Ciclo A, 2º domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Una constante en las películas modernas que hablan del tema del fin de esta era o
cuestionan a este mundo lleno de maldad, en donde pareciera que el “malo” hace lo
que le da la gana y obtiene sus beneficios, es la presencia de una especie de
“elegido”, que va restituyendo las cosas a su modo, llegando incluso a cruzar el
límite de lo moral para destruir al “malo” y salvar a los indefensos. ¿Por qué está
latente este deseo humano de una especie de “salvador”? ¿Es que en realidad
siempre necesitamos de alguien que nos recuerde que debemos actuar siempre
haciendo el bien? La liturgia de este domingo nos habla justamente del “elegido”,
de aquel enviado por el Padre, para rescatar a la humanidad, que está esclava del
pecado, pero no solo en esta dimensión de liberación terrenal sino aquella la
liberación del pecado y el poder de la muerte para llegar así al cielo. Isaías lo
retrata desde la experiencia del exilio, tiempo de frustración para un pueblo que
había perdido la esperanza en el Dios de los antepasados y que necesitaba de algo
o alguien que le devolviera los anhelos de tiempos nuevos, tiempos de
reivindicación de la condición de “pueblo elegido”. En el evangelio, Juan da
testimonio de la esperanza de Israel que cobraba vida en la persona de Jesús, y
que es proclamado el “cordero de Dios”, buscando identificarlo con el cordero
pascual, signo de liberación para Israel recordando el Éxodo; signo de vida para un
pueblo que necesitaba ser resucitado. Vamos buscando un liberador, pero lo
buscamos mal; creemos que está lejos cuando él está dentro de nosotros,
queremos que nos ayude a cambiar este mundo y no nos animamos a ser sus
discípulos. ¿Qué estamos esperando?
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)