Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús - Ciclo A
Aplicación - Garrigou Lagrange
La mansedumbre natural y sus frutos
La mansedumbre debe acompañar a la paciencia, mas difiere de ésta
en que tiene como efecto especial, no precisamente sobrellevar las
contrariedades de la vida, sino refrenar los movimientos desordenados
de la ir a . La mansedumbre, como virtud, difiere de la mansedumbre,
hija del temperamento, en que, en circunstancias especiales, impone
la rectitud de la razón, iluminada por la fe, a la sensibilidad turbada
por la ira. Esta virtud es superior a la apacibilidad del temperamento,
como la virtud de castidad supera a la pulcra inclinación natural que
se llama pudor, o como la virtud de misericordia es de mayor
excelencia que la piedad sensible. La placidez de temperamento se
ejercita sin dificultad para con aquellas personas que son de nuestro
agrado, y con frecuencia va acompañada de dureza para con los
demás. La mansedumbre, en cuanto es virtud, evita esta amargura y
dureza, en todas las circunstancias y con todas las personas. Además,
cuando le es necesario echar mano de la severidad, necesaria a veces,
sabe hacerla ir acompañada de un amable aire de tranquilidad, como
la clemencia que mitiga el castigo merecido. La mansedumbre, como
la templanza, es amiga de la moderación y de la mesura, que
comunica a la sensibilidad perturbada la luz de la razón y de la
graci a .
La mansedumbre, así entendida, ha de reinar, no sólo en nuestras
palabras y comportamiento general, sino también en nuestro corazón;
de lo contrario no sería sino cosa artificial. Como lo nota S. Francisco
de Sales, cuando esa virtud va inspirada en un motivo sobrenatural y
se la practica aun para con aquellas personas que son violentas, la
mansedumbre es la flor de la caridad. "Caritas benigna est", la caridad
es benigna y dulce, dice S. Pablo. Es la flor en una planta la parte
visible más bella, la que más atrae las miradas, y a pesar de su
fragilidad, es muy grande su importancia, pues protege al fruto tierno
que en ella comienza a formarse.
De modo semejante, la mansedumbre es lo más visible y agradable
en la práctica de la caridad; es lo que constituye su encanto. Echase
de ver en la mirada, en la sonrisa, en las actitudes, en las maneras
del lenguaje; ella hace que se estime doblemente un favor que
hacemos. Y además sirve de protección a los frutos de la caridad y del
celo: consigue que se reciban bien los consejos y aun los reproches.
Es tiempo perdido el celo por el prójimo, si no va junto con la
amabilidad y el cariño; sin éstos son inútiles todas las buenas
intenciones, porque se da la impresión de que se habla por pasión
más bien que por razón y prudencia, y en tal caso resulta inútil todo.
La mansedumbre es particularmente meritoria cuando se la practica
con aquellos que nos hacen sufrir; porque entonces no puede menos
de ser sobrenatural, sin mezcla de vana sensiblería; de Dios sólo
procede y llega con frecuencia hasta el corazón de quien contra toda
justicia estaba irritado con nosotros. Acordémonos de que la oración
de S. Esteban atrajo la gracia sobre el alma de S. Pablo, que
guardaba los vestidos de los que apedreaban al primer mártir de la
Iglesia. La mansedumbre desarma a los violentos.
S. Francisco de Sale s , que se complace mucho en las comparaciones
traídas de la historia natural, escribe: "Ninguna cosa calma mejor al
elefante encolerizado que la vista de un corderito, y nada mejor que la
lana para detener
la furia de las balas". De igual manera la cristiana mansedumbre, que
aconseja presentar la mejilla derecha cuando se nos golpea la
izquierda, desarma muchas veces al iracundo. Es este la caña a medio
quebrar; si se le responde en su mismo tono, se la acaba de romper
del todo; si se le responde con amabilidad y dulzura, poco a poco se
va irguiendo.
S. Francisco de Sales dice asimismo: "Vale más hacer penitentes con
la dulzura que hipócritas con la severidad". En sus cartas repite sin
cesar estas recomendaciones: "Cuidad mucho de no perder la
amabilidad que debéis tener para con todos; que ésa es la primera
virtud que nuestro Señor nos ha recomendad o ; más si alguna vez os
acontece obrar de otra manera, no perdáis la paz, antes comenzad de
nuevo y seguid adelante con toda paz y dulzura, como antes". Es
sabido que el santo obispo de Ginebra se complacía en decir que más
moscas se cazan con miel que con sal y vinagre.
Necesario es el celo, mas éste ha de ser paciente y reposado.
Hase de evitar, por consiguiente, el celo amargo, que en todas formas
y en todo momento sermonea, y que tantas reformas ha hecho
fracasar en las órdenes religiosas. Contra este celo, que no es caridad,
sino soberbia, se expresaba S.
Juan de la Cruz cuando decía: "Poned amor donde no le hay, y
recogeréis amor .
Hase de advertir igualmente que la mansedumbre corresponde al don
de piedad, según S. Agustín y S. Tomá s . Este don, en efecto,
inspíranos muy tierno afecto hacia el Señor, yhace que le
consideremos como padre amorosísimo, y, en consecuencia, nos hace
ver en los hombres, no a extraños o rivales, sino a hermanos, es decir
a hijos de nuestro Padre comú n ; y además que digamos con gran
fervor, por nosotros y por los demás: "Padre nuestro que estás en los
cielos: que vuestro nombre sea santificado, venga a nos tu reino...".
Por él deseamos que el reino de Dios penetre profundamente en
nosotros y en nuestros hermanos; y tal anhelo trae a nuestras almas
una gran dulzura sobrenatural que irradia sobre el prójimo; tal
dulzura, unida al don de piedad, es como la flor de la caridad.
Para practicar esta virtud como es debido, hemos de contemplarla en
Nuestro Señor. Es en él, indudablemente, una mansedumbre
sobrenatural, que nace del celo por la salud de las almas.
Isaías había anunciado al Salvador con estas palabras: "Su voz no se
dejará oír fuera; no acabará de quebrar la caña a medio romper, ni
extinguirá el pabilo que aun humea" (Is., XLIII, 3). Jesús dijo a S.
Pedro: "Has de perdonar setenta veces siete", es decir siempre (Mat.,
XVIII, 22). Y quiso ser llamado "El Cordero de Dios que borra los
pecados del mundo" (Joan., I, 29). El Espíritu descendió en el
bautismo sobre su cabeza, en forma de paloma, que es otro símbolo
de la mansedumbre (Luc., III, 22). En fin, ya sobre la Cruz, perdonó a
sus verdugos rogando por ellos; he ahí la sonrisa de la mansedumbre
en el supremo acto de fortaleza: la sonrisa del crucificado es en la
tierra la más alta expresión de la bondad.
Los mártires, imitando a Jesús, como S. Esteban mientras lo
apedreaban, han rogado por sus verdugos; esta gran mansedumbre
espiritual es una de las señales por las cuales es dado distinguir a los
verdaderos de los falsos mártires. Los falsos murieron por sus propias
ideas u opiniones y se rebelaron con soberbia contra los sufrimientos;
acaso fueron auxiliados por el espíritu del mal; no es posible
encontrar con ellos esa conexión o armonía de virtudes
aparentemente tan opuestas; nunca se ve que su fortaleza, que es
orgullo y rigidez, vaya acompañada de la mansedumbre. Por el
contrario, los verdaderos mártires practicaron la mansedumbre aun
para con sus mismos verdugos, y muchas veces rogaron por ellos, a
ejemplo de Jesucristo. Olvidar los propios sufrimientos para pensar en
la salud de sus perseguidores y en sus almas, he ahí la prueba de la
más excelsa caridad y de todas las virtudes que con ella se
armonizan.
Pidamos a Nuestro Señor esta virtud de la mansedumbre junto con la
humildad de corazón; pidámosela en el momento de la comunión, al
establecerse ese íntimo contacto de nuestra alma con la suya, de
nuestra inteligencia y corazón con su inteligencia iluminada por la luz
de la gloria y su corazón desbordante de caridad. Pidámosela por la
comunión espiritual frecuentemente renovada, y, cada vez que se
presente la ocasión, practiquemos efectivamente y con generosidad
estas virtudes.
Así veremos realizadas las palabras del Maestro: "Aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para
vuestras almas" (Mat., XI, 29). Así hallarán descanso nuestras almas.
