Ciclo A, 5º domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Es tiempo de revisar nuestra identidad de cristianos. ¿Qué nos debe caracterizar?
La consigna está dada: tenemos que ser sal y luz del mundo. No es una sugerencia
de Jesús hacia sus seguidores; es un mandato. Para el profeta Isaías ser luz es ser
hombres y mujeres que practiquen la caridad, que no sean indiferentes ante el
dolor del prójimo y que hagan algo para remediarlo. Pero más aún, estamos
llamados a ser sal, para conservar viva nuestra identidad de hijos de Dios en medio
de un mundo de increencia. Esto nos compromete a vivir en la humildad de quienes
transmiten un mensaje profundo bien manifestado en la buenas obras. Es la mejor
manera de transmitir: no con las palabras difíciles que marean y confunden, sino
con el testimonio de ser seguidor de Jesús. Y es aquí donde se abre nuestro gran
desafío. Ya hace un buen tiempo, el Papa Benedicto XVI dirigiéndose a los Obispos
reunidos en el Santuario de Aparecida (Brasil) animaba a la evangelización en
nuestro continente, pidiendo que seamos realmente “sal y luz del mundo” y para
ello invocaba que no confundamos el cristianismo con una doctrina o ideología, sino
es el seguimiento de una persona: Cristo. De esta manera, ponía en evidencia uno
de las más grandes incoherencias de los cristianos: el divorcio entre fe y vida.
Nuestra fe nos exhorta a defender la vida, pero cuando me veo comprometido en
algo que va en contra de este mandato divino, me escondo y no doy la cara. Peor
aún, aprovecho la instancia de los secreto, y contradigo lo que mi fe me reclama.
Ser sal y luz en este mundo es traducir lo que creemos en la práctica de la caridad.
Las buenas obra son expresión de nuestra confianza en el Señor, no la condición
por la que Dios deba salvarnos. Es justamente, en la convicción de ser Iglesia,
discípulos de Cristo donde queda cimentada las bases de un cristianismo fuerte y
convincente.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)