues lo único que
consiguieron fue la dura experiencia del mal cometido y de la
orgullosa desobediencia con sus consecuencias. El Espíritu Santo, al
contrario, promete la verdadera ciencia del bien y del mal; si le
escuchamos, seremos, en cierto modo, como Dios, que conoce el mal
para detestarlo y el bien para practicarlo en todos los casos.
Con demasiada frecuencia la ciencia humana da pábulo a la
presunción; en cambio el don de ciencia fortalece la esperanza, nos da
a entender que todo humano socorro es frágil como una caña; nos
hace comprender la vacuidad de los bienes terrenos y nos inclina a
desear el cielo y poner toda nuestra confianza en Dios. Corresponde,
dice S. Agustín, a la bienaventuranza de las lágrimas de contrición.
Dichosos los que han llegado a comprender el vacío de las cosas
humanas y la gravedad del pecado; felices los que lo lloran con
lágrimas del alma, y tienen la verdadera compunción de corazón de
que nos habla la Imitación de Cristo. El don de ciencia nos da saber
encontrar el justo medio entre un pesimismo desalentador y un
optimismo fundado en la ligereza y la vanidad. Ciencia preciosa de los
santos que todos los grandes apóstoles han poseído: un Santo
Domingo, por ejemplo, que con frecuencia se deshacía en lágrimas a
la vista del estado de ciertas almas a las que predicaba la palabra
divina. Por sobre el don de ciencia, según la enumeración de Isaías,
viene el don de fortaleza. ¿Por qué? Porque no basta saber discernir el
bien y el mal, es preciso tener valor para evitar el uno y practicar el
otro con perseverancia, sin echarse jamás atrás. Es menester
emprender a veces una guerra sin cuartel contra la carne, el espíritu
del mundo y el espíritu del mal. Es un hecho que nos rondan
enemigos pérfidos, astutos y muy poderosos.
No nos dejemos intimidar por ciertas sonrisas del mundo, por ciertas
palabras mal intencionadas; si cedemos en tales momentos, pronto
caeremos en los lazos de aquel que anda buscando y procurando
nuestra perdición, y que tanto más se ensaña en nosotros cuanto
comprende mejor la grandeza de nuestra vocación. El don de fortaleza
da a nuestro ánimo gran esfuerzo en el peligro acude en socorro de
nuestra paciencia en las pruebas prolongadas; él fue sostén de los
mártires y dio invencible constancia a las vírgenes cristianas, como
Inés y Cecilia, y santa Juana de Arco en la prisión y en la hoguera.
Corresponde, dice S. Agustín, a la bienaventuranza de aquellos que
tienen hambre y sed de justicia en medio de las contradicciones, y a
la de aquellos que se mantienen en santo entusiasmo espiritual aun
en lo más recio de la, persecución.
Mas en las circunstancias difíciles, en las que tan necesarios son
intensos actos del don de fortaleza, hace de evitar el escollo de la
temeridad, muy propia de los fanáticos. Para conseguirlo, es necesario
el don de consejo. El don de consejo tiene por fin suplir las
deficiencias de la virtud de la prudencia, cuanto ésta se ve envuelta
en la duda y no sabe qué partido tomar en medio de las dificultades,
en presencia de los adversarios. En este caso concreto, ¿se ha de
aguantar todavía con mansedumbre, o será necesario repeler con
firmeza al adversario? Y al encontrarnos con un hombre astuto, ¿cómo
conciliar "la simplicidad" de la paloma con la prudencia de la
serpiente".
En tales dificultades hemos de recurrir al Espíritu Santo que en
nosotros tiene su morada, y él nos llevará a aconsejarnos con
nuestros superiores, confesor o director; y nos hará precavidos contra
la impulsividad inconsiderada, y a la vez contra la pusilanimidad;
además nos dictará aquello a que el superior o director no alcancen.
El Divino Espíritu nos impedirá decir tal o cual palabra que dañaría a
la caridad; y si, a pesar de su advertencia, la pronunciáramos, tal vez
muy pronto se seguirán desórdenes, enojos y pérdidas de tiempo, en
detrimento, de la paz del alma, que tan fácil hubiera sido conservar.
