Ciclo A, 2º domingo de Cuaresma
Tito Romero, C.M.
Recuerdo una de mis tantas peregrinaciones al santuario de la Virgen de Yauca. Era
octubre del año 1998. Con algunos compañeros de mi grupo juvenil nos juntamos
en la Iglesia del Señor de Luren para iniciar nuestra caminata nocturna, por el
desierto, hacia Yauca. Nos tocó una noche de niebla. Calculo que alrededor de las
tres de la mañana, la visibilidad en pleno desierto era mínima. No sabíamos hacia
dónde ir, ni si la gente con la que nos cruzábamos iba o venía. Era una
desorientación total, sumada al cansancio por las horas que veníamos caminando
por la arena del desierto. Recuerdo que muchos pensaron en detenerse y esperar a
que se despeje o amanezca. Otros querían seguir caminando a ciegas. Estábamos
en esas discusiones cuando a lo lejos divisamos una pequeña luz. Era una de las
luces de la Iglesia de Yauca. Estaba muy lejos y a penas se veía, pero para
nosotros fue la salvación y a la postre fue lo que nos indicó el camino a seguir.
Mientras recorríamos los últimos kilómetros hacia la Iglesia, mirando siempre la luz
de la Iglesia en el horizonte, todos nos olvidamos del cansancio y hasta nuestro
estado de ánimo cambió. Y es que en todos los aspectos de nuestra vida, cuando se
ve la luz al final del túnel o la meta al final de la caminata, el esfuerzo se hace más
llevadero.
El segundo domingo de cuaresma de este año nos presenta una lectura del
evangelio que tiene un mensaje similar. Es la lectura de la Transfiguración del
Señor. Según nos cuenta san Mateo, días antes los discípulos habían sido invitados
por Jesús a seguir su mismo camino, un camino duro, que implica cargar con la
cruz: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga” (Mt 16,24). Durante los seis días siguientes, los discípulos
experimentaron lo que significa seguir a Jesús, se dieron cuenta en qué consistía
esa cruz de la que les habló Jesús. La coherencia de vida que Jesús exige a sus
discípulos se ve bombardeada por una serie de tentaciones a dejar todo, a
abandonar el proyecto del Reino, a no tolerar las injurias, a no confiar en palabras
bonitas, a no dejar la casa, padre o madre por Jesús, a volver a la vida anterior.
Los discípulos fácilmente caen en un desánimo, en dudas, y se preguntan: ¿Vale la
pena este seguimiento? ¿Es verdad lo que este hombre promete? ¿Tiene sentido
este sacrificio? Ante esta situación, Jesús, que en un primer momento los invitó a
seguirle y a cargar con su cruz, ahora les ofrece a algunos de los discípulos la luz al
final del túnel que necesitan, un adelanto de lo que les espera si realmente
permanecen fieles. Según nos dice el evangelista, “ Jesús tomó a Pedro, a Santiago
y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en
presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron
blancas como la luz. ” (Mt 17,1-2).
La Transfiguración de Jesús no es otra cosa que el adelanto de su glorificación, o en
otras palabras, es un adelanto del cielo. Eso es lo que intenta explicar san Mateo
con imágenes como el resplandor de su rostro, la blancura de su ropa y la
presencia de Moisés y Elías (Mt 17,3), personajes que todos los judíos reconocían
como presentes ante Dios en el cielo. Estar en el cielo con Dios es la felicidad
suprema, es experimentar eternamente una satisfacción que no tiene comparación,
es gozar de la presencia de Dios para siempre. Esa felicidad la debieron percibir los
discípulos que contemplaban aquel espectáculo, es por eso que Pedro se atreve a
decir: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! ” (Mt 17,4a). Y como todo aquel que
experimenta un sueño maravilloso y no quiere que se acabe para no volver a su
triste realidad, los discípulos tampoco querían abandonar ese estado de felicidad,
por eso exclama Pedro: “Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías” (Mt 17,4b). Pero lo que Jesús les había ofrecido
era solo un adelanto del cielo, una motivación para que perseveraran en el
seguimiento en medio de tantas dudas y desánimos. La felicidad completa vendría
después, por eso cuando Pedro, Santiago y Juan volvieron a mirar, vieron a Jesús
solo (Mt 17,8). Después de esta experiencia, algo en los discípulos cambió. El saber
lo que les esperaba al final de una vida de seguimiento fiel les dio fuerza y ánimo
extra para afrontar lo que se les venía: la pasión, la cruz y la muerte. Y ya sabemos
cómo estos mismos discípulos, después de la resurrección de Jesús, fueron los que
con valentía construyeron las bases de la Iglesia que ha llegado hasta nuestros
días.
El camino cuaresmal que estamos viviendo sigue cada año el mismo itinerario que
experimentaron los discípulos aquel día en aquel monte. Durante toda la cuaresma
se nos invita a una fidelidad extrema a Jesús, a corregir nuestras malas actitudes
para con Dios a través de conversión sincera y a la práctica de la oración, el ayuno
y la limosna como medio de purificación. Para muchas personas, todo esto es difícil
de cumplir; para otras, tanto sacrificio no tiene sentido. Es por eso que la Iglesia, a
estas alturas del camino, nos muestra la luz al final del túnel, la meta de todo este
sacrificio: el cielo. Al igual que Jesús con sus discípulos, la Iglesia quiere darnos un
adelanto de lo que nos espera al final de tanto sacrificio para lograr el mismo
resultado, es decir, para reforzar nuestra fidelidad. No olvidemos que la cuaresma
es un camino hacia la Pascua, un camino duro en el que debemos pasar por la cruz,
es verdad; pero el saber que al final está la luz de la resurrección, de nuestra
resurrección, nos ayuda a caminar con paso más seguro. Solo si vemos al final de
toda la cuaresma la luz de la Pascua, y solo si vemos al final de nuestra vida el cielo
prometido, nuestros sacrificios y nuestra vida tendrán sentido. Así como existe una
luz al final de túnel, y así como existió una luz al final de mi peregrinación por el
desierto, así también existe la Transfiguración como adelanto de la meta final de
todo cristiano.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)