Domingo Vigésimo Primero del Tiempo Ordinario A
“Vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”
El evangelio de este Domingo nos recuerda cuál fue el origen y el fundamento que Jesús puso
al pensar en la Iglesia, en la “Asamblea” de sus seguidores.
La escena se desarrolla en Cesarea de Filipo. Jesús está solo con sus apóstoles. Quiere saber
lo que la gente opina de El, y les pregunta: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”.
El sondeo de opinión da el resultado que conocemos. Pero Jesús sigue preguntando a sus
discípulos: “¿Y vosotros, quién decía que soy Yo?”. Lógica pregunta después del tiempo que
llevaban acompañando a Jesús, oyendo sus enseñanzas y viendo su manera de actuar.
Es Pedro quien responde por todos los demás: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Ante
estas palabras Jesús se dirige a Pedro con entusiasmo alabando su acertada respuesta,
haciéndole ver que es Dios quién le ha iluminado revelándole la identidad de Jesús como Hijo
de Dios. La fe de Pedro es ensalzada y presentada como piedra firme, fundamento de la
Iglesia. En esa experiencia encuentra Jesús una actitud para confiar a Pedro ser fundamento
de su Iglesia, roca firme, seguridad ante todos los avatares y dificultades que intenten acabar
con ella. Es también la garantía de atar y desatar, es decir, todo lo que se refiere el gobierno y
régimen en materia religiosa de la Asamblea de seguidores de Jesús, con el encargo de
“confirmar a sus hermanos en la fe” (Lc 22, 32).
La Iglesia no es la comunidad de los sabios y estudiosos de las verdades divinas; ni tampoco
de los poderosos. Es la comunidad de aquellos que, como Pedro, han descubierto a Cristo
como el “Mesías y el Hijo de Dios”, y lo han adoptado como el proyecto propio para su vida,
aprendiendo a cargar con la cruz, con paciencia; a perdonar, incluso a los enemigos; a amar
hasta la últimas consecuencias; a estar cerca de los desheredados y excluidos, los predilectos
de Dios; a vivir en la paz de quien se siente querido y amado por Dios como Padre.
Tiene sentido e importancia que nosotros, creyentes de tradición, escuchemos hoy la pregunta
de Jesús: “¿Y vosotros, quién decís que soy Yo?”. Lo que encontramos al comienzo del
cristianismo no es una doctrina, sino la experiencia de un encuentro vivida con fe por los
primeros discípulos. La fe cristiana nació cuando unos hombres y mujeres se encontraron con
Cristo y experimentaron en Él la cercanía de Dios. Este encuentro dio sentido nuevo a sus
vidas; descubrieron a Dios como Padre cercano y bueno; a los hombres como hermanos sin
distinción alguna; pusieron en Cristo todas sus esperanzas de salvación.
A la pregunta de Jesús: “¿Quién decís que soy Yo?”, solamente podemos responder, de
verdad, desde una verdadera experiencia religiosa fruto de un encuentro con Él. No basta
afirmar teóricamente que Cristo es el Hijo de Dios. Es necesario, además, creer en Él,
adherirnos a su persona, abrirnos a su acción salvadora, acoger su palabra, dejarnos trabajar
por su Espíritu.
Jesús no nos deja tranquilos. Percibimos en Él una entrega a los hombres que desenmascara
nuestros egoísmos; una pasión por la justicia que sacude nuestros privilegios y comodidades;
una búsqueda de reconciliación y perdón que descubre nuestro corazón raquítico; un misterio
de apertura, cercanía y proximidad a Dios que nos atrae y nos invita a abrir nuestra existencia
al Padre.
Conoceremos a Jesús en la medida que nos entreguemos a Él, siguiendo humildemente sus
pasos, abriéndonos al Padre; actualizando sus gestos de amor y entrega, estando atentos a los
que nos rodean; compartiendo su destino doloroso, pero esperando la resurrección.
Para responder en verdad a la pregunta de Jesús, hay que orar muchas veces, desde el fondo
de nuestro corazón: Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad.
Joaquin Obando Carvajal