El Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Ciclo A.
"El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él".
Pautas para la homilia
Uno de los primeros elementos que nos trasmite la Palabra de Dios en esta
solemnidad es la categoría de recuerdo. La primera lectura tomada del libro del
Deuteronomio nos habla de la importancia de recordar la historia, mejor dicho, la
relación, la presencia de Dios en nuestras vidas. Cotidianamente cuando celebro la
Eucaristía, en el momento del perdón que juntos como comunidad hacemos al inicio
de la gran fiesta de acción de gracias, me gusta invitarme a mí mismo y a los
demás a pedir perdón sobre todo por nuestra poca memoria de la acción y
presencia salvífica que de Dios tenemos en nuestra vivir cotidiano.
Nos sucede, de manera muy similar, a lo que ocurre en invierno cuando nos
levantamos de la cama y nos vestimos: al principio sentimos fría la camiseta que
nos ponemos y notamos que ella está pegada a nuestro cuerpo. Poco a poco la
camiseta adquiere la temperatura corporal y durante todo el día nos olvidamos de
que la llevamos. Pero esto no significa que la camiseta haya dejado de hacer su
labor de protegernos del frío. Con el Señor nos pasa algo similar. Es lo que decía mi
abuela… que de santa Bárbara… solo cuando truena. Pues eso. Hacernos
conscientes de la presencia de Dios, recordar su relación con nosotros nos ayudará
a vivirnos más conscientes de ello, más agradecidos y agraciados. La eucaristía, el
cuerpo partido y repartido de Cristo en la última cena es también ese recuerdo, ese
memorial de una vida que se dona a favor nuestro. Esa actualización permanente
del gesto que está llamado a repetirse de manera análoga en nuestra vida.
Recuerdo y memorial.
Recordar. Ese volver a pasar por el corazón lo importante de las personas que
conforman nuestra vida es una acción de gracias y a la vez un alimento, la
“gasolina” del motor de nuestras vidas. Ya lo decía Timothy Radcliffe, antiguo
maestro de la Orden de Predicadores: es necesario recordar lo vivido, nuestra
historia, nuestras tradiciones, los hermanos que han caminado y hecho historia con
nosotros y antes que nosotros…. Pero no por mero afán nostálgico, sino para crecer
en actitud de agradecimiento y sobre todo para sentirnos parte. Sentirnos parte de
la vida de Dios. Sabernos importantes para el corazón del Señor. Esta es la gran
lección del recuerdo de la acción de Dios en la historia. Quizá me atrevería a decir,
y con cierto temblor, que es ésta la gran tarea necesaria del cristiano: hacer
memorial de la vida… la del Señor Jesús en la Eucaristía y la de todos y cada uno de
nosotros en la vivencia de la fe.
Pero hay un paso más en este día del Corpus Christi: el cuerpo y la sangre de
Jesucristo se hacen alimento permanente para nosotros. La lectura del evangelio de
san Juan nos insiste en la simbología del pan vivo bajado del cielo. Comer su
cuerpo y beber su sangre es mucho más que el acto físico. Es entrar a formar parte
de la vida misma de Jesucristo y por tanto de Dios. Es sentirnos implicados en la
vida de Cristo de tal manera que nos lleve a vivir y a actuar al modo de Jesús, con
sus intenciones y formas. Esta idea de formar parte de la vida nos la recuerda una
de las grandes mujeres de la mística cristiana. En el corazón de esa relación venida
del alimento que supone la misma vida compartida hallamos el encuentro, la
presencia constante de Cristo. En el siglo XIV Juliana de Norwich, no sólo llamaba a
Dios nuestra 'madre', sino que también al mismo Cristo apelaba de la misma
manera: Jesús es nuestra madre. Esto puede parecer muy extraño, incluso poco
dogmático. Pero, como siempre, Juliana de Norwich quería decir algo luminoso en lo
que afirmaba, había en su decir razones profundas para decir lo que decía. Ella no
quería decir que Jesús fuese como nuestra madre. Se refería justamente al
contrario: nuestra madre es como Jesús. La madre alimenta a su hijo desde su
propio cuerpo, con su propio cuerpo y vida. El cuidado de una madre para con su
hijo puede ser la mejor imagen que tenemos de Dios… y de Jesús. Alimentarnos
con su propia vida.
Y el paso final, siempre es la pregunta. Pregunta o preguntas que cada uno de
nosotros como creyentes tenemos que respondernos en un diálogo de amistad con
el Señor. ¿Me siento alimentado por Cristo en la Eucaristía, en cada encuentro que
realizo con Él? Y yo… como seguidor de Jesús: ¿es mi vida un espacio, una realidad
compartida que da vida a los de mí alrededor? Dice Jesús que comiendo su carne y
bebiendo su sangre habitamos uno en el otro, como un niño habita en su madre.
La implicación que supone confesar y celebrar el Corpus Christi va mucho más allá
de una bonita reflexión sobre la comunión eucarística o de la bella oración y
melodía del Ave verum corpus tomístico. Cuando uno está realmente implicado se
delata a sí mismo como tal. ¿Cómo de implicados estamos quienes comulgamos día
sí día también? ¿En qué se nos nota?
Somos parte de la vida de Dios.
Fr. Ismael González Rojas
Convento de San Esteban (Salamanca)
(con permiso de dominicos.org)