Domingo XX Ordinario del ciclo A.
Jesús y la compasión.
Introducción.
Son varias las meditaciones que nos sugiere la interpretación del Evangelio de
San Mateo con respecto al pasaje de la mujer cananea (MT. 15, 21-28). La
interpretación típica que solemos asociarle a dicho texto es la literal, la cual oculta
el misterio que hizo que Jesús cambiara de opinión con respecto a su forma de
atender a quien tanto le suplicó que atendiera su ruego.
Los judíos eran muy nacionalistas, y no tenían el concepto de un Dios que podía
ser Padre de todos los moradores de la tierra, ellos tenían la idea generalizada de
un Dios que los había escogido entre todas las naciones, para colmarlos de dones y
virtudes de una forma privilegiada con respecto a las demás naciones del mundo,
esta es, pues, la causa por la cual los Apóstoles le pedían al Nazareno que hiciera
que aquella mujer no siguiera importunándolo. En tiempos de Jesús, ni siquiera los
rabinos podían hablar con sus esposas en plena calle, para no ser considerados
gente de mala reputación.
La razón por la cual San Mateo transcribió en su Evangelio el pasaje de la
curación de la hija posesa de la mujer cananea, consiste en que Jesús rompió una
de las grandes barreras impuestas por el protocolo de los legisladores judíos de
Palestina, al atender los ruegos de una simple extranjera. El Apóstol Santiago
recriminaba a aquellos cristianos que, marginando a los pobres, les concedían en
sus asambleas puestos privilegiados a quienes posteriormente hacían que les
diesen muerte a los más predilectos hijos de la Iglesia Universal.
Si estudiamos la vida y los escritos de San Pablo, podemos distinguir palabras y
acciones del judío de Tarso, que dejaban entrever a un cristiano que no podía
ocultar el hecho de que había pertenecido a la secta de los fariseos. Habitualmente
decimos que los católicos estamos divididos en conservadores y progresistas, de
forma que olvidamos el mensaje fundamental que San Mateo nos transmite en el
citado pasaje del Evangelio de hoy. Jesús fundó una Iglesia en que todos los
hombres, independientemente de la clase social a que pertenecemos, somos hijos
de un mismo Padre y Dios de todos.
Pidámosle a nuestro Padre y Dios que nos ayude a tener necesidad de
encontrarnos con Jesús y convertirnos definitivamente a El, como la mujer fenicia
tuviera en su día el deseo y la necesidad de ver a su hija sana de su enfermedad.
Vivimos en un mundo marcado por el padecimiento.
"Jesús salió de allí y se dirigió a la parte de Tiro y Sidón" (MT. 15, 21).
Aunque Jesús cumplió su misión entre los judíos, al considerar que los
extranjeros también serían llamados a formar parte del Reino mesiánico, nuestro
Señor, en algunas ocasiones, también llevó a cabo milagros en beneficio de
extranjeros, porque Dios no hace acepción de personas. Recordemos las siguientes
palabras de San Pablo:
"En efecto, todos vosotros, los que creéis en Cristo Jesús, sois hijos de Dios.
Incorporados (unidos espiritualmente) a Cristo por el bautismo, os habéis revestido
de Cristo (os esforzáis, -con la ayuda del Espíritu Santo-, en asemejar vuestra
conducta a la conducta de nuestro Salvador). Ya no hay distinción entre judío y no
judío, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer. En Cristo Jesús, todos sois
uno" (GAL. 3, 26-28).
"No hay acepción de personas en Dios" (CF. ROM. 2, 11).
Aunque Dios no hace acepción de personas, los judíos no seguían el mismo
criterio de su Creador, así pues, quizá por causa de las invasiones que sufrieron sus
antepasados, y por causa de la dominación romana, consideraban a los extranjeros
como si fuesen perros. Teniendo en cuenta este hecho, es posible que muchos
seguidores de Jesús, al saber que el Señor favorecía a los extranjeros como si los
tales fueran judíos, se molestaran bastante.
¿Hacemos nosotros acepción de personas?
¿Tenemos reparos a la hora de relacionarnos con gente cuya reputación se
considera dudosa?
Aunque los laicos tenemos la posibilidad de vivir como buenos cristianos por
medio de un programa de formación, acción y oración, el hecho de que Jesús
obrara milagros en favor de quienes no eran sus hermanos de raza, nos sugiere la
posibilidad de que actuemos en favor de gente que no conocemos.
"En esto, una mujer cananea que vivía por aquellos lugares vino a su encuentro
gritando: -¡Señor, hijo (descendiente) de David, ten compasión de mí! Mi hija está
poseída por un demonio y sufre horrorosamente" (MT. 15, 22).
Mientras que el Señor era rechazado por aquellos de sus hermanos de raza que
eran expertos en la interpretación del Antiguo Testamento, una extranjera, que si
bien carecía de valor para los hermanos de raza de nuestro Redentor por no formar
parte de su pueblo, también era despreciada por los tales por ser mujer, le suplicó
a Jesús que se apiadara de ella. Por mucho que sea nuestro conocimiento de la
Palabra de Dios, la utilización de la religión para alcanzar beneficios materiales, lo
único que puede lograrnos, es la desaprobación de nuestro creador.
Recordemos el caso de María y Marta de Betania (LC. 10, 38-42). María pasaba
las horas escuchando a Jesús predicarle el Evangelio, mientras que su hermana se
dedicaba a la realización de sus actividades domésticas. Curiosamente, cuando
murió Lázaro, -hermano de ambas amigas del Hijo de María-, Marta, -cuya fe se
supone que debía ser muy débil, por haberse formado espiritualmente menos que
su hermana-, fue la que primero buscó a Jesús, una vez supo que el Salvador
estaba a las afueras de Betania (JN. 11, 20).
En el libro de los Salmos, encontramos una frase que nos ayuda a comprender
cómo la citada mujer cananea le pidió ayuda a Jesús.
"Sacrificio para Dios es un espíritu quebrantado (contrito),
un corazón quebrantado y humillado, tú, Dios no lo desprecias" (SAL. 51, 19).
La contrición es un perfecto dolor que sienten los pecadores, al pensar que han
actuado incorrectamente, porque, de alguna forma, sus acciones han perjudicado a
Dios. El hecho de acercarnos a Dios con un corazón contrito y humillado, no
significa que tenemos que despreciarnos, sino que reconocemos que somos
inferiores a nuestro Creador, y nos acercamos a El, sabiendo que, nuestro Padre
común, quiere hacer de nosotros hombres y mujeres nuevos, creados a su perfecta
imagen y semejanza espiritual.
Antes de acercarnos a Dios por medio del Sacramento de la Penitencia marcados
por la contrición, podemos pasar por el estado de atrición, mientras se acrecienta la
confianza que tenemos en el Dios Uno y Trino. Esto no sucede mucho en nuestros
días, porque muchos predicadores no hablan de cómo Dios nos hace pagar el daño
que causamos al pecar, porque tienen miedo a ser rechazados por sus oyentes y/o
lectores. La atrición es el temor que muchos tienen a ser castigados por Dios en el
infierno, porque creen que no merecen el perdón divino. A diferencia de la atrición,
la contrición no nos hace sufrir pensando cómo Dios actuará contra nosotros porque
sabemos que El siempre nos perdona, pero nos hace sentir repugnancia respecto de
los pecados que cometemos, a fin de que no volvamos a incurrir más en los citados
males.
Observemos el siguiente detalle: Aunque la citada cananea le suplicó a Jesús que
socorriera a su hija, porque la pobre enferma tenía una grave dolencia, a los
seguidores del Nazareno, más que importarles la vida de la enferma que pendía de
un hilo, y el padecimiento de ambas, lo único que les incumbía, era no ser
avergonzados, siendo perseguidos por una extranjera que les gritaba.
Nosotros no ignoramos que la mayor parte de la humanidad vive por debajo del
umbral de la miseria. ES cierto que no tenemos medios para socorrer a todos los
pobres del mundo, pero quizá también lo es que dejamos pasar el tiempo sin
ayudar a los tales, aportándoles una pequeña cantidad de dinero a quienes trabajan
para socorrer a los más desvalidos.
¿Aliviaremos el padecimiento de los enfermos?
¿Ayudaremos a los pobres mientras quienes más les ayudan les encuentran
alguna posibilidad para que trabajen y dependan de sí mismos?
¿Hemos pensado en compartir parte de nuestro tiempo con quienes viven
aislados, no precisamente porque han elegido dicho estado de vida?