El espíritu del mal se esfuerza en cambio en sembrar la cizaña y la
confusión, en transformar un grano de arena en una gran montaña; y
se sirve de cosas, mínimas para causar grandes, desconciertos.
Son a veces cosas de nonada las que detienen al alma en el camino
de la perfección; y esa pobre alma se deja envolver en hilitos de
araña que no tiene el coraje de romper: por ejemplo, en un hábito
contrario al recogimiento, a la humildad o al respeto debido a los
demás. Todos estos obstáculos desaparecen merced a las
inspiraciones del don de consejo, que corresponde a la
bienaventuranza de los misericordiosos. Son éstos, en efecto, muy
buenos consejeros que se olvidan de sí mismos, para correr en ayuda
de afligidos y menesterosos. Así como el don de consejo dirige
nuestra conducta allá donde fallaría la prudencia, por no acabar de
decidirse en ciertas coyunturas, de la misma manera tenemos
necesidad de un don superior que, supla las deficiencias de nuestra fe.
pues esta virtud sólo llega a los misterios de la vida intima de Dios a
través de múltiples fórmulas abstractas, que quisiéramos reunir en
una sola, que nos expresara con exactitud lo que es para nosotros el
Señor.
El don de inteligencia viene en nuestra ayuda mediante una luz
interior, que nos hace penetrar los misterios de salud y sospechar su
magnificencia. Si falta esta luz, acontécenos muchas veces oír la
palabra divina y leer diversas obras espirituales sin acabar de
comprender el profundo sentido de estos misterios de vida.
Permanecen como fórmulas sagradas almacenadas en la memoria,
mas su contenido no nos mueve. Y como esas divinas verdades no
han regado al fondo del alma, sigue el mundo seduciéndonos con sus
máximas.
El don de sabiduría es, en fin, según la enumeración de Isaías, el más
excelso de todos, como la caridad, a la que corresponde, es la más
elevada de las virtudes. Destaca a gran altura en S. Juan, S. Pablo, S.
Agustín y S. Tomás; y los levanta a juzgar de todas las cosas
relacionándolas con Dios, causa primera y último fin; y lo hacen así,
no como lo hace la teología adquirida, sino por aquella connaturalidad
o simpatía con las cosas divinas que proceden de la caridad. El
Espíritu Santo, mediante sus inspiraciones, se sirve de esta
connaturalidad para enseñarnos la belleza, la santidad y la plenitud
radiante de los misterios de la santa religión, que tan exquisitamente
responden a nuestras más elevadas y profundas aspiraciones. Se
opone a esta sabiduría la estulticia espiritual, de la que tantas veces
habla S. Pablo. Miradas las cosas de esa altura., se ve uno en la
precisión de decir que ciertos sabios son insensatos en su vana
ciencia, cuando, por ejemplo, a propósito de los orígenes del
Cristianismo, se obstinan en negar lo sobrenatural; así se despeñan
en manifiestos absurdos.
En más pequeña escala, algunos creyentes, instruidos en su religión,
pero dotados de poca madurez de criterio, se escandalizan ante el
misterio de la Cruz, que se continúa en la vida de la Iglesia; es que no
comprenden bien el valor de los medios sobrenaturales, de la oración,
de los sacramentos y de las pruebas sobrellevadas con amor; están
demasiado. preocupados por la cultura humana , y confunden a veces
liberalismo y caridad, así como confunden otros la cerrazón de espíritu
con la firmeza en la fe. El don de sabiduría, en. cambio, que es
principio de viva contemplación que dirige los actos, permite saborear
la bondad de Dios, verla manifestada en todos los acontecimientos,
aun en los más desagradables, ya que Dios no permite el mal sino en
vista de un bien superior, que más tarde hemos de ver, y que acaso
entrevemos ya desde ahora. El don de sabiduría nos hace así juzgar
de todas las cosas en relación con Dios; nos hace ver la relación de
causas y fines o, como se dice hoy, la escala de valores. Hace que
tengamos muy presente que no todo lo que brilla es oro, y que, al
contrario, se ocultan maravillas de gracia bajo las más humildes
apariencias, como en S. Benito José Labre y en la B. Ana María Taigi.
