Comentario al evangelio del Domingo 07 de Agosto del 2011
Soy yo, no tengáis miedo
El evangelio de hoy nos presenta tres escenas
sucesivas: Jesús despidiendo a la multitud; Jesús orando en soledad; Jesús caminando sobre las aguas
al encuentro de los discípulos.
La primera escena cierra el episodio de la multiplicación de los panes: tras haberse compadecido de la
gente, curado a los enfermos y saciado a la multitud hambrienta, Jesús se ocupa de ellos hasta el final,
y permanece con ellos para despedirlos. Así se muestra la verdadera solicitud del que se ha definido
como el buen pastor de su rebaño.
En la segunda se retoma algo que quedó en suspenso a causa de la gente que lo buscaba. Jesús
renunció a su retiro para atenderla, pero, una vez que se ha marchado, vuelve a la soledad, el silencio y
la oración. Si la oración no puede ser una huida, una excusa para evitar los problemas acuciantes de los
hombres, la dedicación a estos problemas tampoco puede excusarnos del trato personal con Dios en el
silencio y la soledad. Compromiso y oración se reclaman mutuamente; no pueden subsistir de verdad
el uno sin la otra. La oración sin compromiso con las necesidades de los demás está vacía; el
compromiso sin oración en la soledad puede ser algo ciego, un altruismo encomiable, pero carente del
sello distintivo de la fe cristiana. Precisamente es la fe en Jesús lo que vincula estas dos dimensiones, y
lo que las une con la tercera escena.
La fe puede ser a veces producto del temor. Existe una cierta inclinación a pensar que Dios ha de
manifestarse por medio de signos que, como el huracán o el terremoto, expresan su fuerza irresistible,
su poder, ante el que el hombre no puede hacer otra cosa que temer y someterse. Pero el Dios Padre de
Jesucristo se manifiesta más bien en la amabilidad tenue de la brisa, en la cercanía solícita de su propio
Hijo. Esta forma de manifestación no quiere inducir al temor sino a la confianza: en medio de la
tormenta, de la oscuridad de la noche y con el viento en contra Jesús va al encuentro de sus discípulos.
Podemos entender que la barca zarandeada por el viento es una imagen de la Iglesia, que con
frecuencia se mueve en medio de un ambiente hostil y contrario, en circunstancias amenazantes que
parecen poner en peligro su supervivencia. Los discípulos son presa del miedo, sienten que pueden
hundirse, y no tienen ojos para reconocer a Jesús que, confortado y fortalecido por la oración en
soledad, es capaz de caminar sereno sobre las aguas embravecidas, por encima de peligros y
turbulencias. La fe basada en el temor ve fantasmas inexistentes o percibe en los acontecimientos
adversos amenazas y castigos por parte de Dios. Pero no es ese el modo de actuar de un Dios que en la
solicitud de Jesucristo hacia las masas enfermas y hambrientas ha revelado su rostro paterno. No es,
pues, una voz de amenaza lo que nos dirige Jesús, sino de ánimo y de confianza: «¡Ánimo, soy yo, no
tengáis miedo!»
En los tiempos que vivimos, de crisis de fe, de abandono masivo de la práctica religiosa, de hostilidad
creciente hacia la Iglesia, podemos sentir también nosotros la tentación del temor y el pesimismo,
incapaces de ver a Jesús caminando con señorío en medio de la tormenta. Es importante que sepamos
retirarnos a la soledad para aprender a percibir la voz de Jesús que nos da ánimo y nos invita a disipar
el temor. Ahora bien, lo que ha de sustituir al temor no es una arrogancia pretenciosa que ignora los
peligros y confía sólo en las propias fuerzas. En la actitud de Pedro hay una curiosa mezcla de fe
verdadera y de arrogancia. Por un lado, la petición que dirige a Jesús («Señor, si eres tú, mándame ir
hacia ti andando sobre el agua») tiene algo de desafío y desconfianza («si eres tú»), que recuerda la
tentación que los sumos sacerdotes lanzaron a Jesús en la cruz: «si eres Hijo de Dios, baja de la cruz»
(Mt 27, 40). A veces exigimos que Dios nos muestre sus credenciales haciendo cosas extraordinarias.
Pero hay también algo auténtico en esta petición de Pedro: en tiempos de turbulencias y viento
contrario no es de recibo esconderse y buscar refugio en la barca. Esta es también una tentación que
debe ser evitada. Cuando pintan bastos algunos cristianos prefieren esconderse, evitar el conflicto,
cerrarse sobre sí, aceptando que la fe es sólo una «opción privada», y buscando en la Iglesia un lugar
seguro frente a la intemperie. Pero Jesús camina sobre las aguas, en medio de la tormenta, en medio del
mundo al que ha venido a salvar a pesar de la hostilidad que le muestra. Como Pedro, hay que estar
dispuesto a salir de la barca incluso cuando los peligros acechan. Pero hay que hacerlo con una fe
confiada en Jesús, que nos salva de la arrogancia, nos tiende la mano e impide que nos hundamos,
enseñándonos que es sólo en Él, y no en nuestras fuerzas, en quien debemos depositar toda nuestra
confianza. Sólo así podremos caminar también sobre las aguas de la adversidad y alcanzar la paz que
sólo Jesús nos puede dar. Esta tercera escena del Evangelio de hoy nos evoca estas otras palabras de
Cristo: «Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero
¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Estas son las tres llamadas que resuenan con claridad en el Evangelio de hoy: solicitud hasta el final
hacia las gentes necesitadas, encuentro con Dios en la soledad de la oración y, por fin, lo que une
indisolublemente el primero con la segunda: la profesión de fe de los Apóstoles («los de la barca»):
«Realmente eres Hijo de Dios».
José Maria Vegas, cmf