Comentario al evangelio del Domingo 10 de Julio del 2011
La palabra, lluvia y semilla
La revelación que Dios realiza a los sencillos
por medio de Jesucristo no discurre por medios llamativos y extraordinarios: no consiste en tremendos
acontecimientos cósmicos, ni se transmite mediante visiones y apariciones reservadas a unos pocos. Al
contrario, son también vías sencillas y accesibles a todos las que nos comunican la sabiduría de Dios.
El medio más común y habitual de comunicación entre los hombres es la palabra, y Dios se nos
manifiesta como Palabra, y una palabra encarnada, es decir, “traducida” al lenguaje humano, de
manera que la podamos entender y acoger. Esa Palabra es palabra de Dios, pero al mismo tiempo es
palabra humana, encarnada, cercana y accesible: el mismo Jesús. Suele decirse que el cristianismo es
una de las religiones del libro, pero es más exacto afirmar que la fe cristiana es la religión de la
Palabra: una Palabra viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), que, como la lluvia que empapa la tierra, la fecunda y
produce vida, actúa y da frutos en quien la escucha y acepta.
Pero la fuerza y eficacia de la Palabra depende también de aquellos a los que se dirige. No es una
palabra de ordeno y mando, ni se impone por la fuerza o las amenazas, sino que apela con respeto a
nuestra libertad, invita y llama a establecer un diálogo. Así como la lluvia da frutos si encuentra una
tierra bien dispuesta, la Palabra que Dios nos dirige necesita de una respuesta adecuada por parte del
hombre.
Jesús compara a la Palabra (que es su propia persona y su misión, realizada en palabras y obras) con
una semilla que se arroja a la tierra y encuentra distintas respuestas. Por ello, el objeto principal de la
parábola son las distintas actitudes con las que se puede recibir esta semilla llamada a fructificar. Jesús
divide a los hombres en cuatro grupos, dependiendo de su actitud ante la Palabra: el rechazo frontal, la
acogida superficial que impide que la semilla de la Palabra eche raíces, la acogida sincera, pero que
tiene que rivalizar con otras preocupaciones que acaban teniendo toda la prioridad, y, finalmente, la
buena tierra, en la que la Palabra muestra toda su fecundidad. Si se tiene en cuenta que en aquel tiempo
se consideraba el siete por ciento una buena cosecha, se entiende hasta qué punto Jesús, al hablar del
treinta, el sesenta y el cien por ciento, subraya la extraordinaria eficacia de esta semilla lanzada por
Dios al mundo cuando encuentra aceptación sincera. Con esta parábola Jesucristo responde al
desánimo de los discípulos, que tienen la sensación de que el anuncio del Reino de Dios no acaba de
prender y avanza con demasiada lentitud. La parábola del sembrador, como otras parábolas agrícolas
de Jesús, es una llamada a la esperanza y a la confianza. Pero también a la responsabilidad. Dios hace
su parte sin escatimar nada, pero si el Reino de Dios parece no hacerse presente, al menos
suficientemente, tenemos que examinarnos a nosotros mismos para ver si estamos haciendo la parte
que nos corresponde, si no será que con nuestras actitudes personales estamos haciendo estéril la rica
semilla de la Palabra.
Es importante atender al escenario en el que
Mateo sitúa esta y otras parábolas sobre el Reino de Dios. Jesús habla a la multitud que está de pie en
la orilla, mientras él está sentado en la barca a una pequeña distancia; se dirige a todos sin distinción,
sabiendo que posiblemente muchos de los que le oyen no están en disposición de acoger hasta el final
sus palabras: oyen sin entender, miran si ver, porque no están dispuestos a la conversión. De hecho,
esta falta de comprensión de las parábolas y, en consecuencia, de la cercanía del Reino de Dios, nos
afecta a todos de un modo u otro. Es necesario que, acuciados por esa falta de comprensión, nos
lancemos al agua, nos mojemos y nos acerquemos a Jesús para preguntarle por el sentido de sus
palabras.
El evangelio de hoy puede leerse en su versión breve, que reproduce escuetamente la parábola del
sembrador, o en su versión larga, que incluye la pregunta de los discípulos y la explicación detallada
por parte de Jesús. De hecho, las dos versiones son procedentes. La más breve puede suscitar en
nosotros el deseo de una comprensión en profundidad, y provocar el que salgamos de la multitud que
se mantiene de pie a una cierta distancia, que nos pongamos en movimiento, nos acerquemos a Jesús y,
entrando en la barca en la que se sienta, le expongamos nuestras dudas. Es ese movimiento de
acercarnos y preguntar lo que nos convierte en discípulos. Y la explicación de Jesús nos puede ayudar
a comprender que no sólo existen cuatro grupos de personas que reaccionan de manera distinta ante la
predicación de Jesús, sino que esas cuatro actitudes posiblemente son como territorios que conviven de
un modo u otro en cada uno de nosotros.
