XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Is 55, 10-11; Sal 64; Rm 8,18-23; Mt 13, 1-23
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a orillas del mar. Y se reunió tanta gente
junto a él, que hubo de subir a sentarse en una barca, y toda la gente quedaba en
la ribera. Y les habló muchas cosas en parábolas. Decía: "Una vez salió un
sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino;
vinieron las aves y se las comieron. Otras cayeron en pedregal, donde no tenían
mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto
salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron. Otras cayeron entre
abrojos; crecieron los abrojos y las ahogaron. Otras cayeron en tierra buena y
dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta. El que tenga oídos, que oiga." Y
acercándose los discípulos le dijeron: "¿Por qué les hablas en parábolas?" El les
respondió: "Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de
los Cielos, pero a ellos no. Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a
quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo en parábolas,
porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. En ellos se cumple la
profecía de Isaías: Oír, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y
sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su
corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane. "¡Pero dichosos vuestros ojos,
porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y
justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros
oís, pero no lo oyeron. "Vosotros, pues, escuchad la parábola del sembrador.
Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende, que viene el
Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo
largo del camino. El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al
punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante
y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra,
sucumba enseguida. El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la
Palabra, pero los preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan
la Palabra, y queda sin fruto. Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que
oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro
sesenta, otro treinta."
El evangelio de este domingo nos presenta la parábola del sembrador la cual puede
resultarnos muy conocida. El evangelio dice: «...salió un sembrador a sembrar,
mientras sembraba unas semillas cayeron a lo largo del camino, otras en un
pedregal; algunas entre abrojos, otras en tierra buena, y sólo éstas dieron fruto...».
Es importante lo que al respecto de las parábolas nos dice el Beato Papa Juan Pablo
II: «... En la parábola evangélica Jesús mismo se comparó con el sembrador, que
siembra con confianza la semilla de su palabra en la tierra de los corazones
humanos. El fruto no depende únicamente de la semilla, sino también de las
diversas situaciones del terreno, es decir, de cada uno de nosotros. () La lectura
de esta parábola y la explicación que dio Jesús a sus discípulos suscita en nosotros
una reflexión necesaria; nosotros somos la tierra en donde el Señor siembra
incansablemente la semilla de su Palabra y de su amor. ¿Con qué disposiciones la
acogemos? ¿Cómo la hacemos fructificar?...» (Juan Pablo II, Homilía en su viaje
apostólico Eslovaquia, 13 de septiembre de 2003)
La Palabra no da fruto automáticamente: aunque es divina, porque viene de Dios,
la Palabra se adapta a las condiciones del terreno, o mejor aún, acepta las
respuestas que le da el terreno, y que pueden ser también negativas. El terreno
está significando el corazón y la actitud de cada hombre ante la interpelación de la
Palabra. Esto es parte del misterio del amor y misericordia de Dios, que llega
incluso a ponerse completamente en manos de los hombres, porque, en el fondo, la
semilla sembrada en los diversos terrenos es Jesús mismo.
El mismo Jesús hace la explicación de la parábola a los oyentes; la semilla devorada
por las aves evoca la intervención del maligno, que lleva al corazón la
incomprensión y alejamiento del camino de Dios, que es siempre el camino de la
cruz. La semilla sin raíz describe la situación en la que se acepta la Palabra pero
sólo exteriormente, sin la profundidad de adhesión a Cristo y el amor personal a él
(cf. Col 2, 7), necesarios para conservarla. La semilla ahogada remite a las
preocupaciones de la vida presente, a la atracción que ejerce el poder, al bienestar
y al orgullo. Por último, las semillas caídas en tierra buena representan a quienes
oyen la palabra y la acogen, y da fruto en ellos.
San Juan Crisóstomo nos dice al respecto: Por tanto, para que nada de esto nos
ocurra, guardemos la simiente y fomentémosla dentro del alma, con memoria
continua. Aun cuando el demonio pretenda arrebatarla; somos capaces de
impedirlo; y aunque se seque, no es el calor la causa de su aridez (pues no dijo
Cristo que se secó por calor, sino por carecer de raíz); y aunque se ahogue, no es
por las espinas.
En tu mano está, si quieres, impedir que broten los malos gérmenes al usar de las
riquezas como conviene (San Juan Crisóstomo. Homilías sobre San Mateo, In Mt.
Hom.44: PG 57,463-472)
En la primera lectura el profeta Isaías nos presenta una bella figura acerca de la
lluvia, la cual anticipa de algún modo la idea del Evangelio: el agua cae, empapa la
tierra y la fecunda, así como la semilla cae en tierra. La Palabra llega a los
corazones, de aquellos que la acogen y cumple su finalidad de dar vida, de
comunicar aquello que solamente Dios puede dar a aquellos que lo acogen: la
verdadera vida. Por ello la predicación de Jesús se desarrolla y sustenta en gran
medida en las parábolas. Este modo de enseñar es característico de Jesús, las
parábolas son historias que describen situaciones o hechos de la vida cotidiana.
Jesús, haciendo uso de los temas comunes de la vida, de situaciones reales, da a
conocer a los hombres el significado último y profundo de la verdad de Dios y de
cómo se comporta Dios con el hombre.
De esta manera queda claro, a través de esta parábola, lo que Jesús nos quiere
comunicar: el Reino de Dios es un don que Dios concede al hombre, y no fruto del
esfuerzo del hombre. La semilla que crece representa la predicación, el anuncio
acogido del Kerygma. Frente al desaliento y las dudas, el Señor nos consuela con la
parábola diciéndonos que la acción de Dios puede hacer crecer la semilla y dar
frutos más allá de la falta de fe y confianza del hombre. En la parábola del
sembrador y la semilla, el crecimiento del reino de Dios se presenta ciertamente
como fruto de la acción del sembrador; pero la siembra produce fruto en relación
con el terreno y con las condiciones climáticas: «...una ciento, otra sesenta, otra
treinta...» (Mt 13, 8). Podemos entonces notar que el terreno expresa el interior de
los hombres, su apertura a la voluntad de Dios, a querer vivir radicalmente el amor
a Él y el prójimo, a vivir en el abandono confiado a Dios.
Acojamos esta parábola en el corazón y tengamos presentes las palabras de San
Agustín: Cambiad de conducta mientras se puede, dad vuelta a las partes duras
con la reja del arado, echad fuera del campo las piedras, arrancad las espinas. No
tengáis el corazón duro, que aniquila inmediatamente la palabra de Dios. No
tengáis una capa ligera de tierra, donde la caridad no puede arraigar
profundamente. No permitáis que las preocupaciones y deseos del siglo ahoguen la
buena semilla, haciendo inútiles nuestros trabajos con vosotros. Todo lo contrario,
sed la tierra buena... Y el uno produce el ciento, el otro el sesenta y un tercero el
treinta por uno, con frutos más o menos grandes en cada cual. Y todos harán el
granero (San Agustín, Sermón 324, 1-2). La teología oriental, pone a María
como modelo-ejemplo de la Buena Tierra; pues así según el designio de Dios sobre
cada uno de nosotros estamos llamados a ser buena tierra, o sea responder sí en la
Gracia de Dios, a su voluntad. De esta manera estamos llamados a ser uno con
Cristo y dar a Cristo en esta generación según nuestra condición (casados o
consagrados) y modo.
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar