IV DOMINGO DE ADVIENTO, CICLO C
DE VISITA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Empezaré, mis queridos jóvenes lectores, por un comentario de tipo antropológico
religioso, Imaginad a las protagonistas y el paisaje.
En primer lugar, observad que no se señala la población donde ocurre el encuentro,
pero la tradición (que en el medio oriente tiene valor casi notarial) y la arqueología,
nos dicen que se trata de Ein-Karen, en aquel tiempo estaba situada a unos cuatro
kilómetros de Jerusalén y ahora está absorbida por la gran urbe. Os advierto que
los peregrinos de hoy, acostumbran a bajar del bus, dirigirse primero a la derecha,
ver el lugar donde una estrella dice que fue el lugar del nacimiento de Juan. A la
salida, observan y fotografían el texto de Zacarías en diversas lenguas, por cierto,
el primero que se puso fue en catalán, por iniciativa del semanario “Catalunya
Cristiana” en el que colaboro habitualmente. Toca luego caminar 12 minutos hasta
el santuario de la Visitación. Mirar y fotografiar los muchísimos textos del
Magnificat, en muchísimas lenguas.Aquí cada uno busca la suya, sin entretenerse
en meditar el revolucionario himno y, de inmediato, volver a tomar el bus. Lamento
que la mayor parte de los viajeros, no se detenga en la fuente de “Ain sitti Myrian”
(fuente de la señora María) que, pese a tener un minarete a su lado, a la fuerza es
el manantial donde acudiría la Virgen a buscar agua, ya que es el único que existe
en aquel entorno.
Peregrinar, pienso yo, es observar, aprender y meditar. El texto de hoy se
reflexiona mejor en el rinconcito del santuario de San Juan del desierto, a poca
distancia, pero un poco difícil de encontrarlo y que pocos lo visitan.
Santa María, era una joven que llegaría cansada del viaje de algo más de 100km y
estaría enormemente nerviosa e intrigada por el recibimiento que le ofrecerían.
Tendría sus doce años bien cumplidos y su apariencia semejante a la de una actual
de 18-20 años.
Santa Isabel, no me atrevo a llamarla anciana, pero sí post menopáusica, esposa
de un sacerdote algo cascarrabias, humillada durante bastantes años por el
complejo de esterilidad y ahora satisfecha y orgullosa de esperar un hijo y, según
lenguas del lugar, un poco avergonzada ante las vecinas de su embarazo. Lo
cuentan allí, para justificar la distancia que hay entre el santuario de la Visitación y
el del nacimiento, que por entonces caería a las afueras de la aldea, lejos de
indiscretas miradas.
Entre ellas dos, María e Isabel, existía un cierto parentesco, no concretado en el
texto evangélico. Corrientemente, se dice que eran primas, cosa difícil si existía
tanta diferencia de edad, seguramente sería preferible decir que era tía, en un
sentido indefinido como ocurre también muchas veces entre nosotros.
Las miradas de ambas se cruzaron y fueron lo suficientemente expresivas para
intuir el misterio que en sus senos se albergaba. Más que intuición, era iluminación
del Espíritu Santo. La felicidad de ambas sería inmensa. Muchos autores dicen que
Lucas mismo fue al encuentro de María y ella le contó con detalle el diálogo y los
himnos, el suyo y el del sacerdotal, histéricamente mudo y de inmediato
parlanchín, Zacarías. El de la Virgen es un eco, corregido, aumentado y muy
mejorado del de Ana, la madre de Samuel (I Sa 2,1). Prueba esta de que se había
interesado por la Santa Escritura, que aprendería al asistir los sábados a la
sinagoga.
Santa María se quedó una temporada allí. Como era costumbre de aquellos
tiempos, le tocaría ir a buscar agua y ayudar en las tareas propias del hogar. Si la
Virgen decimos que era santísima, de Isabel nos limitamos a llamarla santa.
Quisiera que lo tuvierais en cuenta, mis queridos jóvenes lectores, para imaginar y
suponer que la convivencia, en algunos momentos no sería fácil. El “gran jefe”, era
un poco gruñón, por lo que se deduce del contexto, aunque en la temporada de la
que estamos hablamos no pudiera articular palabra. El embarazo de la esposa, a
avanzada edad, la haría recordarse así misma que la asemejaba a Sara y a Raquel,
las grandes matriarcas. Se sentiría entonces personaje importante y el trato a la
chiquilla, gestando en una edad común a la mayoría, dificultaría otorgarle el respeto
que merecía. Si no me habéis entendido, os lo diré más claramente: probablemente
se sentiría mujer importante, de un marido de categoría religiosa reconocida, a
quien se le debía reverencia y admiración, más que la debida. La Virgen, pese a su
proverbial humildad, lo sufriría.
Isabel felicita a la jovencita, no por sus riquezas, ni poderes. La ha reconocido
madre del Señor y añade su enhorabuena, porque ha creído, es decir, ha tenido fe.
Estamos en el Año de la Fe, debemos aprender la lección que hoy se nos da. Que el
Señor que nos observa, nos vea fervorosos, aplicados estudiosos y testimonios de
fidelidad. Recibiremos, en consecuencia su elogio, algo así como nombrarnos
“santos honoris causa”. Diplomas y dinero y hasta la salud, no tienen ni punto de
comparación con el valor de la Fe.
De una tal Fe, se derivará, abonada por la Esperanza, la felicidad que se nos
promete.