Este don permite a los santos abrazar con una mirada llena de amor
el plan de la Providencia; las dudas y oscuridades no les
desconciertan, y descubren, al Dios escondido; así como la abeja sabe
encontrar el néctar de las flores, el don de sabiduría extrae de todas
las cosas lecciones de la divina bondad.
Tráenos a la memoria que, como decía el Cardenal Newman "mil
dificultades no crean una duda", mientras no afecten al fundamento
mismo de la certeza. Por eso otras tantas dificultades que subsisten
en la interpretación de muchos libros del Antiguo Testamento y en el
del Apocalipsis, no son cosa para fundar una duda acerca del origen
divino de la religión de Israel o del Cristianismo. El don de sabiduría
trae así al alma sobrenaturalizada una gran paz, es decir, la
tranquilidad del orden de las cosas consideradas desde el punto de
vista divino. De ahí que ese don, dice S. Agustín, corresponda a la
bienaventuranza de los pacíficos, es decir de aquellos que guardan la
paz en los momentos en que muchos se turban, y son capaces de
devolverla a los que la perdieron. Es ésa una de las señales de la vía
unitiva. ¿Cómo es posible que muchas personas, después de haber
vivido cuarenta o cincuenta años en estado de gracia y recibido con
frecuencia la santa comunión, apenas den señales de la presencia de
los dones del Espíritu Santo en su conducta y en sus actos, se irriten
por una niñería, anden buscando los aplausos y lleven vida
completamente fuera de lo sobrenatural? Todo esto proviene de los
pecados veniales que con frecuencia cometen sin ninguna
preocupación; estas faltas y las inclinaciones que de ahí derivan
inclinan a estas almas hacia la tierra y mantienen como atados los
dones del Divino Espíritu, al modo de unas alas que no pueden
desplegarse. Tales almas no guardan ningún recogimiento; ni están
atentas a las inspiraciones del Espíritu Santo, que pasan inadvertidas;
por eso permanecen en la oscuridad no de las cosas sobrenaturales y
de la vida íntima con Dios, sino en la oscuridad interior que radica en
la materia en las pasiones desordenadas, el pecado y el error; ahí
esta la explicación de su inercia espiritual.
¿CÓMO HEMOS DE ESCUCHAR LA VOZ DEL ESPÍRITU SANTO?
Para ser dóciles al Espíritu Santo, Es preciso oír primero su voz. Y
para oírla es necesario el recogimiento, el desasimiento de sí propio,
la guarda de corazón, la mortificación de al voluntad y la del juicio
propio. Es cosa segura que si no guardamos silencio en nuestra alma,
y las voces de las afecciones humanas la turban, no han de llegar a
nosotros las voces del Maestro interior. Por eso el Señor somete a
veces nuestra sensibilidad a tan duras pruebas y en cierto modo la
crucifica: es con el fin de que acabe por someterse totalmente a la
voluntad animada por la caridad. Es cosa cierta que, si ordinariamente
vivimos con la preocupación de nosotros mismos, nos escucharemos a
nosotros o tal vez daremos oídos a una voz más pérfida y peligrosa,
que busca nuestra perdición. Por eso N. S. Jesucristo nos invita a
morir a nosotros como el grano de trigo en la tierra. Para poder, pues,
oír las divinas inspiraciones, preciso es permanecer callado en sí
mismo; mas, aun en este caso, la voz del Espíritu Santo sigue siendo
misteriosa. Como dijo Nuestro Señor, Joan., III, 8: "El viento sopla
cuando quiere; oyes su voz, mas no sabes de dónde viene ni dónde
va; así acontece a quienquiera que hubiere nacido del Espíritu."
