L A I GLESIA NOS CONDUCE A LA ADORACIÓN DEL C ORDERO DEL ALTAR , J ESÚS E UCARISTÍA
(Domingo I – TC – Ciclo A –)
“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) y allí fue tentado por el
demonio” (cfr. Mt 4, 1-11). El demonio tienta a Jesús con tres tentaciones: con el
apetito corporal, con el orgullo y con la codicia, y en tres lugares distintos: en el
desierto, en el Templo y en la montaña.
Tienta a Jesús con el apetito corporal en el desierto, después de que Jesús
hiciera cuarenta días de ayuno corporal; sabe que, aún si llegara a ser Dios, como
tiene un cuerpo humano, necesita alimentarse luego de un período tan prolongado de
ayuno, y por eso le dice que convierta a las piedras en panes. Jesús no solo no cede a
la tentación, sino que nos hace ver que, más importante que el alimento corporal, es
el alimento del espíritu, y el alimento del espíritu es la Palabra de Dios: “El hombre no
vive solo de pan, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios”.
Y como Jesús es la Palabra de Dios, hará un milagro infinitamente mayor que
convertir piedras en panes: convertirá su cuerpo resucitado en Pan de Vida eterna y lo
donará como alimento en el banquete eucarístico, para alimentar a los hijos de Dios
que peregrinan en el desierto del mundo con el alimento del espíritu, la Palabra de
Dios.
La enseñanza de Jesús es válida también para la Iglesia: debido a que el
hombre no vive solo del pan material, sino principalmente del pan del espíritu, la
misión de la Iglesia no es principalmente la asistencia social ni el dar de comer, sino la
evangelización, es decir, la difusión de la Palabra de Dios.
Luego el demonio lleva a Jesús a lo más alto del Templo, y lo tienta con el
orgullo, intentando que cometa un pecado de presunción, obligando a Dios a realizar
un milagro absurdo, solo porque se le antoja: al arrojarse desde lo más alto del
Templo, obligaría a Dios a realizar un milagro –no puede Dios permitir que su Hijo
sufra daño alguno- pero sería absurdo y temerario, porque Dios no tiene obligación de
satisfacer las ocurrencias de sus creaturas. Si Jesús se arrojara al vacío desde lo más
alto del Templo, estaría obligando a Dios a realizar un milagro, por otra parte,
absurdo, para evitar que su Hijo Único se hiciera daño. Por este motivo Jesús contesta
diciendo: “No tentarás al Seor, tu Dios”.
Esta presunción, nacida del orgullo, está presente en los bautizados, cuando
intencionalmente, por mal uso de su libertad, se colocan en un callejón sin salida y
luego culpan a Dios por los males que sufren.
Pensemos en alguien que intencional y libremente se alcoholizara o consumiera
drogas, que sufriera un accidente y que luego culpara a Dios por lo que le sucede.
Es significativo también el lugar en donde se produce esta tentación, que es lo
más alto del Templo, un lugar religioso, un lugar de lo sagrado.
Quiere decir que el demonio actúa en todo lugar, incluido el lugar sagrado, la
Iglesia, y sobre todo tipo de personas. Si le fue permitido tentar a Jesús, Sumo
Sacerdote, también le es permitido tentar a los sacerdotes y a los religiosos, pero no
solo a ellos, sino a todos los que acuden a la Iglesia, como los bautizados. A los
bautizados los tienta con el orgullo religioso, con el orgullo de hacer creer que los
dones y las gracias de Dios se deben al propio merecimiento y no que son pura gracia
y misericordia divina. El orgullo religioso conduce además al alma no solo a juzgar a
Dios, a ser jueces del Sumo Juez, sino a colocarse en el lugar mismo de Dios. La
tentación religiosa, la tentación del fariseo, es la de convertir al propio yo en la ley
suprema y en la medida de todo lo que es, de modo que no existe nada por encima
del propio yo –para cuántos católicos lo que cuenta no es la palabra de Cristo en la
tierra, el Papa, sino el juicio de la propia conciencia-: esta tentación finaliza no solo en
la adoración del demonio, sino en algo mucho más sutil y escondido y por lo tanto
más peligroso, la auto-adoración idolátrica del propio yo.
El último lugar de las tentaciones es la montaña, pero tampoco allí Jesús cae en
la trampa: el demonio promete los reinos de la tierra –el ascenso social, el poder, el
prestigio, el dinero- a cambio de una aberración, el adorarlo a él en el lugar de Dios.
“Solo a Dios adorarás”, dice Jesús, haciéndonos ver el peligro que traen consigo las
riquezas malhabidas, y el peligro más grande es el de adorar a un espíritu que no es
el de Dios.
Jesús fue tentado en el desierto, con tres tentaciones distintas, y esas mismas
tentaciones están hoy en el mundo actual, ya que el demonio obra en el mundo. Es la
Iglesia la que no solo nos advierte acerca de estas tentaciones, sino que nos guía en
el camino que conduce a Dios Trino.
Contra la tentación de olvidarnos que el espíritu está por encima del cuerpo y
que necesita un alimento principal, que es la Palabra de Dios, la Iglesia nos dice que
nuestra misión como bautizados no es el de ser asistentes sociales, no es el de quitar
el hambre corporal del mundo, sino la de quitar el hambre espiritual, la sed de Dios
que tienen las almas, y que por lo tanto, como hijos de Dios, estamos llamados en
primer lugar a evangelizar, a difundir la Palabra de Dios.
Contra la tentación del orgullo, que nos lleva a colocarnos en el lugar de Dios y
a juzgar no solo los hechos, sino a Dios mismo, poniéndonos en la situación de ser
jueces de Dios, del Supremo Juez, la Iglesia nos repite lo mismo que dijera Jesús al
demonio: “No tentarás al Seor tu Dios; no seas temerario en tus juicios; no culpes a
Dios de tu libertad mal usada, no te pongas en el lugar de Dios, pretendiendo ser juez
del Sumo Juez; no tientes a Dios con tu orgullo, poniéndote en su lugar, pasando por
encima de su Vicario; pide la luz del Espíritu Santo, que guíe tus pensamientos, tus
deseos y tu obrar en la imitación del humilde Cordero del altar”.
Contra la tentación de la codicia, que nos lleva a desear los reinos de la tierra –
y, en muchos casos, a conseguirlos- aún a costa de traicionar a Dios, cometiendo la
aberración más espantosa y el pecado más horrible que pueda haber, la abominación
de la desolación, la adoración del demonio, la Iglesia no nos promete los reinos de la
tierra, sino el Reino de Dios; no ofrece poder y prestigio social, sino la desolación y la
humillación de la cruz, y no permite la falsa adoración del dinero y del demonio, sino
que nos conduce a la adoracin del Cordero del altar, Jesús Eucaristía: “No te dejes
deslumbrar por el brillo del oro, antes bien, adora al humilde Cordero del altar del
sacrificio, que derrama su sangre por ti en el cáliz de la salvación y permanece con la
vista fija en la Hostia del altar hasta que Él vuelva”.
Padre Álvaro Sánchez Rueda