Comentario al evangelio del Domingo 30 de Diciembre del 2012
¿Por qué me buscabais?
El nacimiento de Jesús significa que el
Verbo de Dios se reviste de carne, y también del conjunto de relaciones en que la vida humana
consiste. La primera de estas relaciones, fundamental para la existencia del hombre y su sentido, es la
relación paterno-filial. Al aparecer en el mundo totalmente menesteroso y dependiente, el recién
nacido percibe a sus padres (primero a su madre, después también a su padre) como una fuerza
superior, providente y poderosa que remedia todas sus necesidades: alimento, calor, higiene, afecto,
acogida. Esta inicial relación de dependencia garantiza la supervivencia física, provee de estabilidad
psicológica (da seguridad, confianza y sentido: si todo lo hacen por mí, es que mi vida es importante);
y, por fin, abre a la relación religiosa: la sumisión a los padres es temporal y provisional, al ir
creciendo el niño, convertido en joven, descubre que sus padres son limitados. Esa limitación va
aumentando con la edad, hasta el punto de que llega un momento en que la dependencia se invierte, y
son los ancianos padres los que necesitan de la ayuda y el cuidado de sus hijos. La primera lectura lo
expresa con claridad, subrayando primero la “mayor respetabilidad” de los padres y recordando,
después, el deber de los hijos hacia los ancianos padres: no abandonarlos, no abochornarlos, honrarlos
hasta el final. El cuarto mandamiento de la ley de Dios, el único mandamiento positivo de los
referidos a nuestros deberes para con los demás, hace de puente entre los siguientes y los tres
primeros: porque es en esa inicial y provisional relación vertical con los padres donde se configura la
relación religiosa con Dios. El hombre aprende en ella a mirar hacia arriba con confianza en el poder
benéfico y providente que, como acaba descubriendo, procede últimamente del Dios Padre de todos.
Fácil es entender que si el niño es maltratado o no suficientemente querido, se produce una distorsión
en su percepción del mundo, que dificultará muchísimo una relación equilibrada con los demás y una
adecuada imagen de Dios. De ahí la extraordinaria responsabilidad de los padres hacia sus hijos, y
también de ahí la autoridad de que han sido investidos por Dios.
Por el contrario, el amor y la acogida incondicional del niño lo va introduciendo poco a poco en
formas sanas de relación con los demás, en las que ya no domina la “verticalidad” primera, sino la
“horizontalidad” entre iguales, que va del elemental respeto mutuo, hasta la forma privilegiada y
exclusiva del amor conyugal entre un hombre y una mujer. El texto de la carta a los Colosenses
empieza con una exhortación a las verdaderas relaciones fraternas en su generalidad. No se trata de
una pura idealización, sino que se hace cargo de las muchas dificultades que estas relaciones deben
superar. De ahí que mencione enseguida la capacidad de aguante y el necesario perdón, que solo
aparece cuando se dan ofensas y conflictos.
Cristo ha venido a sanar, salvar y restablecer al ser humano, incluyendo el conjunto de sus relaciones,
también heridas por el pecado. En él, por el amor que nos da y para el que nos capacita, se hace
posible recomponer la unidad entre los seres humanos, hacer de ellos un cuerpo armónico, vivir en
paz. Sin embargo, precisamente cuando se refiere a las relaciones familiares hay algo en el texto que
rechina en nuestros oídos: nos resulta difícil aceptar esas expresiones que llaman a la “sumisión” de
las esposas; a algunos puede ser que incluso la exhortación a la obediencia de los hijos les suene mal.
Pero es importante leer estos textos en la clave adecuada: y esta no es el moderno concepto de
igualdad, sino la idea evangélica del amor. En este y en otros textos de Pablo, en los que parecen
resonar condicionamientos culturales de la época, hemos de saber ver ante todo el espíritu evangélico
que los anima, que habla de una sumisión libre y de una entrega total por parte de los dos cónyuges. Si
la mujer se somete, lo hace no servilmente, sino libremente y por amor, el marido debe, por su parte,
no dominar, sino entregarse sin reservas a su mujer, en la que ama a su propio cuerpo; del mismo
modo que la autoridad paterna sobre los hijos debe evitar todo despotismo que exaspera y desanima,
para que la obediencia de estos sea un camino de crecimiento hacia la propia madurez. El espíritu
cristiano de amor y servicio mutuo no atenta contra la verdadera igualdad (la de la igual dignidad de
hijos de Dios), sino que la garantiza del mejor modo, al tiempo que respeta las diferencias que
enriquecen la unidad.
