Comentario al evangelio del Domingo 24 de Julio del 2011
Lo que realmente vale
La vida humana es elegir, y elegir es
renunciar. Los deseos humanos no están dirigidos por los sabios mecanismos de los instintos animales
(o lo están en muy débil medida), y en esto estriba la riqueza, pero también el riesgo y el drama de la
existencia. El ser humano debe establecer él mismo y libremente la escala de sus preferencias; y como
sus necesidades y sus posibles deseos son tantos y tan distintos, a veces tan contradictorios, nuestras
decisiones comportan siempre la renuncia a posibilidades atractivas y deseables. Si la libertad es la
riqueza del hombre, su ejercicio tiene, hemos dicho, algo de dramático por las renuncias que comporta
elegir; y de riesgo, porque nuestras elecciones y preferencias puede ser equivocadas, y contribuir no a
nuestro bien, sino a nuestra ruina.
La dificultad de elegir adecuadamente depende además del hecho de que los posibles objetos de deseo
venden su producto gritando bondades que no siempre tienen, y prometen formas diversas de felicidad
vestidas de mil disfraces, como el placer, el bienestar, el éxito, el poder, la riqueza… Todas esas cosas
responden a determinadas necesidades, pero muchas veces tratan de atraer nuestra atención hasta el
punto de hacernos olvidar otras necesidades más hondas, más decisivas, aunque aparentemente menos
urgentes.
Por todo esto, posiblemente el bien más preciado consiste en saber discernir entre el bien y el mal, y en
la capacidad de elegir con tino entre las múltiples posibilidades que se nos ofrecen a diario. Este es el
mensaje que brota meridianamente de la primera lectura: Salomón, aunque es rey, se considera un
servidor de Dios en favor de su pueblo y, por tanto, en deuda con uno y con otro; por otro lado, se
reconoce joven e inexperto. Salomón tenía todas las cartas para pedir a Dios precisamente la capacidad
de elegir bien y de discernir entre el bien y el mal. Porque estos bienes no se pueden comprar en el
mercado, y sólo hasta cierto punto se pueden adquirir con el estudio: son sobre todo dones y no
cuestión de conquista, por eso es necesario pedirlos a Dios en la oración. Pero para recibirlos es
necesario desearlos, hacer de ellos objeto de nuestra elección.
Jesús presenta hoy el Reino de Dios como un bien que el hombre puede elegir. Pero, ¿qué es el Reino
de Dios, que Jesús ha comparado con semillas que crecen y dan fruto, y que ahora compara con tesoros
escondidos y perlas de gran valor? El Reino de Dios no es una “cosa”, un objeto, tampoco un
determinado sistema social, un “régimen” de tipo teocrático o laico que se limita a proclamar ciertos
valores abstractos. El Reino de Dios hay que entenderlo de manera activa y dinámica: significa “Dios
reina”. Dios, la fuente y origen de todo bien, Él es el bien máximo al que el hombre puede aspirar. Por
ello, cuando Dios reina en la vida del hombre, éste adquiere la capacidad de discernir el bien y el mal,
y la medida que otorga a cada cosa su justo valor. El Reino de Dios es el centro de la predicación de
Jesús; es objeto de un anuncio, pero no de una propaganda que nos abruma con sus gritos y sus colores
chillones. Jesús lo ha comparado con una semilla que da fruto si encuentra buena tierra, con una
palabra respetuosa que busca entablar un diálogo: “No gritará, ni alzará la voz, ni voceará por las
calles” (Is 42, 1). Hoy subraya su inmenso valor: es como un tesoro, pero se trata de un tesoro
escondido que hay que buscar, por el que hay que esforzarse. Porque su valor es incalculable, es fuente
de una alegría que llena al que lo encuentra; pero encontrarlo exige hacer una elección: para obtenerlo
hay que estar dispuesto a venderlo todo y comprar el campo en el que se halla. El carácter dinámico e
interactivo de la elección del Reino de Dios se refuerza en la segunda comparación: aquí el Reino de
Dios se parece, no sólo a una perla de gran valor, sino, sobre todo, al comerciante que la encuentra.
Efectivamente, ese enorme valor que descubrimos requiere una actitud activa, una toma de postura,
una decisión por nuestra parte. Ser capaces de discernir lo que realmente vale en la vida y elegir en
consecuencia, asumiendo las consiguientes renuncias es, al fin y al cabo, lo que decide y discierne la
calidad de nuestra vida. A ello se refiere la tercera comparación: la red que, echada en el mar, recoge
toda clase de peces, buenos y malos. Esto nos enseña una verdad muy importante: que el tesoro esté
escondido, que la perla exija una trabajosa búsqueda, todo esto no significa que el Reino de Dios sea
algo esotérico y exclusivo para iniciados o para unos pocos elegidos. El esoterismo, tan de moda en
nuestros días, establece divisiones que separan a los hombres según categorías. Pero el mensaje del
Reino de Dios se dirige a todos sin distinción. Está escondido, pero en un campo abierto a todos. De
ahí la comparación con la red que recoge toda clase de peces. La red es la Palabra que Dios dirige a
todos los hombres, sin hacer distinciones entre ellos. Lo que separa aquí a los buenos de los malos
depende de nosotros mismos, de la actitud que adoptemos de aceptación o de rechazo de la Palabra.
La Palabra es Jesucristo. Él es el que porta en sí mismo el Reino de Dios, porque él es el hombre en el
que Dios reina. Él es el tesoro escondido, porque esta Palabra salvadora se ha revestido carne. La carne
de Cristo vela y contiene al mismo tiempo ese tesoro por el que debemos estar dispuestos a venderlo
todo para comprar el campo. Al tomar esta decisión, aunque comporte renuncias, no renunciamos a
nosotros mismos, al revés, en Jesús, primogénito de muchos hermanos, nos descubrimos a nosotros
mismos en nuestra verdad más profunda: descubrimos el tesoro de la imagen de Dios escondida en el
campo que somos cada uno. La Palabra que nos anuncia el Reino de Dios es salvadora porque rescata
lo mejor de nosotros mismos, la originalidad de cada uno; y, al hacerlo, no sólo no nos aísla, sino que,
al revés, nos abre de un modo nuevo a los demás, en los que sabemos por fe que habita también, a su
manera, la imagen de Dios.
La elección del Reino de Dios, la decisión de dejar a Dios reinar en nuestra vida aceptando en ella a
Jesús, es la elección por un bien, el del amor a Dios y a los hermanos, gracias al cual todo nos sirve
para el bien. Y es que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Rom 14, 17).
Jesús nos llama a tomar una decisión radical en favor un bien incomparablemente más valioso que
todos los bienes a los que podemos aspirar en este mundo. Como el tesoro escondido en el campo, este
bien no es inmediatamente evidente; pero el que lo encuentra comprende que merece la pena venderlo
todo para adquirirlo. Y es que este bien, que es el mismo Jesucristo, hace que todos los demás (viejos y
nuevos) adquieran su justo valor, de manera que hasta las renuncias inevitablemente inherentes a toda
toma de decisión adquieran un sentido positivo, contribuyan a nuestro bien definitivo y último. ¿Es
Jesús y su Evangelio el tesoro por el que estoy dispuesto a venderlo todo?
Jose María Vegas, cmf