Ciclo A, 3º domingo de Cuaresma
Mario Yépez, C.M.
Puede que haya alguien que dé su vida por personas buenas o justas, pero ¿darla
por quienes en nuestra manera de pensar podríamos llamar “no valen nada”? Pablo
refiere el sacrificio redentor de Cristo como expresión sublime de un amor tan
grande que no lo merecemos, pero que lo hemos recibido de parte de Dios nuestro
Padre. Sumidos en la ignorancia de no reconocer al Dios del amor, caminamos
sedientos de Dios, buscando alternativas para entender mejor nuestra fe. El diálogo
con la mujer samaritana es uno de los grandes discursos de Jesús en el evangelio
de Juan. Es importante reconocer en este relato la personificación de la mujer
samaritana en su pueblo que teniendo una historia bastante especial acogió de
buena manera el evangelio, abriéndose así paso a la fe cristiana en medio de su
turbulenta manera de entender a Dios. El don de la fe se ve simbolizado en el agua
y no puede ser negado a nadie que los busque con insistencia. La fuente es Cristo,
de donde bebe nuestra alma sedienta de Dios. Por ello, ¿qué importaría más: el
lugar donde se adora o la disposición del adorador? La respuesta a la vocación
cristiana es asumir una religión que sobrepasa lugares, pueblos, normativas; todo
se resumiría en el encuentro y en el cambio. Aquella mujer se encontró con Jesús,
el Mesías; y de pronto ya no quiso seguir con la misma rutina de no hacer nada por
ella misma ni por su pueblo (dejar el cántaro) y entonces cambió. La vida pasada
ya no tiene cabida aquí, solo importa la decisión hacia adelante. Por eso, debemos
alejarnos de las murmuraciones que ofenden a Dios y al prójimo. Israel pecó de
falta de confianza, sentían sed, pero no buscaban a la fuente, sino satisfacer la sed
natural. Aquel Dios que los había sacado de Egipto con manifestación poderosa,
¿los iba a dejar morir en el desierto? La misma duda se convertía en su gran
acusación: falta de fe. Busquemos el agua que da vida.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)