Palabras misteriosas, que han de hacernos prudentes y reservados en
nuestros juicios sobre el prójimo, dóciles a las inclinaciones que el
Señor ha depositado en nosotros, y que son como el germen confuso
de un futuro conocido por la divina Providencia.
¿POR QUÉ ACTOS NOS DISPONEMOS A CONSEGUIR ESTA
DOCILIDAD?
1ª Sometiéndonos plenamente a la voluntad de Dios que conocemos
ya por los preceptos y consejos conformes con nuestra vocación.
Hagamos buen uso de las cosas que ya conocemos, que el Señor nos
irá haciendo conocer otras nuevas.
2ª Renovando con frecuencia la resolución de seguir en todo la
voluntad de Dios. Este propósito hace llover nuevas gracias sobre
nuestra alma. Repitamos frecuentemente las palabras de Jesús: " Mi
manjar es cumplir la voluntad de mi Padre" (Joan., IV, 34).
3ª Pidiendo sin cesar al Divino Espíritu luz y fuerza para cumplir la
voluntad de Dios. También es muy conveniente consagrarse al Espíritu
Santo, cuando uno se siente inclinado a ello, a fin de poner nuestra
alma bajo su guía y dirección. Para eso hemos de decirle esta oración:
"Oh Santo Espíritu, Espíritu divino de luz y amor: os consagro mi
inteligencia, mi voluntad, mi corazón, y todo mi ser en el tiempo y la
eternidad. Que mi inteligencia sea siempre dócil a vuestras celestiales
inspiraciones y a las enseñanzas de la Santa Iglesia Católica de la que
sois guía infalible; que mi corazón viva siempre inflamado en el amor
de Dios y del prójimo; que mi voluntad esté siempre conforme con la
voluntad divina, y que toda mi vida sea fiel imitación de la vida y
virtudes de N. Señor y Salvador Jesús, a quien con el Padre, y Vos,
divino Espíritu, sean dados siempre honor y gloria por los siglos de los
siglos" Santa Catalina de Sena solía orar: "Espíritu Santo, venid a mi
corazón; De consiguiente el cristiano que se ha consagrado a María
mediadora, por ejemplo según la fórmula de San Grignion de
Montfort, y luego al sagrado Corazón, encontrará tesoros
insospechados en la consagración renovada al Espíritu Santo. Toda la
influencia de María nos conduce a la mayor intimidad con Cristo, y la
humanidad del Salvador nos lleva al Espíritu Santo, que nos introduce
en el misterio de la adorable Trinidad. Sería muy conveniente hacer
esta consagración en Pentecostés y renovarla con frecuencia. Además,
en las situaciones difíciles, sobre todo, y al tomar una importante
decisión, hemos de pedir luz al Espíritu Santo, y no querer otra cosa
que cumplir su voluntad. Después, guiémonos sinceramente como
mejor nos parezca. Esa es la razón por la que, al dar comienzo a las
asambleas del clero y de los Capítulos de las Ordenes religiosas, se
pide la asistencia del Espíritu Santo mediante misas votivas dichas en
su honor.atraedlo a Vos con vuestro poder, Dios mío, y concédeme la
caridad y el temor filial. Guardadme, oh Amor inefable, de todo mal
pensamiento, inflamadme en vuestro dulcísimo amor, y toda pena me
parecerá ligera. ¡Padre mío, dulce Señor mío asistidme en todas mis
acciones! Jesús amor, Jesús amor". Los efectos de tal consagración, si
se hace con espíritu de fe profunda pueden ser provechosísimos. Si un
pacto hecho deliberadamente con el demonio lleva consigo efectos tan
desastrosos en el mal, la consagración al Espíritu Santo habrá de
producirlos aun mayores en orden al bien, porque es mayor la bondad
y poder de Dios que la malicia del enemigo.
Hemos de observar, en fin, los diversos movimientos del alma, para
ver claro los que son de Dios de los que no lo son. Los autores de
espiritualidad enseñan que todo lo que viene, de Dios, en un alma fiel
a la gracia, es ordinariamente tranquilo y sosegado; lo que viene del
demonio, es violento y produce turbación y ansiedades.