Ciclo A, 3º domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Está claro que la comunión debe ser un signo de identidad para la Iglesia en este
mundo que se caracteriza cada vez más por el individualismo y la desunión. Dios
se ha revelado al mundo en la elección de un pueblo, y cuya característica debía
estar en la comunión de fe para iluminar a otros pueblos en la verdad de la
adoración al único Dios. Pero es Dios quien da unión al pueblo, es su brazo
poderoso y su protección lo que evidencia esta verdad de fe. La comunidad
cristiana, desde la revelación del Hijo de Dios, está con mayor razón llamada a ser
signo de unidad ante la propagación de la fe. Pablo no tiene reparos en exhortar a
los corintios sobre la necesidad de la unidad. Parece que el hecho de formar ciertos
grupos en torno a los líderes cristianos estaba siendo un abierto antitestimonio y
había creado una división terrible. Pablo tiene que intervenir ya que hasta el propio
Cristo había sido considerado uno mas como los apóstoles, algo realmente inaudito.
Por eso, el evangelio nos quiere presentar cómo el propio Jesús inicia su ministerio
público convocando a un grupo de seguidores a quienes no buscaba uniformizarlos,
sino mas bien, respetando su condición y su forma de ser, transformarlos con el
amor y la fuerza del Espíritu Santo, para que en el momento oportuno, continuarán
esta misión de llevar la Buena Nueva. Hoy también Jesús sigue llamando y nos
compromete desde nuestras diferencias a ser signo de unidad para el mundo.
Nosotros tenemos que superar todo rasgo de división y de separación, de
“grupismos” y de “ansias de soberbia”, incluso hacia aquellos que no participan de
nuestra comunión de fe. Somos el pueblo elegido pero no para exaltarnos sino para
responder con mayor responsabilidad a nuestra misión.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)