El mejor ejemplo de este espíritu lo encontramos en la familia de José, María y Jesús. Ahí vemos
reflejado a la perfección el ideal de las relaciones familiares. Un ideal que no excluye ni esconde los
inevitables momentos de dificultad y conflicto. Pues Jesús ha nacido para crecer y llegar a ser sí
mismo. Y este proceso nunca es sencillo y pacífico. José y María son los mediadores de ese
crecimiento. Los padres engendran, pero también y sobre todo ayudan a crecer. Aquí existe un matiz
psicológico, que distingue el papel que juegan el padre y la madre: ésta es sobre todo el principio
generador, la tierra, que acoge y engendra confianza; el padre es el principio de crecimiento, el ideal
que exige y llama. En el caso de José, su papel tiene importancia capital en este segundo aspecto:
representa el rostro humano de la paternidad, que Jesús experimenta como mediación de su
experiencia filial respecto de su Padre, Dios.
El texto de hoy recoge, precisamente, un momento clave de inflexión en las relaciones familiares.
Jesús ya no es un niño. Los doce años marcan el paso a la adolescencia, el umbral de la madurez. De
ahí que José y María, que le van abriendo paso para que él emprenda su propio camino, le lleven por
vez primera a Jerusalén. Y Jesús, haciendo uso de este primer momento de autonomía “se pierde”.
Tal como suena el texto, da la impresión de que toma una decisión, para la que, además, no cuenta con
la opinión de sus padres. No se trata de una travesura, sino de un primer paso en busca de su propia
vocación.
Es bastante clara la alusión a la muerte de Jesús, cuyo cuerpo es el verdadero templo de Dios. Sólo a
los tres días sus padres lo encuentran “en el templo”, sentado en medio de los maestros, como uno de
ellos, pero escuchándolos y haciéndoles preguntas, y también dando sus propias respuestas. Jesús no
está en el templo como en un refugio en el que escapar de los problemas e interrogantes de la vida. Al
contrario: Jesús pregunta, plantea dudas, escucha, también avanza sus propias respuestas. Es decir,
Jesús experimenta la vida y la relación con Dios como realidades abiertas, en las que no existen
soluciones prefabricadas. Y de esta manera va comprendiendo su propia vocación: la total dedicación
a las cosas de su Padre.
A los padres, normalmente, les cuesta entender que el hijo que hasta entonces ha sido “su niño”,
completamente dependiente de ellos, empiece a caminar por sí mismo, a tomar sus propias decisiones.
De ahí la pregunta de María, en la que se deja percibir un cierto reproche por la angustia de haberlo
perdido. En la respuesta de Jesús suena, por un lado, la reivindicación de su propia autonomía (“¿por
qué me buscabais?”); pero también una indicación precisa de dónde podemos encontrarlo, siempre
que lo perdamos: en la “casa” de su Padre, o mejor, en las “cosas” de su Padre, que no son otra cosa
que el anuncio y la implantación del Reino de Dios y la salvación de los hombres.
María y José no entienden la respuesta de Jesús. A veces a los padres les cuesta entender el camino de
los propios hijos, y a todos nosotros nos cuesta percibir y entender a la primera la Palabra de Dios. La
actitud correcta es la que nos enseña María: la paciencia y la confianza que dejan madurar la semilla
de la Palabra y sus respuestas en el propio corazón. Esa misma paciencia y confianza la encontramos
en Jesús: la autonomía recién estrenada no significa total independencia y ruptura. Tras la escapada
adolescente Jesús “regresó con sus padres y vivía sometido a ellos”. Este sometimiento yo no es algo
forzado por la total indefensión del recién nacido, sino fruto de una decisión libre. Como libremente se
someterá a la voluntad de su Padre celestial, así ahora se somete con libertad a la autoridad (no
despótica o exasperante, sino abierta, respetuosa) de sus padres en la tierra, para seguir creciendo y
madurando. Y es que, en verdad, el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del
mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas
de su propia vida, se consagra libre y no servilmente a algo (a Alguien) más grande que él, que lo
libera, y que vale más que la vida.
Comprendemos a la luz de la Palabra la importancia de la familia en los designios de Dios, en el
camino hacia la propia madurez humana y cristiana. También en la fe hemos de ir avanzando hacia la
madurez del amor en el seno de la familia eclesial. Jesús es nuestro maestro y pedagogo. Si a veces se
pierde y nos fuerza a buscarlo con angustia, ya sabemos dónde encontrarlo: en las cosas del Padre,
inquiriendo, preguntando, escuchando y ensayando nuestras respuestas; y sometiéndonos libremente
y por amor al servicio de nuestros hermanos.
José María Vegas, cmf