IV Domingo de Adviento, Ciclo C
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
En este cuarto Domingo de Adviento, contemplamos la prisa con que María de
Nazaret se pone en camino; la alegría que comparte con su prima Isabel, como
nueva Arca de la Alianza, que lleva en su seno inmaculado, la definitiva, Alianza de
Dios con su nuevo pueblo. Porque creyó, precisamente en las promesas, en Ella y
en el fruto de su vientre, Jesús, se cumplirán, fruto de su fe y la libertad, con que
se entrega a la voluntad de Dios Padre. Es la misma actitud de Jesucristo, que
ofrece su vida en sacrificio, con lo cual, quedamos todos santificados, fruto de su
amorosa y obediente entrega al Padre.
Lecturas bíblicas:
a.- Miq. 5,1-4: De ti Belén de Efrata, saldrá el jefe de Israel.
Este pasaje nos anuncia, que de Belén de Efrata, tierra donde nació David, y de
donde fue escogido para ser rey, “sacaré de ahí” (v.1), al futuro gobernador de
Israel, es decir, saldrá de la dinastía de David, el Salvador. Presenta a la doncella
que lo dará a luz, para hablarnos de su origen humano, mientras que “sus orígenes
son antiguos, desde tiempos remotos” (v.1), lo que quiere significar, su origen
eterno y divino. El Mesías, será Jefe y Pastor, su gobierno será con la fuerza del
Señor, un Reino de paz, hasta los confines de la tierra. Esta profecía encuentra en
Cristo Jesús, su pleno cumplimiento, cuyo Reino ya está en entre nosotros, camino
de su plenitud escatológica. Cada hombre que acepta el Bautismo, su inmersión en
el misterio pascual de Cristo, nace a una vida nueva de santidad y gracia, de
justicia y de paz. Todo comenzó en Belén.
b.- Heb. 10, 5-10: Aquí estoy para hacer tu voluntad.
El autor de la carta a los Hebreos, quiere establecer la superioridad del nuevo culto
realizado por Cristo, con su propia oblación, por sobre el culto, establecido por la
Ley de Moisés. En este nuevo estado, tiene su origen en la entrega total de Jesús a
la voluntad del Padre. Sacrificio, por el cual nosotros, somos santificados, y no
como fruto de ritos y sacrificios ineficaces. Entrega sacrificial de Cristo, que
comienza en la Encarnación y culmina en la Cruz, con una entrega de toda su vida
al servicio de la voluntad de Dios Padre y de los hombres.
c.- Lc. 1, 39-45: Visita de María a Isabel.
El evangelio, nos presenta a María, la Madre, como la protagonista, por la
proximidad del nacimiento de su Hijo. Su visita a Isabel, encuentra su sentido más
profundo en las palabras que ésta le dirige: “Dichosa tú que has creído, porque lo
que te ha dicho el Señor se cumplirá” (v. 45). En María, se desencadena el
cumplimiento de las promesas hechas por Dios a su pueblo. En Ella convergen
todas las profecías del AT, encarna la espera, porque creyó al Señor cuando dijo:
“Hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1, 38). Esa misma actitud, es un eco de la de
Cristo, cuando entró en la historia de los hombres en su Encarnación, como nos
dice la segunda lectura a los Hebreos: “Aquí estoy para hacer tu voluntad” (v.9). La
fe y la obediencia hacen de María, apertura y disponibilidad total ante el Señor,
servicio al Hijo y su obra redentora. Pero como vemos hoy, también es servicio a
los hombres y mujeres, mejor dicho, solicitud maternal, por todos sus hermanos,
como en el caso de su visita a Isabel. En el trasfondo, encontramos el crecimiento
de la fe de María, pasando de la luz de la Encarnación, a la oscuridad del Calvario,
hasta la fuerza renovadora de Pentecostés. En todos ellos, se presenta María como
la Mujer nueva, la Madre, donde la fe la sostuvo en todo momento, como a los
pobres de Yahvé, confiando y esperando la salvación que procede de ÉL. Su fe,
como la nuestra, iba creciendo en la medida que la salvación se hacía presente en
su vida, guardaba esos acontecimientos en su corazón, para orarlos y meditarlos
continuamente. Es lo que denominamos la peregrinación de la fe (cfr. LG 58). La fe
de María, fue mayor que la nuestra, por la cercanía al misterio de su Hijo.
Comprende que ese misterio la supera, y que sólo la fe y el amor, lo puede
penetrar. Por lo mismo, cuanto más nos acercamos a Dios, como los santos y
místicos, sobrecogidos, sentimos más profundamente nuestra condición humana,
pobre y frágil. Desde esta realidad, y desde la fe, María vive su maternidad divina,
y su condición de discípula perfecta de su Hijo. Su hágase inicial, lo tuvo que
renovar continuamente, porque así comprendió y progresó María en la aceptación
del proyecto de Dios, iniciado en su Hijo, en medio de la historia de los hombres.
Todo esto, la convierte a la Virgen María, en modelo de creyente, para la
comunidad eclesial, camino que todo peregrino de fe cristiana, debe hacer, hasta
alcanzar la plenitud en Dios. Si creemos en la palabra de Dios, como María e Isabel,
es palabra que transforma la vida, en relación a nuestro prójimo, la familia, el
trabajo, la sociedad. Necesitamos profundizar en la fe que creemos, para ser
guiados por el Espíritu Santo, hasta poseer una fe ilustradísima. Hay que pedir al
Señor que esa fe que nos dio, como don y responsabilidad, aumente su ejercicio
para que, como María, seamos dichosos por haber creído cuanto nos ha dicho el
Señor, por su continuo cumplimiento en nuestra vida.
Isabel alabó la fe de su prima María, Santa Teresa de Jesús, no cesa de
recomendarnos de imitar a la Virgen en su humildad y dedicación a Dios.
“Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente, pues tenéis tan
buena madre, imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y
el bien de tenerla por patrona, pues no han bastado mis pecados y ser la que soy
para deslustrar en nada esta sagrada orden.” (3M 1,3).