Comentario al evangelio del Domingo 21 de Agosto del 2011
Creer en el Dios que cree en el hombre
El evangelio de hoy supone un momento de
inflexión en el ministerio de Jesús. El anuncio del Reino de Dios realizado a Israel no ha tenido la acogida
esperada. Esto explica la pregunta sobre las opiniones de la gente acerca de la identidad del hijo del hombre.
Incluso si estas opiniones pueden ser favorables, pues interpretan a Jesús en clave profética y descubren en él
una cierta presencia de Dios, no acaban de salir de los límites estrechos de lo que hoy consideramos el antiguo
Testamento: si Jesús es un profeta más, de los antiguos, como Elías o Jeremías, o de los recientes, como Juan,
significa que el Reino de Dios no se ha hecho todavía presente, que “tenemos que esperar a otro” (Mt 11, 3).
Esto significa que la gente, cuyas opiniones recogen los discípulos, entienden a Jesús desde esquemas religiosos
tradicionales, pero sin llegar a percibir la novedad contenida en su persona y su mensaje: que en él se realizan
por fin las antiguas promesas. En este momento de crisis, en el retiro de un territorio pagano, y en la soledad del
pequeño círculo de los más cercanos, Jesús trata de comprobar si esta incomprensión se da también en estos
últimos. Si así fuera, el fracaso sería completo, la soledad, total. Su pregunta no es ahora impersonal, acerca de
lo que piensa “la gente”, sino directa y personal: “vosotros, quién decís que soy yo”. Pedro, en nombre de todo
el grupo, responde con palabras que son más que una mera opinión, que tienen el carácter de una confesión.
Pedro no se deja guiar simplemente por las ideas religiosas que flotan en el medio ambiente, sino por su
experiencia personal de seguimiento de Cristo. Su respuesta indica que la predicación y los signos de Jesús en
su ministerio por Galilea no han caído totalmente en saco roto. Hay quien ha entendido, ha percibido la
novedad, ha descubierto en el hombre de Nazaret la presencia del Mesías esperado.
Las palabras de Jesús en respuesta a la confesión de Pedro son enormemente significativas: lo declara dichoso,
bienaventurado, es decir, partícipe de la nueva forma de felicidad propia de los niños del Reino de Dios (cf. Mt
5, 3-12); y esa dicha se debe a que ha sido depositario de una revelación: Simón, hijo de Jonás, es decir, hijo de
la sangre y la carne, de las tradiciones nacionales y de los prejuicios culturales, no ha respondido así por ser
miembro de esa tradición nacional o religiosa, sino que, elevándose sobre las opiniones comunes y los
prejuicios ambientales, se ha abierto a la revelación que Dios ha hecho de manera definitiva en su Hijo
Jesucristo. Todos entendemos que cuando habla de revelación Jesús no alude a experiencias místicas y visiones
extraordinarias, sino al trato cotidiano con Él, a la acogida sincera de su Palabra, a la comprensión en fe del
significado de los signos que realiza. Pedro no se limita a opinar, sino que confiesa, porque el seguimiento ha
impregnado ya su personalidad.
Por eso, si el hijo de Jonás ha descubierto en el hijo del hombre al hijo de Dios, el Cristo, ahora es Jesús el que
le descubre una nueva identidad, un nombre nuevo y una misión: Pedro, llamado a ser fundamento de la Iglesia
y depositario de las llaves del Reino que Cristo ha traído a la tierra.
El cuadro que Mateo sitúa en Cesárea de Filipo, tierra pagana, bien puede trasladarse a hoy, a nuestro tiempo,
nuestra cultura. Todo país o cultura es territorio de misión, pues la evangelización, incluso allí donde las ideas
cristianas son dominantes, es necesaria una toma de postura personal. Si la fe cristiana se adopta por motivos
nacionales, por tradición cultural o por contagio social, entonces es “la sangre y la sangre” la que la dicta; es un
principio, pero es insuficiente. La carne y la sangre pueden ser también tomas de postura ante Jesús dictadas por
motivos muy positivos, que ven en Jesús un gran maestro de moralidad, un luchador y mártir por la justicia o
un profeta de hondo significado religioso, pero que no llegan a la confesión que lo reconoce como el Mesías, el
Cristo, el Hijo de Dios que “tenía que venir al mundo” (Jn 11, 27). Para llegar a esta confesión, fruto de una
revelación de lo alto, es preciso abrirse a la Palabra, realizar un encuentro personal con Jesús, hacer un camino
personal de seguimiento, que nos permita descubrir en él al Ungido de Dios.
Esta experiencia y esta toma de postura personal ante Jesús tocan las fibras más íntimas de nuestra identidad,
sacan lo mejor de nosotros mismos, el hombre nuevo que estamos llamados a ser, expresado en el nombre
nuevo y en la misión que Jesús nos confía. En el texto de hoy se habla de la misión de Pedro, que toda la
tradición de la Iglesia ha visto prolongada en sus sucesores. Pero Pedro, que habla aquí en nombre de todos los
otros apóstoles, en cierto modo representa a todos los miembros de la Iglesia. Cada uno de nosotros tiene su
propia misión en la comunidad de los creyentes, es decir, a cada uno de nosotros, en dependencia de nuestra
personal vocación, Jesús nos confía su propia obra.
Así descubrimos una dimensión muy importante de nuestra fe, en la que no siempre reparamos lo bastante. Ser
cristiano significa creer en el Dios que cree en el hombre. Que Dios cree en nosotros significa ante todo que
confía en nosotros, y, por eso, nos confía la misión que Jesús ha venido a realizar en el mundo. Dios nos
conoce, conoce nuestras debilidades, nuestra fragilidad. Pedro es también representante de ellas: así como Jesús
lo declara bienaventurado, acto seguido (lo veremos la semana que viene) tendrá que reprenderlo, y todos
recordamos sus negaciones. Y, no obstante, Jesús no se desdice de la misión y del riesgo de la responsabilidad
que le confía. Creer en el Dios de Jesucristo es una invitación directa a creer en el hombre, a pesar de los
pesares. Y ello tiene que reflejarse también en nuestra actitud respecto de la Iglesia, construida sobre el
fundamento de los apóstoles, sobre la piedra que es Pedro. La fe y la confianza en la Iglesia no elimina sus
debilidades, que merecen la crítica de Jesús (cf. Mt 16, 23) y su reconvención serena y llena de amor (cf. Jn 21,
15-17). Pero si Jesús, a pesar de todo ello, no ha dejado de confiar en Pedro (y, en él, en cada uno de nosotros,
que lo confesamos como Mesías), ¿no habremos nosotros de creer y confiar en aquellos a los que Él ha
entregado las llaves del Reino?
José Maria Vegas, cmf