Ciclo A, 8º domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
Uno de los temas fascinantes en teología es el referido a la Providencia divina. Se
parte de una premisa de fe: Dios quiere que todos los hombres se salven y buscará
por todos los medios posibles que el hombre alcance esta salvación que es un don.
Esta acción divina es la que se conoce con el nombre de Providencia. Dios pone de
su parte; pero quizá, el verdadero problema es que nosotros no ponemos de la
nuestra. La Providencia no consiste en esperar con los brazos cruzados el auxilio
divino sea por cuestiones espirituales o por netamente materiales. Providencia es
confiar que Cristo ya me ha salvado y hago lo posible por hacer realidad esa
salvación ya desde aquí. Mateo ve la necesidad de subrayar que sólo a Dios
podemos adorar y que el dinero, gran tentación del hombre, puede ser un gran
obstáculo para la perfección cristiana. Las preocupaciones de cada día son siempre
duras y constantes. La única manera de enfrentarlas es con paciencia y mucha
fuerza de convicción en lo que creemos. La fiel compañera es la esperanza. Por
tanto, un buen administrador de las cosas de Dios no mide su rendimiento por lo
que puede hacer por los demás, sino por dejar que actúe en él la Providencia que
busca que todos los hombres se salven. Si en algún momento esa manifestación
providente se traduce en un milagro o en un favor concedido, es preciso ser un
agradecido por el amor providente de Dios y prepararse para el momento de cruz.
Abandonarse a la Providencia pareciera en este tiempo una pérdida de tiempo.
Muchos llegan hasta confundirse como la aceptación de Dios de nuestra voluntad. A
pesar de ello, debemos de verdad creer en la Providencia de Dios. Nuestra
perfección espiritual consiste entonces en buscar hacer realidad el Reino de los
cielos aquí y ahora, pero con la gran verdad de que no estamos solos en este
peregrinar.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)