Domingo XIX Ordinario del ciclo A.
Aprendamos a confiar en Dios.
Muchos cristianos han sido enseñados a considerarse pecadores por desconfiar de
Dios. Nuestros hermanos de fe no son malvados porque desconfían de Dios, pues
ello sucede porque su relación con el Todopoderoso no ha madurado lo
suficientemente como para estabilizarse. Recordemos que, de la misma manera que
el tiempo nos ayuda a confiar o a no fiarnos de la gente con que nos relacionamos,
el tiempo es también un elemento fundamental, para que podamos comprobar que
podemos confiar plenamente en Dios.
El texto evangélico que meditaremos en esta ocasión (MT. 14, 22-33), resulta
muy instructivo para que no perdamos la confianza en el Dios Uno y Trino. Para
comprender el citado texto, es conveniente recordar el contexto en que acaece el
relato que vamos a considerar versículo a versículo, con el fin de aplicarlo mejor a
nuestra vida de fe.
Dado que Jesús sufrió mucho por causa de sus enemigos durante los años que se
prolongó su Ministerio público, y considerando que San Juan el Bautista era
pariente suyo, nuestro Señor sufrió mucho cuando acaeció la muerte del predicador
del Jordán. Es esta la razón por la que San Mateo escribió en su Evangelio:
"Al oírlo Jesús (que el Bautista había muerto, y había sido sepultado por sus
seguidores), se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario. En cuanto lo
supieron las gentes, salieron tras él viniendo a pie de las ciudades" (MT. 14, 13).
Dado que la muerte de San Juan el Bautista afectó a Jesús, el Señor quiso
tomarse un tiempo para orar y reflexionar junto a sus discípulos, pues el Mesías,
aunque aún no había sido dictada su sentencia, tenía muy claro que iba a ser
ejecutado. El retiro de Jesús junto a sus discípulos, nos recuerda que, cuando
suframos por cualquier causa, debemos dirigirle a Dios nuestras oraciones, y
meditar su Palabra que se contiene en la Biblia, quedando a la espera de que el
Dios Uno y Trino nos ilumine. El hecho de que oramos, significa que creemos en
Dios. Cuanto mayor sea nuestra dificultad para orar, más débil es la fe que nos
caracteriza. A este respecto, nos es útil aplicarnos la instrucción que San Pablo les
escribió a los cristianos de Éfeso:
"Y todo esto (vivir cumpliendo la voluntad de Dios, y evitando las ocasiones de
pecar) hacedlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu; renunciad
incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los creyentes" (EF.
6, 18).
¿Podemos orar por quienes carecen de nuestra fe? No solo podemos orar por
quienes no comparten nuestras creencias, pues ello es un deber, pues Dios quiere
que compartamos su deseo de que toda la humanidad se salve. Recordemos las
palabras que San Pablo le escribió al Obispo Timoteo.
"Te encarezco, pues, en primer lugar, que se hagan oraciones, súplicas,
peticiones y acciones de gracias por todos los hombres. Por los reyes y por todos
los que gozan de poder sobre la tierra, para que podamos, de forma tranquila y
sosegada, realizarnos sin trabas en nuestra condición de personas creyentes.
Hermoso y agradable es este proceder a los ojos de Dios, nuestro Señor, por
cuanto él quiere que todos los hombres se salven y conozcan la verdad" (1 TIM. 2,
1-4).
Tal como recordamos el Domingo XVIII Ordinario, a pesar de que Jesús quería
descansar con sus amigos, al ver a la multitud necesitada tanto de instrucción
espiritual como de alimentos físicos, se vio urgido a renunciar a su retiro, para
hacer lo único que quería en favor de sus oyentes. Jesús se valió de los alimentos
que consiguieron los Apóstoles de entre la multitud de sus oyentes, para alimentar
a todos los que habían escuchado sus enseñanzas. Esta es la razón que justifica el
hecho de que los misioneros, al mismo tiempo que ayudan a los pobres a nivel
material, intentan instruir a los tales espiritualmente, pues, curiosamente, nadie
cree tanto en Dios, como lo hacen los pobres, los ancianos, los enfermos y los
desamparados.
A los predicadores que creen que su trabajo en la viña del Señor no es relevante
porque no pueden cosechar el producto de su siembra, Jesús les dice con respecto
a quienes necesitan ser instruidos espiritualmente, y alimentos materiales:
""No tienen por qué marcharse; dadles vosotros de comer"" (CF. MT. 14, 16).
Los citados predicadores que no creen en la utilidad que puede tener su trabajo
en la viña del Señor, pueden preguntarle a nuestro Padre común: ¿Por qué nos
dices que te consagremos nuestros mayores esfuerzos, si somos incapaces de
pronunciar una sola palabra que ayude a nuestros oyentes a creer en Ti? Tales
cristianos, en vez de dejar de predicar el Evangelio, deben considerar su forma de
trabajar para el Señor, deben pensar que no son ellos quienes tienen que recoger el
fruto de su siembra, y tienen que aferrarse al hecho de vivir un ciclo vital de
formación, acción y oración, porque, ante Dios, todos tenemos un valor personal
que nadie nos puede quitar, lo cual nos hace reflexionar sobre que ningún esfuerzo
que llevemos a cabo con la intención de hacer el bien, debe ser considerado inútil.
