Comentario al evangelio del Domingo 31 de Julio del 2011
Dadles vosotros de comer
El episodio de la multiplicación de los panes prolonga de otra manera el anuncio del Reino de Dios que en las
últimas semanas Jesús nos ha explicado por medio de las parábolas. Y es que la predicación no se realiza sólo
con palabras, sino también con acciones y signos que encarnan aquellas, y que también hablan de manera
elocuente de que el Reino de Dios se ha hecho ya presente.
La presencia del Reino de Dios no excluye las asechanzas
del mal (recordemos la parábola del trigo y la cizaña), incluso sus victorias parciales. El arranque del evangelio
de hoy se refiere a ello: Jesús se enteró de la muerte de Juan el Bautista y decidió apartarse. No se trata de una
huida, sino de un retiro. De hecho, la muerte de un ser cercano pide retiro y soledad. Y Juan no era para Jesús
un cualquiera: unidos en el ministerio profético, Juan le abrió el camino, incluso es posible que Jesús hubiera
pertenecido a los círculos del Bautista. La muerte de Juan no podía serle indiferente a Jesús, que veía en aquella
muerte una profecía de la suya propia. El lugar tranquilo al que se retira Jesús es el desierto (un despoblado). El
desierto, lugar de peligros y tentaciones, es también ocasión para experimentar a Dios sin interferencias.
Sin embargo, “la gente” busca a Jesús y él, que buscaba soledad y tranquilidad, no los rehúye, al contrario, los
mira y siente compasión, va al encuentro y los cura. Jesús, como vemos, habla y actúa. Es la Palabra encarnada
y, por eso mismo, no se limita a predicar, sino que traduce sus palabras en gestos y acciones que confirman la
verdad de su predicación. Son acciones cuyo significado aquella gente entendía, pues veía en ellos el
cumplimiento de antiguas promesas, que hablaban de curación: “Él tomó nuestras flaquezas y cargó con
nuestras enfermedades” (Is 53, 5); pero también de abundancia de alimento: “Oíd, sedientos todos, acudid por
agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar vino y leche de balde…
Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos”. Y, a través de esos signos, entendían
que se cumplía la promesa de una nueva y definitiva alianza, el advenimiento del Reino de Dios.
En estas acciones se descubre la actitud de un Jesús que no evita los problemas más concretos y perentorios de
los que acuden a él. Jesús no predica y después despacha a la gente; no les dice, “yo ya os he alimentado
espiritualmente, os he ilustrado en la cuestión religiosa; ahora, el pan material y ese tipo de problemas
resolvedlos vosotros mismos, a mí no me incumben”. A Jesús le interesa el hombre entero, cuerpo y alma, y es
por el hombre entero con sus problemas más concretos por el que siente compasión y trata de encontrar un
remedio. Y lo hace, y esto es muy importante, implicando a sus discípulos. Igual que no dice que estos
problemas no le incumben, tampoco dice que esos problemas, como el hambre de la multitud, que superan las
normales fuerzas humanas, son sólo cosa suya, ya que sólo él tiene el poder de realizar milagros. Los milagros
de Jesús no son cosa de magia. Por eso, ante estas necesidades más inmediatas y materiales, Jesús se dirige a
sus discípulos y les lanza un desafío: “no los despachéis, dadles vosotros de comer”. Pero, ¿cómo? Se trata de
una multitud y nuestras fuerzas y medios son demasiado escasos. Los discípulos han querido que la gente se
buscara la vida por su cuenta, pero Jesús los llama a implicarse en un problema que supera sus posibilidades.
Realmente, ante los enormes problemas del mundo en el que vivimos, nosotros, discípulos de Jesús, podemos
tener la tentación de pensar que, puesto que nuestras posibilidades son tan limitadas, nos basta con ocuparnos
de la parte religiosa, de la oración y el testimonio, mientras que de lo demás es preciso que se ocupen otros,
sean los propios interesados, sean los poderes del Estado. Pero, ante esos mismos problemas, Jesús sigue
diciéndonos, hoy como ayer, “no, dadles vosotros de comer”. ¿Cómo?, nos preguntamos de nuevo. Jesús,
nuestro Maestro, no nos pide imposibles, sino que nos enseña hoy que para poder repartir primero hay que
compartir: traerle y darle eso poco que tenemos, que es lo único que nos pide, y ponerlo a su disposición, él
tiene la capacidad de multiplicarlo. Por eso Jesús no se limita a hacer un milagro “mágico”, sólo suyo, que no
implica a sus discípulos, sino que los llama y hace el milagro de implicarlos, de hacerlos participar en la
compasión que siente hacia las gentes, de despertar en ellos la generosidad de entregarle lo poco que tenían
(cinco panes y dos peces para los doce, que les garantizaba a ellos solos y a duras penas su propio sustento)
para que Jesús se lo diera a los hambrientos. Cuando le damos a Jesús lo poco que tenemos, ese poco se
convierte en mucho, hasta el punto de llegar para todos.
El milagro que Jesús ha realizado es el milagro de la fraternidad, que incluye la voluntad de responder a las
necesidades concretas de nuestros hermanos. Y es este milagro que nos une a Jesús, haciéndonos compartir sus
propios sentimientos (cf. Flp 2, 5) y nos abre a las necesidades de los hermanos, convirtiéndonos en
colaboradores de Cristo en el ministerio de la compasión, lo que establece un vínculo que, como dice Pablo,
nadie puede romper: unidos al amor de Cristo de esta manera, como miembros activos de su fraternidad, nada
puede separarnos de él. Porque en esta fraternidad las tribulaciones, sufrimientos y necesidades se convierten en
ocasiones para experimentar ese mismo amor de Cristo, que nos ve, se compadece, nos cura y nos da de comer,
y nos llama a ver, compadecer, curar, compartir y dar de comer.
Entendemos que el pan multiplicado por Jesús en este milagro de la compasión, el compartir y la fraternidad
sacia no sólo el hambre del cuerpo. El milagro no es sólo una multiplicación material, sino que establece
nuevas relaciones con Dios y entre los hombres. Dios muestra aquí su rostro compasivo en la humanidad de
Cristo que llega a la multitud por mano de sus discípulos. Este pan es también el pan de la Eucaristía, como lo
muestran los gestos y acciones de Jesús al repartirlo: “alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los
panes y se los dio a los discípulos”.
Vivimos en un mundo con muchas, demasiadas tribulaciones: se sigue matando a los profetas, como Juan el
Bautista, y multitudes de nuestro mundo siguen padeciendo enfermedades y hambre, siguen buscando a quién
los cure y sacie. Son muchos los males que amenazan con separarnos del amor de Dios, de la fe en un Dios
bueno y providente. Pero nosotros, discípulos de Jesús, sabemos que, en realidad, nada puede separarnos de su
amor, y que esa seguridad nos fortalece para mirar a este mundo nuestro con los ojos de Cristo, sentir con él
compasión y escuchar hoy, una vez más, su bondadoso mandato, “dadles vosotros de comer”.
José María Vegas, cmf