Domingo de la 2ª semana de Adviento (A)
PRIMERA LECTURA
Juzgará a los pobres con justicia
Lectura del libro de Isaías (11,1-10):
Aquel día, brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu
de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Le inspirará el temor
del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los
pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Herirá al violento con la vara
de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de
sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, la
pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho
pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el
león comerá paja con el buey. El niño jugará en la hura del áspid, la criatura
meterá la mano en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país de
ciencia del Señor, como las aguas colman el mar. Aquel día, la raíz de Jesé se
erguirá como enseña de los pueblos: la buscarán los gentiles, y será gloriosa su
morada.
Sal 71, 1-2. 7-8. 12-13. 17 R. Que en sus días florezca la justicia, y la paz
abunde eternamente.
SEGUNDA LECTURA
Cristo salva a Iodos los hombres
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (15,4-9):
Todas las antiguas Escrituras se escribieron para enseñanza nuestra, de modo que
entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la
esperanza.
Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, os conceda estar de acuerdo entre
vosotros, según Jesucristo, para que unánimes, a una voz, alabéis al Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo.
En una palabra, acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios.
Quiero decir con esto que Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la
fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas hechas a los patriarcas; y, por otra
parte, acoge a los gentiles para que alaben a Dios por su misericordia. Así, dice la
Escritura: «Te alabaré en medio de los gentiles y cantaré a tu nombre».
EVANGELIO
Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos
Lectura del santo evangelio según san Mateo (3,1-12):
Por aquel tiempo, Juan Bautista se presentó en el desierto de Judea, predicando:
«Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Éste es el que anunció el profeta Isaías, diciendo: «Una voz grita en el desierto:
"Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos."»
Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y
se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de
Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los
bautizaba en el Jordán.
Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo:
«¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad
el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: "Abraham es
nuestro padre", pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas
piedras. Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da buen fruto
será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero
el que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias.
Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará
su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no
se apaga.»
Preparad el camino del Señor, que está cerca
Los profetas alimentaron la esperanza de Israel, especialmente en los momentos
de postración y derrota, en aquellos en los que era más fácil caer en la
desesperación. Los oráculos proféticos que denuncian la injusticia y la infidelidad
del pueblo como causa de sus propios males no se limitan a señalar la actual
situación de derrota y humillación como justa consecuencia del mal
comportamiento, sino que reafirman la voluntad salvífica de Dios, manifestada en
el perdón y la rehabilitación del pueblo. Allí donde reina la destrucción, puede
resurgir la vida, del tronco seco y en apariencia muerto es posible que brote un
renuevo; ese renuevo brota del tronco de Jesé, con lo que Dios restablece la
promesa davídica, que parecía condenada a la desaparición a causa de la
infidelidad de los sucesores de David. Los profetas son capaces de soñar cuadros
que nos pueden parecer utopías idílicas, más propias de soñadores ilusos que de
personas realistas. Sin embargo, lo que describen los profetas, como hoy en la
poesía de Isaías, no son sueños fatuos, sino aquello a lo que aspira en el fondo el
corazón humano, que ellos saben leer como nadie, y que ven como el cumplimiento
de las promesas de Dios, como el fruto de una fidelidad divina que supera con
creces todas las infidelidades de la monarquía, del pueblo, del hombre en general.
Pero esto no quiere decir que se trate de un cumplimiento mágico, en el que todo
se convertirá de repente en color de rosa sin cooperación alguna por parte del
hombre. Se trata de un brote, un renuevo, es decir, del comienzo de un proceso.
Además, la vida que renace del tronco de Jesé es el resultado de un “espíritu”:
espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia
y temor del Señor; esto es, es el resultado de un modo de vida, el de aquel que es
capaz de juzgar con justicia y rectitud, de oponerse con fuerza al mal. No está
dicho que ese mundo nuevo y en paz nacerá sin oposición. Lo que el Profeta nos
dice en realidad es que Dios no ha perdido la esperanza en la bondad del hombre
(la semilla que Él mismo depositó en el corazón humano al crearlo) y que actúa
para hacerlo brotar. La libertad y la responsabilidad humana no son ajenas a la
“utopía”: es posible crear un mundo armónico y en paz, y hacer de él un paraíso si
el hombre retorna a Dios y vive de acuerdo con la dignidad que Él le ha otorgado.
Los profetas son los hombres capaces de ver en el desierto la posibilidad de un
jardín, en la desgracia los signos de la presencia de Dios. Sus palabras superan con
mucho las circunstancias históricas en que fueron pronunciadas o escritas.
Nosotros descubrimos en el oráculo profético de Isaías el anuncio del nacimiento de
Jesús, en quien el Espíritu de Dios habita en su plenitud y en torno al que empieza
a hacerse verdad la profecía de un mundo en el que no reine la violencia. Él es el
renuevo del tronco de Jesé, la restauración de la dinastía davídica, aunque se trata
ahora de un reinado completamente distinto, no político, sino dirigido al corazón de
cada hombre.
Juan, que pertenece al linaje de los profetas, surge cuando la profecía parecía
haber muerto en Israel, y es por eso mismo todo un signo de esperanza; además,
su profecía breve e intensa, áspera y directa, supera a todos sus precedentes. Su
ministerio profético tiene lugar en el desierto: el lugar de la aridez y la muerte,
pero también el lugar de la experiencia genuina de Dios, de la purificación y la
promesa. Su profecía no habla de una futura restauración, sino de un
acontecimiento inminente. Por eso, su llamada a la conversión es dura y
apremiante. Precisamente en el desierto, precisamente en un momento de máxima
postración del pueblo elegido, sometido casi por entero a una potencia extranjera y
gentil, Juan es capaz de ver los signos de una presencia inmediata. Esa presencia
todavía no se ha descubierto, pero su inminencia urge a cambiar de actitud, a
purificarse y prepararse para no dejar pasar la oportunidad que Dios nos brinda.
Porque, de nuevo, no se trata de un acontecimiento que suceda sin participación
alguna por parte nuestra. Aquí no caben automatismos. Juan avisa de que el
proceso ya se ha iniciado, y de que está abierto a todos: no es algo para los puros,
sino para los que, reconociendo su pecado, están dispuestos a purificarse. Se trata
de una llamada personal que apela a nuestra responsabilidad. Por eso habla con
tanta dureza a fariseos y saduceos, que ni reconocen su pecado ni, en
consecuencia, están dispuestos a la purificación simbolizada en el bautismo. La
mera pertenencia al pueblo de Israel no son suficientes para asegurarse la
salvación. Da la impresión de que saduceos y fariseos acudían a Juan o “por
curiosidad” o “por si acaso” (quien sabe si no sería por controlar la actividad del
díscolo profeta, que no se sometía a nadie), pero carecían de una voluntad real de
purificarse por dentro, de cambiar de vida y dar frutos de conversión.
Juan, el último y el más grande de los profetas, no es, sin embargo el vástago
anunciado por Isaías, pese a que externamente su predicación básica se parece
mucho a la de Jesús: “está cerca el Reino de los Cielos”. Pero mientras que esa
cercanía es presentida por Juan como algo inminente, Jesús es la realización de la
misma. Es en él en quien se cumplen las antiguas promesas, los sueños de los
profetas. Sabemos, una vez más, que no se trata de un cumplimiento triunfal,
mágico, sin oposición, ni tampoco sin colaboración por nuestra parte. Juan nos
advierte de los signos de una presencia cercana y de las disposiciones necesarias
para acogerla y colaborar a hacerla realidad en nuestro mundo. La vivimos en
medio de las contradicciones que nos rodean y que nos afectan personalmente: el
mal existe, en el mundo, en nosotros mismos, y por eso la realización de las
promesas, ya presentes en la persona de Jesús, se da de manera tensional,
agónica. Es una lucha que cada uno de nosotros debe sostener y que los
seguidores de Cristo experimentan de múltiples formas. Pero, precisamente porque
no es una pura promesa, sino una realidad ya operante entre nosotros, podemos
percibir, en el espíritu del profetismo más genuino, los signos reales de esa
presencia. El primero y el más importante de todos: la Palabra, que como dice
Pablo de las antiguas Escrituras que se escribieron para enseñanza nuestra, nos
instruye e ilumina, “de modo que entre nuestra paciencia y el consuelo que dan las
Escrituras mantengamos la esperanza”. En torno a la Palabra encarnada, que es el
mismo Cristo, se congrega unánime (= con una sola alma) la comunidad, que en la
acogida mutua, alaba a Dios. De esta forma, nosotros mismos nos convertimos en
signos de esperanza para otros, para los desposeídos de esperanza, porque,
aunque de manera imperfecta, en la voluntad de escuchar la Palabra, en la acogida
de los otros sin distinción, esto es, en en el amor, en el perdón recibido y otorgado,
estamos haciendo fructificar el renuevo del tronco de Jesé, y haciendo verdad el
sueño de los profetas, la verdad de un mundo en armonía y paz, tratando de hacer
posibles esa paz y armonía en torno a nosotros, superando los prejuicios y las
barreras que se alzan de tantas formas entre los hombres, descubriendo en todos
ellos, judíos o gentiles, a aquellos para los que se hicieron las promesas del Dios
fiel que va al encuentro de los hombres y está cerca.
Padre Jose María Vegas, cmf