A L RECIBIR A J ESÚS E UCARISTÍA EN LA COMUNIÓN , RECIBIMOS AL C RISTO DE LA P ASIÓN Y AL C RISTO
DE LA T RANSFIGURACIÓN , EL ÚNICO Y MISMO C RISTO QUE NOS ACOMPAÑA EN EL CAMINO DE LA CRUZ
(Domingo II – TC – Ciclo A –)
“Jesús se transfiguró” (cfr. Mt 17, 1-9). La Transfiguración es la manifestación de la luz y
la luz es la gloria de Dios, es decir, en la Transfiguración, la gloria, la santidad divina, se hace
manifiesta, visible. La luz de la Transfiguración, que es la misma luz de la Resurrección, es la luz
de la gloria divina, que se manifiesta a través de la humanidad de Jesús, Hijo de Dios.
Aunque Jesús recién se presenta transfigurado en el Monte Tabor, en realidad, este
aspecto suyo glorioso y luminoso, es su estado natural; es el estado natural de la naturaleza
humana de Jesús, Hijo de Dios encarnado: así debería haberse visto Jesús al nacer y así debería
haberse visto durante toda su vida, porque siendo Él Dios en Persona, es esta misma luz y
comunica de su luminoso ser divino a su humanidad asumida hipostáticamente, personalmente,
en el seno virgen de María.
Jesús debería haber aparecido así en su Nacimiento, en Belén, y debería haber
permanecido así toda su vida, pero en vez de manifestar esta luz, la oculta y aparece ante los
demás como un hombre cualquiera, y de tal manera aparece ante los demás como un hombre
más, que muchos lo llaman “el hijo del carpintero”. Nada había en su aspecto exterior que
hiciera suponer que era el Dios luz en Persona.
Jesús oculta su luz y su gloria divina durante toda su vida terrena, con excepción de este
breve momento de la Transfiguración, y lo hace para poder sufrir la Pasión 1 . Si Jesús hubiera
permanecido cubierto de luz y de gloria, hubiera sido impasible, es decir, no habría podido
sufrir, y por lo tanto no habría podido demostrar su amor por la humanidad.
Justamente, para poder sufrir la Pasión, es que oculta su luz, por un milagro infinitamente
mayor que el de la Transfiguración: sin la impasibilidad que le otorgaba la gloria y la luz divina,
Jesús se vuelve capaz de sufrir la Pasión, y con esto, de demostrar su infinito amor por la
humanidad.
Jesús transfigurado, resplandeciente de luz y de gloria divina en el Monte Tabor, es
incapaz de sufrir, porque está envuelto precisamente en la luz del ser divino, que da fel icidad
completa y absoluta a la humanidad y no permite sufrir; es por esto que los santos en el cielo
no sufren y es por esto que Jesús resucitado ya no muere más y no sufre más.
Para poder sufrir la Pasión Jesús necesita que esta humanidad suya sea pasible, sea capaz
de sufrir, para así demostrar, con la entrega de su vida en el sacrificio de la cruz, cuánto ama a
la humanidad, de ahí que si la Transfiguración es un milagro, el anonadamiento de la Pasión,
por el cual oculta su luz y su gloria divina, sea i nmensamente mayor a la gloria de la
Transfiguración y de la Resurrección 2 .
Si el milagro de la Transfiguración, por el cual la humanidad del Verbo de Dios se cubre
de luz y de gloria divina , llena de admiración, este milagro, el de ocultar esa gloria y esa luz
para poder sufrir la Pasión por amor a Dios y a los hombres, milagro que permite que el cuerpo
de Jesús se cubra no ya de luz y de gloria divina, sino de sangre, de oprobio, y de humillación,
debería encender al alma en amor sin límites por el Cordero de Dios, que de esta manera,
sufriendo el suplicio de la Pasión, demuestra su infinito amor por la humanidad.
A la contemplación de Cristo Transfigurado, resplandeciente de luz y de gloria divina,
rodeado de discípulos, acompañado de profetas, protegido p or la voz del Padre que se hace
sentir en la cumbre del Monte de la Transfiguración, se debe contraponer la contemplación del
Cristo Crucificado, colmado de oprobios, de insultos y de vilezas, de sangre y de escupitajos,
abandonado de todos, menos de su Ma dre; abandonado de sus discípulos y hasta de su Padre
en el cielo, en un abandono tan prolongado e intenso que lo hace clamar “Elí, Elí, lamá
sabactaní, es decir, “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” 3 , todo en la cumbre de
un Monte, no el pacífico monte de la Transfiguración, sino en el Monte del Calvario, en la cima
de ese monte, en la cruz.
1 Cfr. M ATTHIAS J OSEPH S CHEEBEN , Los misterios del cristianismo , Ediciones Herder, Barcelona 1964, 451.
2 Cfr. Scheeben, ibidem .
3 Cfr. Mc 15, 34.
Al milagro de la Transfiguración, por el cual la humanidad del Verbo se ilumina y
resplandece con la luz y el esplendor de la divinidad del Padre, le sucede el milagro de la Pasión,
por el cual la humanidad del Verbo se cubre de ignominia y de humillación, de oprobios, de
insultos y de sangre, por parte de los hombres, con la permisión del Padre.
Parecen dos seres distintos, este Cristo Transfigurado, glorioso, luminoso,
resplandeciente, acompañado de sus discípulos, del Padre, y el Cristo de la Pasión, desfigurado,
golpeado, maltratado, abandonado de todos, solo, triste, llorando amargas lágrimas de dolor, de
tristeza y de soledad, porque todos, menos su Madre, la Virgen, lo han abandonado.
Parecen dos seres distintos, y sin embargo, son uno y el mismo: el Cristo del Monte Tabor
es el Cristo del Monte Calvario, y será luego el Cristo resucitado, el Cristo que emerja del
sepulcro, vivo y glorioso, luminoso nuevamente, esta vez para no ser más abandonado ni
ultrajado por los hombres. A la luz se llega por la cruz, a la resurrección se llega por la Pasión y
la fuerza para afrontar la dureza de la Pasión la obtiene el cristiano contemplando la divinidad de
Cristo transfigurado.
“Cristo se transfiguró, sus vestiduras y su rostro se volvieron resplandecientes (…)”.
Luego de la Transfiguración, el aspecto exterior de Jesús vuelve a ser como el de antes:
exteriormente, parece un hombre más, “el hijo del carpintero”, como dirán muchos. Nada en su
aspecto exterior llevaría a decir que es el Hijo de Dios y, sin embargo, lo es: debajo o dentro de
su humanidad, se esconde la divinidad, resplandeciente y luminosa, tal como lo demuestra en la
Transfiguración y lo demostrará luego, para siempre, en la Resurrección.
Lo sucedido en Jesús hace veinte siglos está lejos de haber quedado en el olvido: Jesús
reproduce, en el misterio eucarístico y en el misterio de la Iglesia, su Transfiguración y su
Pasión, y lo hace para que también nosotros reproduzcamos, en nuestras vidas, su misterio
pascual de muerte y resurrección.
En la Eucaristía, Jesús oculta su divinidad, como luego de la Transfiguración, para
donarnos su vida eterna, para acompañarnos en el camino de la cruz.
Así como luego de la Transfiguración Jesucristo ocultó su divinidad para poder padecer la
cruz, así sucede con la Eucaristía: nada en su aspecto exterior –parece un pan común y
corriente, sin levadura- hace suponer que detrás y dentro de la Eucaristía se encuentra el
misterio del Hombre-Dios, se encuentra el mismo Hombre-Dios, Jesucristo, en Persona.
Pero también así como en la Transfiguración nos hizo ver que en su humanidad se
ocultaba su divinidad, así en la Eucaristía nos hace ver que debajo de lo que parece ser pan, se
encuentra Él en Persona, el Cordero de Dios, el Hijo de Dios, que viene a donarnos su vida
eterna.
Al recibir a Jesús Eucaristía en la comunión, recibimos al Cristo de la Pasión y al Cristo de
la Transfiguración, el único y mismo Cristo que nos acompaña, por el camino de la cruz, hacia la
Resurrección.
Padre Álvaro Sánchez Rueda