Un día en la vida de Jesús, María y José
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA
Entre el “Si quieres conocer a Andrés, vive con él un mes”, y el “caras vemos
corazones no sabemos” se encierran grandes verdades, pues para conocer a las
personas, no hay sino el trato constante. Este nos dirá lo que no pueden decirnos
las palabras y las promesas. Por eso mismo, si queremos conocer a la familia tan
especial formada por Jesús, María y José, tendríamos que pasar un día en sus
vidas, y así podríamos reconstruir las grandes verdades, los grandes ideales y la
profunda alegría que se vivía en el seno de aquella familia.
Ya se entiende que no era una familia exenta de problemas y de dolores. El
cuidado del niño tan especial que era Jesús, supuso dolores incontables desde antes
incluso de que éste naciera. Desde luego el origen misterioso y sobrenatural solo lo
supo su Madre María, la Santísima María, que a la hora de la verdad tendría una
sería dificultad para decir a sus padres y a su marido el origen tan especial de
aquella criatura que no fue fruto de una relación furtiva, adúltera, de noche y en la
oscuridad, sino la custodia confiada por un ángel de luz y de amor, el que pidió de
parte del Altísimo, permiso para obrar en ella el encantador prodigio de albergar en
su seno al que sería llamado Jesús, Salvador, Mesías, Rey, Hijo del Altísimo. Y luego
vino la salida al empadronamiento en tierras de José, a Belén, y el nacimiento del
niño ahí en tierra extraña, entre extraños, de noche, en un pesebre que no olía a
rosas ni a perfume, sino a los desechos y al vaho de los animales. Y vino la llegada
de los pastores y los sencillos, sin olvidarnos de los magos venidos de oriente, y
luego la huida a Egipto para escapar al niño de una muerte segura por la envidia y
orgullo de un rey cruel. Y al regreso, el establecimiento en un oscuro pueblecito
alegre y acogedor de Galilea, Nazaret, donde la Sagrada Familia pudo tener bellos
momentos de calma, sosiego y comunicación.
Hasta aquí viene nuestro intento por vivir un día en la vida de aquella familia
tan especial. La casa conforme a las costumbres de aquél tiempo, sería de un solo o
dos cuartos que servía absolutamente para todo. Por las mañanas, muy temprano
la oración, el momento que daba fuerzas, alegría y sencillez a todo el resto del día.
El almuerzo sencillo tomado sin prisas, en una agradable conversación, viendo
como el niño iba creciendo, convertido en la luz de aquel hogar, María pondría en
manos de José el itacate para el mediodía, y lo despedía, primero a él solo, y luego
cuando el niño fue creciendo, a los dos, que iban al trabajo, duro, pesado, agotador
de José, carpintero, ocupado entre el cortar los árboles, trocearlos, cargarlos, y
comenzar con tan noble material, la madera, las puertas, las ventanas para las
casas, o los arados para la siembra o a lo mejor, el ensamble de los maderos para
las barcas del cercano lago de Galilea. Mientras tanto, María, ocupada en traer con
el cántaro, el agua preciosa para todo lo que significa una casa, la bebida, los
alimentos y el aseo de la casa y de los cuerpos, luego traer también la leña,
preparar los alimentos, hacer el pan, y cuidar de algún otro pequeño encargado por
la vecina que hacía poco había tenido su cuarto niño. Por la tarde, cansados los dos
hombres de casa, venia el ritual que poco variaba, la llegada, el saludo afectuoso,
la cena a la luz de una lámpara de aceite colgada de un techo, luego la oración, de
rodillas, y muchas veces con la frente casi en el suelo, y después, un poquito más
de conversación, o quizá la convivencia con los vecinos del patio en común, o,
cuando los vecinos ya se habían recogido, el contemplar una noche de estrellas que
les ensanchaba el corazón y les hacía sentir la presencia cercana del Altísimo Dios
que les había concedido la dicha de custodiar nada menos que aquella criatura
encantadora que era Jesús, el Hijo de Dios.