El borde del camino, el rechazo frontal de la Palabra, indica que, aunque nos consideremos creyentes,
pueden existir en nosotros “territorios paganos”, sin evangelizar, impermeables al evangelio. En esos
aspectos de nuestra vida, sencillamente, no estamos en camino, sino al margen del mismo. Pueden ser
actitudes antievangélicas de odio hacia ciertas personas o grupos, de rencor y resentimiento, de falta de
perdón expresamente afirmada, o costumbres y formas de vida que contradicen abiertamente las
exigencias de la fe y no se dejan interpelar por ella. Más frecuente puede ser el terreno pedregoso, la
superficialidad que impide que la Palabra eche raíces en nuestra vida. No es raro que la aceptación de
la fe se haga por motivos demasiado coyunturales: la nacionalidad, el contexto cultural, la presión
social. Si no se llega a asumir personalmente y en profundidad, la semilla se encontrará en terreno
pedregoso, sin posibilidad de dar frutos. En estos casos la fe depende demasiado del estado de ánimo o
del entorno social favorable o contrario. Falta constancia, perseverancia y, en consecuencia, fidelidad.
En muchas personas sinceramente creyentes, incluso consagradas a Dios, es fácil encontrar el terreno
en el que crecen las zarzas. Aunque aquí hay una acogida consciente y personal de la Palabra, dominan
en nuestra vida urgencias que impiden prestar atención a lo más importante.
Estas pueden ser preocupaciones mundanas, como el éxito o la riqueza, que nos roban el corazón para
lo esencial; pero también podemos ocuparnos de cosas muy buenas y santas, como la atención a los
demás, el trabajo apostólico, el servicio de la Iglesia, pero que no nos dejan tiempo para la oración y la
escucha en profundidad de la Palabra. Uno de los peligros que acecha a los cristianos más
comprometidos, sacerdotes y religiosos incluidos, es que hablen mucho de Dios, de Jesús, pero no
tengan tiempo para hablar con él y escucharlo. La presencia de estos “territorios” más o menos
cerrados a la Palabra no deben hacernos olvidar que Jesús afirma también la existencia en el mundo, en
cada uno de nosotros, de tierra buena, en la que el sembrador siembra con la seguridad de una cosecha
sobreabundante. Cuando contemplamos la obra que la Palabra de Dios en personas que han sabido ser
buena tierra, como pueden ser los santos (y que cada cual elija los que sean de su devoción), no
podemos dejar de admirar los frutos abundantes que han dado, y no sólo para sí, sino también para la
vida del mundo. También hay en nosotros buena tierra. Por ello, Dios siembra esperanzado. La Palabra
de Dios es eficaz y produce frutos. Una falsa humildad no debe descalificar o dejar de mirar esta
realidad: Dios no siembra en balde. Él está en nuestra vida y nos urge, con suavidad, pero con
insistencia.
El borde del camino, el pedregal, los abrojos, la buena tierra..., a través de nuestras actitudes, hábitos,
aficiones, prejuicios, etc., en la complejidad de nuestra vida, somos un poco todo eso. No podemos, sin
embargo, contentarnos con ello. No basta con cuidar con mimo la semilla que cae en buena tierra
(aquello que ya hemos conseguido, donde podemos hacer algún progreso); hay que trabajar para que
todo en nosotros se vaya transformando en buena tierra. Hay que desbrozar, roturar y abonar. Por
medio de la oración, los sacramentos, el contacto vivo con Jesús, nuestro Maestro, que nos invita a
acercarnos a él y subirnos a su barca, podemos ir convirtiendo en buena tierra los espacios de nuestra
vida reacios a la Palabra. Los frutos que demos así no son un botín personal, “méritos” propios; los
frutos evocan el don que se ofrece a los demás, que sirve para ayudar y alimentar a otros. Es verdad
que ese trabajo puede comportar algunas renuncias y sufrimientos, pero, como dice San Pablo en su
carta a los romanos, esos sufrimientos “no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá”. Pero no
hay que pensar, como a veces hacemos, en una especie de “premio” que, en el fondo, sería externo a
nosotros mismos. El fruto principal de la Palabra de Dios en nosotros es la plena manifestación los
hijos de Dios, en la que cada uno será plenamente sí mismo. Al hacernos hijos de Dios en el Hijo
Jesucristo, nuestra vida se convierte en semilla y en palabra, en don y testimonio. Si, como hemos
dicho, el cristianismo es la religión de la Palabra, nosotros estamos llamados a ser letras vivas de la
misma.
Jose María Vegas, cmf