Antes de seguir meditando el Evangelio de este Domingo XX Ordinario, he de
pedirles a mis lectores que examinen cuidadosamente la conducta del Señor,
porque, aunque fingió que le eran indiferentes tanto la enfermedad de la niña como
el dolor de la mujer que le perseguía porque su ayuda era la única esperanza que
tenía de salvar a su hija, una vez probó la fe de ésta, sanó a la enferma.
¿Rechazó Jesús inicialmente a la mujer que le perseguía porque compartía el
rechazo a los extranjeros que caracterizaba a sus hermanos de raza?
¿Se negó Jesús inicialmente a curar a la enferma para probar la fe de la mujer
que le perseguía infatigablemente?
¿Aprendió Jesús que la mujer que le suplicaba que se compadeciera de ella,
aunque no era de su raza, era una persona con sentimientos y derechos que no
merecía ser despreciada en tan trágica y desesperada situación?
De lo que no hay duda es de que, al permanecer en silencio cuando la madre de
la enferma empezó a perseguirlo, Jesús comprobó lo que sus compañeros sentían
con respecto a su hija y a ella.
"Como Jesús no le contestaba ni una palabra, los discípulos se acercaron a él y le
dijeron: -Despídela, porque no deja de seguirnos y dar voces. El entonces dijo: -
Dios me ha enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel" (MT. 15,
23-24).
Imaginemos que pasamos por una situación que consideramos desesperada, y,
aunque le pedimos a Dios que nos ayude a superar la misma, nos acontece justo lo
que no queremos que nos suceda. ¿Pensamos en tal caso que Dios nos ha
desamparado, e incluso llegamos a ver cómo se nos debilita la fe, o pensamos que
Dios, aunque permite que suframos, obtendrá algún provecho para nosotros, de la
situación que no nos impide vivir?
Si los compañeros de Jesús se sentían molestos porque la mujer cananea no
dejaba de perseguirlos, ¿cómo se sintió ella cuando Jesús le dijo: "Me tiene sin
cuidado lo que le sucede a tu hija, porque Yahveh solo favorece a su pueblo, y tú
eres una simple extranjera?".
En ciertas ocasiones, los predicadores de muchas religiones, afirman que
únicamente alcanzarán la salvación sus adeptos, sin tener en cuenta las dudas que
sus afirmaciones hacen que tengan los creyentes poco formados en el conocimiento
de la Palabra de Dios. Si "Dios es amor" (CF. 1 JN. 4, 8 y 16), ¿utilizaremos lo que
entendemos como la verdad divina, como una espada para herir a nuestros
prójimos los hombres?
"Pero la mujer, poniéndose de rodillas delante de Jesús, le suplicó: -¡Señor,
ayúdame! El le contestó:- No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a
los perros" (MT. 15, 25-26).
Volvamos a imaginarnos nuevamente la situación desesperada en que pensamos
hace unos minutos. ¿Seríamos capaces de volverle a pedir ayuda a Dios, después
de sentirnos rechazados por nuestro Padre común? Esto es lo que hizo la mujer
cananea, pero con más insistencia, porque, además de perseguir a Jesús y de
avergonzar a los discípulos con sus peticiones en alta voz, le suplicó al Mesías que
la ayudara de rodillas.
Al leer los Evangelios, descubrimos cómo gozaba Jesús cuando se sentía rodeado
de gente feliz, aunque el Señor tuvo pocas ocasiones para sentir el citado gozo.
Cuando Jesús vio a la cananea arrodillada delante de El, no quiso seguir probando
su fe, porque ella lo desalmó, utilizando su mismo lenguaje simbólico. Si Jesús le
dijo a la cananea: No está bien desperdiciar el poder del Dios de Israel en favor de
un perro extranjero, ella le replicó:
"-Es cierto (lo que dices), Señor; pero también es cierto que los perros comen las
migajas que caen de la mesa de sus amos" (CF. MT. 15, 27).
La cananea le dijo a Jesús: Yo sé que tu Dios sólo favorece a los de tu raza, pero
apelo a su misericordia, porque ello es lo único que me queda que hacer, antes de
perder a mi hija.
"Entonces Jesús le respondió: -¡Muy grande es tu fe, mujer! ¡Que se haga como
deseas! Y su hija quedó curada en aquel mismo instante" (MT. 15, 28).