Domingo Decimoséptimo del Tiempo Ordinario A
“Y lleno de alegría va a vender todo”
Las concisas y claras parábolas del tesoro escondido y la perla preciosa constituyen
uno de los textos relevantes de Mateo. Se trata de un texto que explica la manera
cómo vivían los primeros cristianos, y lo que quería decir para ellos ser el nuevo
Pueblo de Dios, ser comunidad, ser Iglesia para hacer realidad el Reino de Dios en
el mundo.
Cuando leemos en el Evangelio que hay que dejarlo todo, vender todo para
conseguir el tesoro, lo encontramos una exigencia difícil, algo que nos hace sentir
incómodos. Según Mateo no es así, porque lo que viene primero no son esas
exigencias sino el haber descubierto que haya un tesoro que vale más que todas las
cosas, y que, por tanto, lo más normal será hacer lo que sea necesario para
conseguir el tesoro.
Jesús en sus parábolas nos describe al creyente como quien es sorprendido por al
hallazgo de un gran tesoro que le llena de gozo determinando en adelante toda su
conducta. ¿Será esto verdad? ¿No es una utopía lo que nos dice Jesús? A lo más
podrá ser ese planteamiento para unos pocos, pero no para todos los creyentes.
¿Cuál es la razón de pensar de esta manera? Nos encontramos con hombres y
mujeres que ponen su fe en un conjunto de doctrinas, en la pertenencia a la
institución de la Iglesia, en el cumplimiento de unos mandamientos, y en la
participación en unos ritos, porque no han descubierto por experiencia propia el
Evangelio como fuente de gozo y de liberación. Sus vidas, como creyentes, no
están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa. Nunca han creído nada con
entusiasmo.
Lo que se nos pide es detenernos a reflexionar y saborear despacio lo que
confesamos con los labios. Cavar con confianza, no quedarnos en fórmulas
externas, sino ahondar en nuestras vivencias, descubrir las raíces profundas de
nuestra fe, abrirnos al amor de Dios y abandonarnos filialmente a El. Llegar a una
gozosa experiencia religiosa que nos lleve a un encuentro con Dios, encuentro
creador y transformador, porque es una luz que ilumina todo de manera diferente,
una alegría que abre horizontes nuevos en la vida, una fuerza que permite
enfrentarse a la vida con ilusión y confianza. Quien se ha encontrado con Dios no lo
olvida a pesar de los momentos oscuros y difíciles que no faltarán en la vida.
Si esto se va dando, Dios no será una palabra gastada, un concepto vacío, un puro
sentimiento superficial, un personaje lejano. Jesús cuenta estas dos pequeñas
parábolas para sembrar un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida un secreto
que aún no hayamos descubierto? ¿No será la fe algo muy distinto a unas fórmulas,
mandamientos, y ritos? Jesús estaba comunicando su experiencia de Dios. Hay que
cuidar bien la vida interior, que no es una cosa más sino algo imprescindible para
vivir abiertos a la sorpresa de Dios. Encontrarse sinceramente consigo mismo
descendiendo a donde se toman las decisiones fundamentales con una actitud
interior sincera.
Al encuentro con uno mismo tiene que acompañar una sencilla y sincera oración,
con actitud responsable y libre ante Dios, porque mi vida no puede terminar en mí
mismo, sino que tiene que estar abierta a Dios de quien lo puedo esperar todo.
Necesitamos más que nunca orar, hacer silencio, curarnos de tantas prisas y
superficialidades, detenernos ante Dios, abrirnos con más sinceridad y confianza a
su misterio de amor. No se puede ser cristiano por nacimiento y tradición, sino por
una decisión personal y libre que se alimenta en la experiencia de Dios, verdadero
tesoro y perla valiosa.
Joaquin Obando Carvajal