La vida de esa familia tan especial, a juzgar por los hechos experimentados
en un día puede llegar a parecernos simplista, sin embargo tras esa sencillez, se
escondían muchas virtudes que fueron brotando bajo el contacto de María y José,
de aquél niño encantador, Jesús. Siento que Jesús no nació ya hecho. Se fue
haciendo, y de las virtudes de Cristo podemos sacar en claro lo que vivió,
experimentó y aprendió de aquellos admirables esposos y padres. Cristo recibió de
maría la delicadeza, el cuidado exquisito de los enfermos, cuando veía como
trataba María los hijos de la vecina Sara que estaba enferma después de su parto, y
con cuidado atendía a aquella mujer de la que todos huían, que había venido vieja
y cansada desde la gran Jerusalén, que tenía una enfermedad rara, que se
descubrió después que era el efecto de los desmanes de una vida disoluta. A María
no le importaba eso, era mujer y eso bastaba. Cristo aprendió bien la lección, pues
de grande no le importó tampoco que la gente de “mala vida” se le acercara, las
prostitutas, los publicanos, gente muy mal vista en su medio, y hacerse acompañar
por ellos.
Y de José, Cristo recibió, por una parte, la reciedumbre, la fortaleza, el
mostrarse incansable buscando a los hombres donde quiera que se encontraran, sin
tomarse descanso, mostrándose infatigable después de un largo día de trabajo, de
atención a todos los que quisieran acercarse a él. Pero también, de José recibió
Jesús la lección práctica de la oración. El corazón de Cristo se ensanchaba cada día,
cuando pequeñito, veía a su padre en adopción, de rodillas, con la frente casi en el
suelo, elevando alegres plegarias a Papá Dios, después de un fatigoso día de
trabajo. Luego fue el aprendizaje de los salmos, que se cantaban en casa en todas
las ocasiones, en los momentos alegres, como en los momentos tristes, en los
momentos de dicha, como también en los momentos de enfermedad. Algunas obras
de arte muestran a José muriendo en brazos de Cristo mientras con gran sencillez y
serenidad entonaban un salmo, preparando a aquel hombre admirable para el
trance doloroso de la muerte. Adulto, Cristo, fiel a la lección tantas veces
experimentada en casa, pasaba largos momentos de oración y de contemplación de
su buen padre Dios, a quien le encomendaba el cuidado de todos aquellos que él le
había confiado.
El esfuerzo de aquella pareja no fue infructuoso. Su obra queda plasmada en
ese prodigio de hombre que fue Cristo Jesús. Es la imagen del hombre perfecto.
Sublime hasta tocar y abrir los mismos cielos, pero tan humano que no excluía de
su corazón a ningún hombre sobre la tierra.
Hay que decir que la vida de la familia hoy, en el siglo XXI es muy distinta a
la de Nazaret, las cosas se vuelven hoy muy complicadas para las nuevas familias.
Todos tienen quehacer y mucha prisa, por una vida que se vive muchas veces fuera
de casa, convirtiendo el hogar simplemente en un lugar para dormir e intercambiar
solo algunos momentos de la mañana o de la noche, mientras se preparan de
prisita los alimentos, o se tiende la ropa salida a borbotones de la lavadora
automática. Los hijos no añoran porque no conocieron otras épocas, pero sí desean
el cariño, la ternura, la delicadeza, la fortaleza y la atención por ellos mismos y por
los demás que eran el pan de cada día en la familia de Nazaret. Sin embargo, en
medio de las complicaciones en que se ve metida la familia de hoy, se antoja, se
necesita y urge volver a la sencillez, a la simpleza y a la alegría de Nazaret. Que
cada familia invoque la protección de la Sagrada Familia, para que los padres,
olvidándose un poquito de sí mismos, puedan darse todo el tiempo del mundo en ir
sacando a flote todas las virtudes y la orientación de fe que las nuevas
generaciones necesitan, para que formando nuevos Cristos en cada uno de los
hijos, podamos soñar y despertar en un mundo unido, en la paz y en el amor, a la
casa de nuestro Buen Padre Dios.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
alberami@prodigy.net.mx