Domingo Decimoquinto del Tiempo Ordinario 10 de Julio de 2011
“Salió el sembrador a sembrar”
Durante tres domingos leeremos el capítulo 13 de san Mateo, dedicado a las
parábolas del Reino. Jesús nos habla del reinado salvador de Dios, y lo hace de
manera sencilla para ser comprendido por todos. Es verdad que a veces tan solo
algunos comprenden la parábola, no porque Jesús lo haga ex- profeso para no ser
comprendido, ni que las parábolas en sí mismas no se entiendan. Lo que sucede es
que tratan de los aspectos más importantes, más íntimos, más decisivos para la
vida del hombre y esto siempre cuesta entender porque somos superficiales, nos
cerramos a lo más importante, a lo que nos interpela y exige, ahogando el sentido
más íntimo de nuestra vida.
En la parábola del sembrador tiene su importancia los diferentes terrenos en donde
cae la semilla y la acogida que se le da. Pero lo principal es la semilla que llega a
todos, porque el amor de Dios y su plan salvador son para todos sin favoritismos.
La semilla es la Palabra de Dios, es Jesús, es el Evangelio, que es criterio, luz y guía
porque es manifestación y revelación del mismo Dios. Siembra en cada uno de
nosotros, y esa semilla es todo lo que hay de Dios en nuestra vida: la palabra de un
amigo, el gesto entrañable de quien nos quiere, el ejemplo de tantos hermanos,
todo lo que hay de bueno, de justo, de amor, de verdad… Un todo que se ha
manifestado máximamente en la vida y acción de Jesús. El Evangelio no es una
moral, ni una política, ni siquiera una religión con mayor o menor porvenir. Es la
fuerza salvadora de Dios sembrada por Jesús en el corazón del mundo y en la vida
de los hombres.
La semilla que llega a todos tiene vitalidad para dar fruto. La cuestión está en la
acogida que le damos, la radical incondicionalidad con que nos abrimos a la semilla.
La semilla hará su trabajo; el nuestro es sobre todo el dejar que esta semilla entre
en lo más profundo, en lo más hondo de nuestra vida. Y esto que parece tan
sencillo es lo que más cuesta. Dejamos, unas veces, la semilla en la superficie de
nuestra vida; o no le damos su valor como si fuera un aspecto más de nuestra ida,
junto a tantos otros que nos preocupan más; o aunque algo en nosotros nos diga
que es lo más importante, queda ahogada porque no somos suficientemente
valientes, suficientemente sinceros, para arrancar de nosotros aquello que ahogará
la semilla. Solo acogiendo sinceramente esta semilla, el Reino de Dios crecerá en
nosotros y en la humanidad.
La parábola del sembrador es una invitación a la esperanza. La siembra del
Evangelio tiene una fuerza incontenible. A lo largo de la historia ha dado y seguirá
dando su fruto, a pesar de todos los obstáculos, y aun con resultados muy diversos,
la siembra termina en cosecha fecunda que hace olvidar otros fracasos y es
superior a toda dificultad. La energía transformadora del Evangelio, que es la fuerza
del amor incondicional de Dios, está trabajando a la humanidad. La sed de justicia,
de verdad y de amor que tanto nos acucia seguirá creciendo, por eso la siembra de
Jesús no terminará en fracaso, “dará su fruto y producirá ciento o ochenta o treinta
por uno”, pero producirá.
Lo que se nos pide es acoger la semilla. Darnos cuenta qué terreno somos, y dar la
vuelta a nuestra vida como dura y difícil tierra que es preciso remover con ilusión y
esperanza para que reciba y haga fructificar la siembra de Dios.
No faltarán obstáculos a la siembra de Dios, pero la fuerza de Dios dará su fruto.
Sería, por tanto, absurdo dejar de sembrar. No hay que olvidar esto en la vida de
cada uno y en la tarea evangelizadora de la Iglesia.
Joaquin Obando Carvajal