Hagamos la prueba en un momento de turbación y desasosiego;
hagamos entonces un profundo acto de humildad y mansedumbre,
perdonando de corazón a los que nos hubieren ofendido, y echaremos
de ver la verdad de las palabras del Señor. Nuestra alma encontrará
el lugar que le corresponde con relación a Dios y al prójimo; con la
ayuda de la gracia, entrará de lleno en el camino del orden y hallará la
tranquilidad de ese orden; y si no encuentra alegría precisamente,
hallará al menos la paz interior de la conciencia recta unida a Dios.
Hallará la paz en el amor, no aquella que el mundo puede dar, sino la
que de Dios procede. La paz que el mundo da, es totalmente exterior
y superficial, porque es la paz con el espíritu del mundo, con los
enemigos de Dios y nuestras malas inclinaciones, y, en consecuencia,
la división interior con los buenos y aun con nosotros mismos: es la
muerte del alma; y aunque aparentemente haya alguna especie de
paz, no sería otra sino la de la muerte, que disimula la corrupción.
La paz que el Señor da, es sobre todo interior, y nos es imposible
conseguirla sin antes haber declarado guerra incesante a nuestras
pasiones desordenadas, a nuestra soberbia y malas inclinaciones, al
espíritu del mundo y al demonio. Por eso nuestro Señor ha dicho:
"Vine a traer, no la paz, sino la espada" (Mat., X, 34). ,Cómo será
posible, en efecto, ser humildes y mansos con todos sin hacerse
violencia? Por consiguiente la guerra existe en las fronteras del alma,
mientras que la paz está en el corazón del país. Echase pronto de ver
que, no obstante las exigencias de su amor, "el yugo del Señor es
suave y su carga liviana". El peso de esa carga disminuye a medida
que la paciencia va en aumento y crece la humildad y la
mansedumbre, que son otras tantas formas de amor de Dios y del
prójimo, como lo dijo S. Pablo (I Cor., XIII, 4): "La caridad es sufrida,
es dulce y bienhechora. La caridad no tiene envidia... no se
ensoberbece, ni se irrita, ni piensa mal... y complácese en la verdad.
A todo se acomoda, cree en todo, todo lo espera, y lo soporta todo. La
caridad nunca fenece". Y es en verdad la vida eterna comenzada,
corno un preludio de la beatitud que no tendrá fi n .
(Garrigou-Lagrange , Las tres edades de la vida interior (II),
Ediciones Palabra, Madrid, 19782, p. 652-57. Todos los derechos
reservados)
S. Tom. II II, q. 157, a. 1 y 2.
La mansedumbre adquirida comunica la luz de la razón; la infusa, la
de la gracia. En el justo, las dos caminan de común acuerdo.
Introducción a la vida devota, III, p., c. VIII.
S. Francisco de Sales habla así porque considera aquí la
mansedumbre como una forma de la caridad, que es la más excelsa
de las virtudes.
Véase lo que hizo, a este propósito, una hija espiritual de S. Francisco
de Sales, Luisa de Ballon, que reformó a las Bernardinas y fundó 17
conventos en Francia y Saboya. Cf. Louyse de Ballon por MYRIAM DE
G. (Desclée de Brouwer, 1935), donde se expone su obra y doctrina,
que hace pensar con frecuencia en S. Juan de la Cruz. Su máxima
era: "Hacer todo en espíritu de oración".
De sermone Domini in monte, c. IV.
II II, q. 122, a. 2.
La mansedumbre sobrenatural dispone a la contemplación. No
olvidemos la exactitud de esta observación: "La seguridad de tener
razón no impide la afabilidad en las palabras. Las palabras violentas,
aun cuando se diga la verdad, siempre llevan algo de soberbia; lo cual
es siempre en perjuicio de la tesis." (René Bazin.) Lo que más aleja de
la contemplación es el considerar las cosas por su lado útil, olvidando
su aspecto de honestidad; que es, sin embargo, lo que hacen tantos
hombres de estado y tantas naciones que entran en conflicto unas con
otras, debido a que cada una considera sólo su "punto de vista", es
decir el propio interés, y no el interés general y superior, que uniría,
mientras que los intereses terrenos conducen a la desunión.