LA SALVACIÓN ES PARA TODOS
(DOMINGO XX. T.O. Ciclo A)
18 agosto 2002
El ser humano, tan capaz de abarcar mundos, de penetrar en las profundidades del
conocimiento, de desplazarse por el universo entero... a la hora de la verdad, es el
ser más limitado y estrecho en su horizonte que podamos echarnos a la cara.
¡Qué trabajo nos cuesta salir de lo nuestro! ¡Qué difícil nos resulta ir más allá de
aquello que queda al alcance de nuestra mano! ¡Qué inseguridad nos produce un
ambiente que desconocemos!
Y nos organizamos nuestra propia vida, organizando (para dominarlo) nuestro
propio ambiente: en nuestra casa, sabemos dónde tenemos todo; en nuestra casa,
tenemos nuestro sitio fijo; en nuestra casa, dejamos las cosas siempre de la misma
manera... En nuestra vida, aseguramos suficientemente el futuro... No queremos
sobresaltos ni sorpresas, sino que todo suceda como tenemos previsto.
Por eso nos cuesta tanto cambiar de casa, ir de viaje, convivir con personas que
desconocemos... Porque allí no encontramos el cepillo de dientes, porque allí se nos
trastornan todos los horarios, porque allí tenemos que cambiar nuestras
costumbres o comidas...
Lo nuestro. Lo de siempre. Lo conocido. Lo que se acomoda a mí. Lo que no me
sorprende. Lo que no me exige cambio.
Las lecturas de la eucaristía de este domingo, nos hablan de universalismo. La
salvación no es algo propio de unos cuantos, ni siquiera de un pueblo. Nuestro Dios
viene a salvar a todos. Leemos en la primera lectura (Is 56,1.6-7): "A los
extranjeros los traeré a mi Monte Santo, los alegraré en mi casa de oración,
aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios". Seguro que esta afirmación le
rechinó fuertemente al pueblo de Israel, que excluía de la salvación a los
extranjeros.
Y, en el Evangelio (Mt 15,21-28), nos presenta a Jesús en tierra de paganos y
atendiendo a una pagana. De este modo, amplía la creencia del pueblo de Israel:
que la salvación debía limitarse a las personas de ese pueblo.
Es un ensanchamiento de corazón lo que nos pide la liturgia de hoy. No se acaba
todo en los límites de nuestra comodidad. Los demás también deben entrar en
nuestros planes, en nuestro interés, en nuestro compromiso, en nuestro esfuerzo. A
título personal, por supuesto. Sin caer en la tentación de pensar que el otro
solamente me exige y me importuna. Eso sería considerarlo como un rival. El otro
también me enriquece con lo que me aporta. No hemos venido a este mundo para
salvar nuestras propias castañas y no temer lo que nos presente el mañana. Hemos
sido traídos a la vida para hacer el camino juntos, con los demás. Aunque esto,
ciertamente, impone una serie de "recortes" y de "limitaciones", que se derivan del
reconocimiento del otro y del servicio a él.
Y también a título comunitario. Si queréis, incluso como comunidad cristiana. No
podemos, como cristianos, encerrarnos en nuestras prácticas y limitarnos en
nuestro quehacer a aquellos que nos conocemos de toda l vida, y que pensamos
exactamente igual. Más allá de nuestro grupo, hay otros, tal vez diferentes, pero
capaces de recibir el mensaje de salvación y capaces de vivirlo con toda la hondura
del mundo. Hasta ellos tenemos que llegar con nuestra vida y con nuestra fe. Es
más fácil conservar lo que ya tenemos. Pero lo que nos pide el Evangelio es que no
nos lo guardemos para nosotros y lo hagamos llegar a todos.
Necesitamos personas y comunidades abiertas, atentas y sensibles a todos, aunque
nos parezca que no son "de los nuestros". Parroquias y grupos misioneros que
proclamen el Evangelio a todos y en todos los ambientes.
Miguel Esparza Fernández