Domingo Decimosexto del Tiempo Ordinario , Ciclo A
“El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza… a la levadura”
El Reino de Dios es un acontecimiento, es algo que sucede en cualquier parte
dentro de este mundo, y en cada uno de nosotros. Para entrar en él no es necesario
cambiar de profesión, ni salirse de un lugar, ni abandonar el mundo. Lo único que
hace falta es cambiar de vida, porque el Reino de Dios es una vida nueva. El
principio de esta vida está en Dios. El tiene la iniciativa.
El acento de las tres parábolas de este domingo está en el crecimiento del Reino. A
diferencia de la parábola del sembrador, no se hace alusión alguna a las respuestas
diferentes que la “tierra” puede dar a la palabra “sembrada”. El Reino crece como
sea. Nada lo puede frenar. Incluso crece en el mismo lugar donde el Maligno ha
sembrado mala semilla. Crece en todas partes: “los del Reino” viven en los mismos
lugares donde viven “los del Maligno”. Si el Reino crece, pase lo que pase, es
porque ese crecimiento está producido por la fuerza del Espíritu, que, aunque los
comienzos sean pequeños como “un grano de mostaza”, el Espíritu lo hace un árbol
donde “vienen los pájaros a anidar en sus ramas”, o transforma la realidad como la
levadura hace fermentar la masa.
El Reino de los cielos no es un movimiento arrollador, que se impone por el poder,
la fuerza o la coacción, sino que penetra en la sociedad por la siembra y la acogida
de valores como la justicia, la comprensión, la solidaridad, la responsabilidad, la
honradez y la defensa de los más débiles. No se presenta de manera espectacular,
sino como un grano de mostaza, un poco de levadura, una semilla. No hay que
soñar con grandes cosas. Dios no está en el éxito, el poder o la superioridad. Para
descubrir su presencia hay que estar atentos a lo pequeño, lo ordinario y cotidiano.
Es una fuerza que transforma porque es amor. Dios no se impone, sino que
transforma; no domina, sino que atrae. La fe no es algo que se posee, sino una
vida que crece en nosotros como la semilla. Es como la levadura que fermenta la
masa.
Es clara la enseñanza de Jesús que nos invita a la comprensión y la paciencia.
Somos, a veces, intolerantes y caemos en la tentación de pretender separar el trigo
y la cizaña de manera precipitada y contundente. El Reino de Dios es una semilla
que cae en este mundo y en la persona humana. Ni en el mundo, ni en nosotros
todo es trigo limpio. Mucha cizaña vio Jesús en su entorno, y cómo se acercaba a
ella, “porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13), y
no a arrancarla de cuajo. Dios es paciente, da tiempo al tiempo, pero se las ingenia
para hacer que la espera esté llena de llamadas y de gracia. La paciencia cristiana,
concreción del amor, engendra en nosotros la esperanza de que la gracia de Cristo
es más fuerte que el mal, y nos lleva a la certeza de que la salvación realmente se
ha iniciado y dará su fruto.
Tres parábolas que trazan líneas maestras del Reino. La realidad de que el plan de
salvación ha comenzado ya en este mundo donde el bien y el mal conviven,
realidad estimulante que impulsa al bien a que sea testigo que haga que el mal
llegue a plantearse la revisión de su equivocación. Nada de incomprensión e
intolerancia, ni condenas anticipadas. Si aceptación de las personas y el
compromiso de ser fermento en medio de la masa, para que lo que empezó como
semilla pequeña llegue de verdad a ser un árbol donde aniden los pájaros.
El Reino de Dios es un fermento de humanidad y crece en cualquier rincón oscuro
del mundo, en cualquier corazón humano donde se ama al hombre y donde se
lucha por una humanidad más digna. Se le abre camino dejando que la fuerza del
Evangelio fermente nuestro estilo de vivir, de amar, trabajar, disfrutar, luchar y
ser. Con el tiempo dará su fruto porque es el amor de Dios que, en Cristo, trae la
salvación.
Joaquín Obando Carvajal