Domingo Vigésimo del Tiempo Ordinario A
“Ten compasin de mí, Seor Hijo de David”
¡Qué difícil entender la escena de la cananea! Estamos acostumbrados a un Jesús
tierno y solícito que casi siempre se adelanta a las necesidades de los que se
cruzaron en su camino y las resuelve con celeridad y prontitud. En esta ocasión
Jesús aparece como haciéndose el sordo a la súplica angustiada de una pobre
mujer. Tan es así que los discípulos le llaman la atención: “Atiéndela, que viene
detrás gritando”. La respuesta de Jesús es desconcertante: “Sólo me han enviado a
las ovejas descarriadas de Israel”.
La pobre mujer, con su tenacidad, sinceridad y confianza, por encima del rechazo,
del amor a al hija y de la confianza absoluta en Aquel a quien se dirigía, resolvió a
su favor la situación, que no se le presentaba favorable. Consiguió lo que quería
para su hija y recogió de Cristo, para ella, una verdadera admiración y alabanza:
“Mujer, qué grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas”. Una fe a la que Jesús
vinculó la concesión de lo que pedía.
La actitud desconcertante de Jesús responde a una mentalidad del pueblo judío en
aquella época. Como pueblo elegido de Dios, pensaban que el Mesías y la salvación
que traía eran sólo para ellos. Llegaban a despreciar a los que no eran de los suyos.
De aquí la expresión de Jesús: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”.
La tenaz insistencia de la cananea, a pesar del aparente rechazo de Jesús, es el
mensaje de este evangelio. Una súplica ferviente, confiada y perseverante,
implorando no para sí mismo, sino para otro. Una oración sencilla y ferviente, es la
fuerza que hace que Jesús rompa barreras y cambie la manera de pensar de
entonces. La salvación se ofrece también a los paganos que creen. No se requiere
ser del pueblo elegido, pues también los que no lo son pueden acceder a la
salvación si creen activamente. La fe termina por vencer todos los obstáculos.
La fe tiene una de sus más fuertes expresiones en la oración. La cananea insistía
con una súplica ferviente. Un cristiano apenas podría explicarse sin momentos de
oración sincera, calmada y reconfortante. Como un hombre apenas puede
explicarse sin momentos de conversación con los que ama, y con aquellos con los
que comparte ilusiones y proyectos. Necesitamos encontrar sitio y tiempo para
orar. Nos interesa a los cristianos reconquistar en nuestra vida el tiempo y el
espacio que debe ocupar la oración, el encuentro amoroso y diario con Dios, el
momento que repasemos con El nuestro modo de concebir la vida, nuestro modo de
realizarla, nuestro peculiar estilo de vivirla. El momento de acercarnos a su fuerza,
a su bondad, a su misericordia, para hacernos poco a poco semejantes a El.
En esta época de tantas prisas, tantos ruidos y tantos agobios, podemos perder el
gusto por la oración, entendida como necesidad de ponerse en contacto con Dios
para encontrar la respuesta adecuada a lo que pedimos y a lo que necesitamos en
muchos momentos; es intentar vivir sin que ningún “demonio”, de tantos como
andan sueltos, nos atenace como atenazaba a la hija de esta mujer cananea,
ejemplo vivo y atrayente de lo que es rezar de verdad.
El silencio de Jesús oculta un deseo más profundo que la curación que se le pide:
quiere que la fe de aquella mujer vaya más allá de lo que ella pretende; quiere que
llegue a la plena comunión con El. Sabía hasta dónde podía llegar, si la ayudaba a
profundizar en su fe y en su humildad. Dios siempre nos escucha. Su silencio
aparente ante nuestra súplica, está abriendo nuevos caminos de encentro y
comunión con El potenciando la fe. La oración es encontrarnos con Dios, tener una
experiencia vital con El, para vivir en comunión con El, y no solo un medio para
resolver nuestros problemas.
Joaquin Obando Carvajal.