"Inmediatamente (Jesús) obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por
delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente" (MT. 14, 22).
Jesús no obligó a sus Apóstoles a que se embarcaran para despedir a la gente,
sino para disponer de tiempo para estar a solas en la presencia de Dios. Muchos
cristianos consideran que no merece la pena orar porque piensan que hay
demasiado trabajo que hacer en la viña del Señor como para permanecer ociosos.
Tales hermanos nuestros no tienen en cuenta que nunca vamos a poder cubrir
todas las necesidades del mundo en que vivimos, lo cual nos insta a comprender
que tenemos la oportunidad de orar, para pedirle a nuestro Padre común que haga
que toda la humanidad conozca la felicidad, más allá de las situaciones dolorosas
que caracterizan la vida de muchos de nuestros prójimos los hombres.
"Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar; al atardecer
estaba solo allí. La barca se hallaba ya distante de la tierra muchos estadios,
zarandeada por las olas, pues el viento era contrario" (MT. 14, 23-24).
¿Habéis tenido alguna vez la impresión de que vuestra vida, cargada de
dificultades, ha podido parecerse a la barca zarandeada por las olas, en que los
Apóstoles del Señor, se encontraron con Jesús? Quienes hemos tenido problemas
durante los años que hemos vivido, si hemos aprendido algo, ello consiste en que
las dificultades nos suelen acarrear más problemas.
Como veremos a continuación, Jesús socorrió a sus amigos, pero no lo hizo al
anochecer, sino durante la cuarta y última vigilia de la noche, es decir, estando
cerca el amanecer del nuevo día. Este hecho es significativo, si consideramos que,
en medio de nuestras dificultades, podemos perder la fe, pensando que Dios carece
del menor interés, de venir en nuestro auxilio. Esta es la razón por la que el
Salmista escribió:
"Los ojos de Yahveh están sobre quienes le temen,
sobre los que esperan en su amor,
para librar su alma de la muerte,
y sostener su vida en la penuria" (SAL. 33, 18-19).
Recordemos que el temor de Dios no está relacionado con el miedo, pues se trata
de uno de los dones del Espíritu Santo, que nos incita a respetar a Dios, y, por
tanto, a evitar las ocasiones de pecar.
"Y a la cuarta vigilia de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar" (MT.
14, 25).
El hecho de que Jesús caminó sobre las aguas del mar, significa que, nuestro
Señor, por su condición divina, puede ayudarnos a superar la adversidad que pueda
afectarnos durante nuestra vida. Ahora bien, si Jesús puede superar el mal y el
dolor en todas sus formas, ¿por qué sucumbió a la muerte? ¿No significará el hecho
de que Jesús murió, que Dios no existe, por lo que perdemos la vida cumpliendo
unos preceptos que no nos servirán para alcanzar la tan soñada salvación que
aguardamos?
Las citadas preguntas con que me llenan el buzón de correo electrónico muy a
menudo algunos de mis lectores, deben ser respondidas adecuadamente.
¿Por qué sucumbió Jesús a la muerte? Siendo conocedor del hecho de que la
forma en que mucha gente afronta y confronta sus dificultades le conduce a no
creer en nadie ni en nada, Dios quiso experimentar el dolor humano, y ello no
sucedió porque desconocía el sufrimiento, sino para que no pensemos que nos ha
condenado a vivir situaciones ilógicas que desconoce. Por otra parte, no debemos
olvidar que el dolor, además de contribuir a nuestra purificación y santificación, nos
aporta una gran variedad de experiencias, que pueden aumentar
considerablemente la fe que nos caracteriza. El autor de la Carta a los Hebreos,
escribió:
"Se trata del mismo Cristo que durante su vida mortal oró y suplicó con fuerte
clamor, con lágrimas incluso, a quien podía liberarle de la muerte; y ciertamente
fue escuchado por Dios, en atención a su actitud de acatamiento. Pero Hijo y todo
como era, aprendió en la escuela del dolor lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la
perfección, se ha convertido en fuente de salvación eterna para cuantos le
obedecen" (HEB. 5, 7-9).
Nuestro Santo Padre escuchó las oraciones de Jesús, pero no por ello libró a
nuestro Señor de pasar por la experiencia de la muerte, así pues, aunque Jesús
vivió su Pasión y falleció, tras su Resurrección, fue coronado Rey, lo cual le sirvió
para ser compensado por haber soportado estoicamente el sufrimiento. Teniendo
en cuenta la experiencia de Jesús, si Dios tarda en concedernos lo que le pedimos,
no perdamos la fe en que nos escucha, pues El nos concede lo que atañe a nuestra
salvación, y no pocas veces se hace esperar, con tal de que nos demostremos si
nuestra fe madura, o si se debilita, por causa de la desconfianza que podemos
depositar en El.
Con respecto al cumplimiento de los Mandamientos divinos, he de decir que no ha
de estar marcado por el interés, pues la salvación de nuestra alma, no procede de
nuestro cumplimiento imperfecto de la voluntad de Dios, sino del amor con que
nuestro Padre común nos ama.
"Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: «Es un
fantasma», y de miedo se pusieron a gritar" (MT. 14, 26).
ES inevitable conocer a alguien que sienta miedo con respecto a lo que
desconoce. En el pasaje de la pesca milagrosa con que San Lucas comenzó el
capítulo quinto de su Evangelio, vemos cómo San Pedro sintió miedo, porque Jesús
utilizó su poder divino para llenar tanto las redes de la barca de Zebedeo como la
suya. Esta es la razón por la que el citado futuro Apóstol del Mesías, le dijo a
nuestro Señor:
""Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador"" (CF. LC. 5, 8).
Cuando, después de resucitar de entre los muertos, Jesús se les apareció a sus
amigos íntimos, los tales pensaron que era un fantasma.
"Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les
dijo: «La paz con vosotros." Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero
él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón?
Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no
tiene carne y huesos como veis que yo tengo." Y, diciendo esto, les mostró las
manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y
estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?» Ellos le ofrecieron
parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos" (LC. 24, 36-43).
Recuerdo que, durante mis años de catequista de niños de primera Comunión y
Perseverancia, me encontré con una mujer a la que intenté convertir al Señor, la
cual, después de agradecerme el intento que hice de consolarla de su aflicción, me
dijo que no quería creer en Dios, porque no quería ser víctima de una falsa ilusión,
lo cual solo podría servirle para hacerle más insoportables sus problemas. A esta
penosa dificultad que muchos tienen para creer en Dios, se suma el mal
comportamiento de muchos creyentes religiosos y laicos, lo cual menoscaba
bastante la fe de la humanidad.
"Pero al instante les habló Jesús diciendo: «¡Animo!, que soy yo; no temáis.»
Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas.»
«¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo
hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara
a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!"" (MT. 14, 27-30).
San Pedro puso a prueba a Jesús, y ello no disgustó a nuestro Señor. ¿Podemos
poner a prueba a Dios? Es comprensible el hecho de que queramos estar seguros
de que Dios nos ama. Si le pedimos a Dios que nos ayude a superar una dificultad y
nos concede lo que deseamos, ello puede estimular nuestra fe. Otra cosa muy
diferente, es que queramos someter a Dios a nuestros caprichos. Cuando, en el
episodio de sus tentaciones a Jesús, el diablo incitó a nuestro Salvador a saltar de
la torre más alta del Templo jerosolimitano, diciéndole que los ángeles procurarían
que no muriera en su intento de hacerse famoso, nuestro Salvador, le respondió:
""También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios"" (MT. 4, 7).
Pedro salió de la barca obedeciendo la orden de Jesús, y, aunque logró caminar
sobre el agua, tuvo miedo de ahogarse, por lo que le suplicó a su Maestro que lo
salvara. Este hecho es muy significativo. Creo que todos conocemos a quienes cada
día están en una iglesia diferente, no buscando la verdad, sino buscándose a sí
mismos. No digo que tales cristianos sean pecadores, sino que aún no han
encontrado alguna razón que les ayude a convencerse de que deben creer
firmemente en Dios.
Algunos de mis lectores me escriben e-mails dándome a entender que mi
pensamiento sobre la definición de la religiosidad es muy exigente, porque es
imposible vivir dedicándole tiempo a la formación, la acción y la oración, durante
todos los años que vivimos. Yo les contesto a los citados lectores que, de la misma
manera que los médicos nunca terminan de estudiar, y los abogados deben estar
pendientes a las reformas y cambios de leyes, nosotros debemos estar atentos a
nuestra santificación, pues por algo les escribió San Pablo a los cristianos de
Corinto:
"Pero llevamos este tesoro (la fe) en recipientes de barro para que aparezca que
una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros" (2 COR. 4, 7).
"Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por
qué dudaste?»" (MT. 14, 31).
Aunque Jesús estiró la mano para evitar que Pedro se hundiera en el lago apenas
éste le pidió que lo ayudara, seguro que a dicho Apóstol, se le hizo eterno, el
momento de su duda, tal como puede sucedernos a nosotros, cuando tenemos la
convicción de que Dios nos ha desamparado, en medio de las dificultades
características de nuestra vida.
Parece que Jesús le echó a su amigo en cara su duda. Jesús no le preguntó a
Pedro sobre su pérdida de fe para avergonzarlo, sino para concienciarlo de que
nunca lo iba a desamparar.
"Subieron a la barca y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se
postraron ante él diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios.»" (MT. 14, 32-33).
Aunque los Apóstoles reconocieron que Jesús era Hijo de Dios cuando nuestro
Señor extinguió el temporal que azotaba su barca, este milagro no fue suficiente
para afianzar su fe, pues necesitaron muchas demostraciones de la Divinidad de
Jesús, para concluir el perfeccionamiento de su fe.
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a nuestro Padre común, que nos ayude
a tener una fe inquebrantable, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
(José Portillo Pérez).