XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
El tesoro del Reino
El discurso de las parábolas del Reino en el evangelio de Mateo concluye con tres
que son propias del primer evangelista: la del tesoro escondido en el campo, la del
mercader de perlas preciosas y la de la red de peces buenos y malos (Mt 13,44-
52). Éstas han sido añadidas a la del sembrador y la del grano de mostaza, la del
trigo y la cizaña y a la de la levadura que fermenta en la masa. El Reino de Dios se
presenta en las parábolas del tesoro y de la perla con la estructura común de los
verbos que las configuran: buscar y encontrar, vender y comprar. En ambas el
Reino es un misterio, escondido, oculto, pero real y presente, que se puede
encontrar y que se puede buscar hasta encontrarlo. La nota dominante es que el
Reino de Dios es algo misterioso y grandioso, como un tesoro o una perla, que sale
al encuentro del ser humano, de manera sorprendente. Se puede buscar o no, pero
es algo que se deja encontrar, por eso es un don de Dios en el misterio de su amor.
El Reino es la persona de Jesucristo, muerto y resucitado, don de Dios para toda la
humanidad y que sale al encuentro de todo ser humano, aunque éste esté alejado
de él o esté en otros negocios, en otras búsquedas y en otros afanes.
En el mundo bíblico el auténtico “tesoro” se refiere a la sabiduría, como objetivo de
la búsqueda de todo ser humano. La sabiduría, que constituía la petición
fundamental del rey Salomón, sabiduría para servir, escuchar y gobernar, para
juzgar y discernir, es el don más precioso en el Antiguo Testamento, más valiosa
que la misma vida, que todos los bienes y que todo poder (cf. 1 Re 3,5.7-12). Esa
sabiduría, propia de un corazón dócil, es la que recibió Salomón y le permitió ser el
más sabio de todos los reyes. Desde el Nuevo Testamento la sabiduría del discípulo
consiste en realidad en comprender que Jesús es el Reino de Dios. Y cuando alguien
descubre eso, lo valora como un tesoro o como una perla preciosa, por la cual
merece la pena desprenderse de todo para comprar el tesoro que estaba escondido.
La primera reacción del que encuentra el tesoro es la gran alegría que siente y que
le lleva a relativizarlo todo, hasta desprenderse y vender todos los bienes con tal de
poseer el campo del tesoro. La alegría de encontrar a Jesucristo lleva a los
discípulos a dejarlo todo para estar siempre con él. Este encuentro maravilloso y
transformador de la vida acontece en la vida religiosa y en la vida de todo discípulo
del Reino.
La parábola de la red de peces buenos y malos es muy parecida a la de la cizaña y
el trigo, y permite subrayar dos aspectos relevantes del evangelista Mateo: su
perspectiva de apertura en la historia presente y su proyección escatológica
caracterizada por la separación de los buenos y los malos. La tarea de la Iglesia es
la misión, representada en la pesca, en cuanto esfuerzo apasionado de los
discípulos por pescar personas para vivir el encuentro con Dios en Jesús. Esta
misión es abierta, es una búsqueda amplia, sin fronteras ni límites. Sin embargo el
encargo de clasificar los peces buenos y los malos es propio de los ángeles al final
de los tiempos. Contra las tendencias integristas que establecen en la historia una
clasificación fácil y simple entre los puros y los impuros, Jesús abre una perspectiva
de tolerancia, pero no de permisividad, sin tendencias discriminatorias ni
separatistas. El hecho de que no aparezca aquí descrita la suerte de los justos, que
brillarán como el sol en el Reino de Dios, sino la de los malvados, con las imágenes
apocalípticas del horno encendido, del llanto y rechinar de dientes, es una clara
advertencia para los discípulos de que no todo vale ni está permitido en el Reino.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura