XIX Domingo del Tiempo Ordinario A
Pautas para la homilias
"¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?"
La fe está íntimamente ligada a la fidelidad y la constancia. La verdadera fe es la
que perdura en el tiempo, no la que está sujeta a las circunstancias de la persona.
Cuando uno cree en Dios de todo corazón, conserva su fe independientemente de
cómo le vaya en la vida o de sus circunstancias personales.
Cuentan de un judío que se embarcó con toda su familia y sus pertenencias hacia
un país lejano. Pero a mitad de travesía el barco se hundió y el pobre judío se
encontró solo en una isla. Cuando fue plenamente consciente de la catástrofe que
había vivido le suplicó a Dios así: «Oh, Señor, me has quitado a mi mujer y a mis
hijos, me has quitado todas mis pertenencias, me has quitado la posibilidad de
llegar a mi destino ¡te suplico que no me quites también la fe, te lo suplico, no me
quites la fe!».
Podemos acordarnos de Job, hombre santo y de robusta fe, al que Dios deja a
merced del diablo para que éste le someta a las pruebas más duras. Incluso Dios
mismo le oculta su rostro. Job cae en tal desesperación que le hace exclamar
improperios contra sí mismo y contra Dios, pero no pierde la fe, y al final de su
larga prueba, Dios se muestra por medio de la naturaleza, y Job no sólo recupera lo
que ya tenía, sino que lo mejora con creces tanto física como espiritualmente.
Sin embargo los discípulos de Jesús no tienen una fe sólida y bien consolidada. Su
fe es impulsiva, fruto de arrebatos. En poco tiempo se desinfla. Todavía no han
recibido la acción del Espíritu Santo que el Padre y el Hijo les enviarán en
Pentecostés. Es el Espíritu Santo quien les ayudará a mantener sólidamente su fe
en medio de todo tipo de pruebas y persecuciones, y así podrán extender el
Evangelio por el Imperio Romano y más allá de sus fronteras.
Pero mientras están con Jesús, antes de su Pasión, Muerte y Resurrección, sabemos
que su fe no está bien asentada. Es como una casa que se ha construido sobre
arena: la crecida de las aguas se la lleva con facilidad (cf. Mt 7,26-27). Piensan que
Jesús es, en el fondo, un rey terreno que ha venido a echar a los romanos y un
milagroso curandero «expulsador de demonios».
Cuando Jesús les envió por primera vez a predicar, todo fue muy bien: llenos de fe
predicaron con energía y curaron enfermos (cf. Mc 6,6-13). Pero pasado un tiempo,
su fe se desinfló y ya no eran capaces de curar al epiléptico (cf. Mt 17,14-20).
Jesús se lo explicó así: «Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe
como un grano de mostaza, diréis a este monte: “Desplázate de aquí allá, y se
desplazará, y nada os será imposible” (Mt 17,20).
Todos los inicios están cargados de ilusión y fe. El primer impulso hace que todo
vaya bien al principio. Por ejemplo, tras la boda, el comienzo de la vida matrimonial
es alegre y hermoso. Lo difícil es mantener la unidad matrimonial durante el
tiempo, superando las muchas crisis que surgen en el día a día, y así hasta la
muerte
Y lo mismo podemos decir de la fundación de una comunidad cristiana. Al principio
todos los hermanos y hermanas están llenos de ilusión y alegría. La vida fraterna,
la oración y la misión van muy bien. Pero después llega la rutina y, sobre todo, las
duras penalidades, y entonces es cuando la fe se pone a prueba, y muchas
comunidades se hunden
El pasaje del Evangelio de este domingo nos habla justo de eso, de las dificultades
que todos encontramos para mantener nuestra fe cuando las cosas se ponen
difíciles.
Cuando los discípulos se encuentran con Jesús caminando sobre las aguas, algo le
impulsa a san Pedro pedirle caminar hacia Él. Jesús, efectivamente, le anima a
hacerlo y sus primeros pasos son seguros, su primer impulso de fe le hace caminar
sobre las aguas, pero en cuanto sintió la fuerza del viento le entró miedo y
desconfianza, se le vino abajo la fe y comenzó a hundirse. Aquella fe con la que
Pedro salió de la barca no fue más que un chispazo momentáneo.
Pero tuvo la humildad de suplicarle a Jesús su ayuda, y Jesús le echó una mano y le
sacó de nuevo a la superficie.
Ahí está la clave para mantener nuestra fe a flote: suplicar a Jesús que nos ayude.
Sólo así seremos capaces de conservar el don de la fe. Y en el caso de tener una
crisis, Jesús nos echará una mano para que recuperemos nuestra fe.
Fray Julián de Cos Pérez de Camino
Convento de San Esteban (Salamanca)