XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Zac 9, 9-10; Sal 144; Rm 8, 9.11-13; Mat 11, 25-30
En aquel tiempo tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te bendigo Padre, Seor del
Cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha
sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al hijo sino el Padre, ni al Padre le
conoce nadie sino el hijo, y aquel a quien el hijo se lo quiera revelar”. “Venid a mi
todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad
sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga
ligera”.
En este domingo XIV del tiempo ordinario, el evangelio nos pone frente a la acción
de gracias y bendición que Cristo eleva al Padre, palabras que sólo las encontramos
en este pasaje. Cuando Cristo nos dice que no se le ha revelado ni a los sabios ni a
los inteligentes el misterio del Padre, no está queriendo significar con sus palabras
que el conocimiento del hombre sea un impedimento para entrar en el misterio de
Dios, sino que muchas veces la inteligencia y la sabiduría humana pueden llevar al
hombre a desvirtuar o querer personalizar según sus ideas el proyecto de Dios en
su vida.
Según el sentido del Evangelio del presente domingo, los pequeños, los pobres son
aquellos que viven llenos del amor de Dios, confiados y abandonados totalmente en
la voluntad del Dios único, y por lo tanto abiertos a que Dios en ellos, como lo ha
hecho en Cristo, pueda realizar su obra; en las palabras de nuestro Beato Papa
Juan Pablo II, el hombre ha sido creado por Dios para la eternidad y para vivir en
este mundo en la santidad, estos son “los pequeos” de quienes hace referencia el
Evangelio.
En las lecturas de las últimas semanas se nos ha hecho presente la llamada de
Jesucristo a seguirle y también la misión de anunciar el Evangelio. En la presente
semana escuchamos la invitación a vivir en unión con Cristo. Una unión que solo los
sencillos, solamente aquellos que no se creen sabios ni entendidos, hombres y
mujeres que andan cansados y agobiados, pueden experimentar.
El Beato Papa Juan Pablo II nos explica al respecto: «...en los años de su vida
pública, (Cristo) repitió con insistencia que solamente aquellos que se hubiesen
hecho como niños podrían entrar en el Reino de los Cielos (Mt 18,3; Mc 10,15; Lc
18,17; Jn 3,3). En sus palabras, el niño se convierte en la imagen elocuente del
discípulo llamado a seguir al Maestro divino con la docilidad de un niño (...)
“Convertirse” en pequeos y “acoger” a los pequeos son dos aspectos de una
única enseñanza, que el Señor renueva a sus discípulos en nuestro tiempo. Sólo
aquél que se hace “pequeo” es capaz de acoger con amor a los hermanos más
“pequeos”... (Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma 2004, 8 de diciembre de
2003).
El ser pequeño y estar cansado y agobiado, son dos situaciones diferentes en cada
hombre. El pequeño es uno que se deja conducir, llevar por otro, y este otro para el
creyente es Cristo. El estar cansado y agobiado es la situación a la que ha llegado
la persona que ha puesto todo de sí (sus fuerzas y voluntad personal), para lograr o
alcanzar algo, pero la meta sigue siéndole inalcanzable; tantas personas, por eso,
hoy en nuestros días llegan a la depresión o al suicidio porque no encuentran una
respuesta a sus esfuerzos, porque no acogen en su corazón la mentalidad y el
espíritu de los pequeños, del cual nos habla el evangelio. Así se comprende el
significado de la expresión: «...mi yugo es suave y mi carga ligera...» porque el
"yugo" evoca las numerosas pruebas que el humilde tendrá que afrontar, pero se
nos manifiesta cuán suave es el "yugo" de Cristo y cuán ligera es realmente su
carga cuando esta es aceptada apoyados en el Señor que nos ama. La vida y la
misión de los humildes, “los pequeos”, es testimonio de que las dificultades y los
dolores, si se aceptan por amor, se transforman en un camino privilegiado que lleva
a la conversión y a la santidad, que abre al creyente hacia perspectivas de un bien
mayor que sólo el Señor conoce.
El plan de Dios no puede ser acogido más que por aquellos que se presentan ante
Él conscientes de su incapacidad, de su vacío y pequeñez, con la pobreza radical
que caracteriza al ser humano, con la actitud de humildad y esperanzada búsqueda
de Alguien que pueda llenar sus vidas. Los magistrados y los fariseos, los sabios y
los entendidos, los que sabían las leyes no escucharon la palabra de Dios. Porque el
Evangelio no es una palabra para el estudio de los sabios, sino una palabra de vida
para la salvación. Por ello para escuchar el Evangelio y para acogerlo hace falta
tener un corazón libre de la sabiduría del mundo que vuelve soberbio al corazón,
para escuchar y acoger el Evangelio hace falta abandonarse a la voluntad y a las
exigencias del amor y no defenderse ante la verdad que la propia palabra va
manifestando en nuestras vidas.
El Papa Benedicto XVI nos dice: «... En la humildad nos precede el Señor. En la
carta a los Filipenses, san Pablo nos recuerda que Cristo, que estaba sobre todos
nosotros, que era realmente divino en la gloria de Dios, se humilló, se despojó de
su rango haciéndose hombre, aceptando toda la fragilidad del ser humano, llegando
hasta la obediencia última de la cruz (cf. 2, 5-8). «Humildad» no quiere decir falsa
modestia agradecemos los dones que el Señor nos ha concedido, sino que
indica que somos conscientes de que todo lo que podemos hacer es don de Dios, se
nos concede para el reino de Dios...» (Benedicto XVI, Lectio Divina con los párrocos
y sacerdotes de Roma, 10 de marzo 2011).
Como dice el Apstol Pablo en la segunda lectura: vivamos según el Espíritu.
Esto quiere decir a vivir en la Gracia del amor de Dios y no según nuestros
proyectos, sino abiertos a la voluntad de Dios en medio de esta generación.
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar