Domingo de la Octava de Navidad (C)
La Sagrada Familia: Jesús, María y José
PRIMERA LECTURA
El que teme al Señor honra a sus padres
Lectura del libro del Eclesiástico 3, 2-6. 12-14
Dios hace al padre más respetable que a los hijos y afirma la autoridad de la madre sobre su prole. El que honra a su
padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros; el que honra a su padre se alegrará de sus hijos
y, cuando rece, será escuchado; el que respeta a su padre tendrá larga vida, al que honra a su madre el Señor lo
escucha. Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre, no lo abandones mientras vivas; aunque chochee, ten
indulgencia, no lo abochornes mientras vivas. La limosna del padre no se olvidará, será tenida en cuenta para pagar
tus pecados.
Salmo responsorial Sal 127, 1-2. 3. 4-5 R. Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
SEGUNDA LECTURA
La vida de familia vivida en el Señor
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 12-21
Hermanos: Como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de la misericordia entrañable, bondad, humildad,
dulzura, comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os
ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad
consumada. Que la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo
cuerpo. Y sed agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con
toda sabiduría; corregíos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos
inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios
Padre por medio de él. Mujeres, vivid bajo la autoridad de vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos,
amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso le gusta al
Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
EVANGELIO
Los padres de Jesús lo encuentran en medio de los maestros
Lectura del santo evangelio según san Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años,
subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin
que lo supieran sus padres. Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo
entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo
encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que
le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su
madre: - «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.» Él les contestó: -
«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron lo
que quería decir. Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su
corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.
¿Por qué me buscabais?
El nacimiento de Jesús significa que el Verbo de Dios se reviste de carne, y también del conjunto
de relaciones en que la vida humana consiste. La primera de estas relaciones, fundamental para
la existencia del hombre y su sentido, es la relación paterno-filial. Al aparecer en el mundo
totalmente menesteroso y dependiente, el recién nacido percibe a sus padres (primero a su
madre, después también a su padre) como una fuerza superior, providente y poderosa que
remedia todas sus necesidades: alimento, calor, higiene, afecto, acogida. Esta inicial relación de
dependencia garantiza la supervivencia física, provee de estabilidad psicológica (da seguridad,
confianza y sentido: si todo lo hacen por mí, es que mi vida es importante); y, por fin, abre a la
relación religiosa: la sumisión a los padres es temporal y provisional, al ir creciendo el niño,
convertido en joven, descubre que sus padres son limitados. Esa limitación va aumentando con la
edad, hasta el punto de que llega un momento en que la dependencia se invierte, y son los
ancianos padres los que necesitan de la ayuda y el cuidado de sus hijos. La primera lectura lo
expresa con claridad, subrayando primero la “mayor respetabilidad” de los padres y recordando,
después, el deber de los hijos hacia los ancianos padres: no abandonarlos, no abochornarlos,
honrarlos hasta el final. El cuarto mandamiento de la ley de Dios, el único mandamiento positivo
de los referidos a nuestros deberes para con los demás, hace de puente entre los siguientes y los
tres primeros: porque es en esa inicial y provisional relación vertical con los padres donde se
configura la relación religiosa con Dios. El hombre aprende en ella a mirar hacia arriba con
confianza en el poder benéfico y providente que, como acaba descubriendo, procede
últimamente del Dios Padre de todos. Fácil es entender que si el niño es maltratado o no
suficientemente querido, se produce una distorsión en su percepción del mundo, que dificultará
muchísimo una relación equilibrada con los demás y una adecuada imagen de Dios. De ahí la
extraordinaria responsabilidad de los padres hacia sus hijos, y también de ahí la autoridad de que
han sido investidos por Dios.
Por el contrario, el amor y la acogida incondicional del niño lo va introduciendo poco a poco en
formas sanas de relaci￳n con los demás, en las que ya no domina la “verticalidad” primera, sino
la “horizontalidad” entre iguales, que va del elemental respeto mutuo, hasta la forma privilegiada
y exclusiva del amor conyugal entre un hombre y una mujer. El texto de la carta a los Colosenses
empieza con una exhortación a las verdaderas relaciones fraternas en su generalidad. No se trata
de una pura idealización, sino que se hace cargo de las muchas dificultades que estas relaciones
deben superar. De ahí que mencione enseguida la capacidad de aguante y el necesario perdón,
que solo aparece cuando se dan ofensas y conflictos.
Cristo ha venido a sanar, salvar y restablecer al ser humano, incluyendo el conjunto de sus
relaciones, también heridas por el pecado. En él, por el amor que nos da y para el que nos
capacita, se hace posible recomponer la unidad entre los seres humanos, hacer de ellos un cuerpo
armónico, vivir en paz. Sin embargo, precisamente cuando se refiere a las relaciones familiares
hay algo en el texto que rechina en nuestros oídos: nos resulta difícil aceptar esas expresiones
que llaman a la “sumisi￳n” de las esposas; a algunos puede ser que incluso la exhortaci￳n a la
obediencia de los hijos les suene mal. Pero es importante leer estos textos en la clave adecuada: y
esta no es el moderno concepto de igualdad, sino la idea evangélica del amor. En este y en otros
textos de Pablo, en los que parecen resonar condicionamientos culturales de la época, hemos de
saber ver ante todo el espíritu evangélico que los anima, que habla de una sumisión libre y de
una entrega total por parte de los dos cónyuges. Si la mujer se somete, lo hace no servilmente,
sino libremente y por amor, el marido debe, por su parte, no dominar, sino entregarse sin
reservas a su mujer, en la que ama a su propio cuerpo; del mismo modo que la autoridad paterna
sobre los hijos debe evitar todo despotismo que exaspera y desanima, para que la obediencia de
estos sea un camino de crecimiento hacia la propia madurez. El espíritu cristiano de amor y
servicio mutuo no atenta contra la verdadera igualdad (la de la igual dignidad de hijos de Dios),
sino que la garantiza del mejor modo, al tiempo que respeta las diferencias que enriquecen la
unidad.
El mejor ejemplo de este espíritu lo encontramos en la familia de José, María y Jesús. Ahí vemos
reflejado a la perfección el ideal de las relaciones familiares. Un ideal que no excluye ni esconde
los inevitables momentos de dificultad y conflicto. Pues Jesús ha nacido para crecer y llegar a ser
sí mismo. Y este proceso nunca es sencillo y pacífico. José y María son los mediadores de ese
crecimiento. Los padres engendran, pero también y sobre todo ayudan a crecer. Aquí existe un
matiz psicológico, que distingue el papel que juegan el padre y la madre: ésta es sobre todo el
principio generador, la tierra, que acoge y engendra confianza; el padre es el principio de
crecimiento, el ideal que exige y llama. En el caso de José, su papel tiene importancia capital en
este segundo aspecto: representa el rostro humano de la paternidad, que Jesús experimenta como
mediación de su experiencia filial respecto de su Padre, Dios.
El texto de hoy recoge, precisamente, un momento clave de inflexión en las relaciones
familiares. Jesús ya no es un niño. Los doce años marcan el paso a la adolescencia, el umbral de
la madurez. De ahí que José y María, que le van abriendo paso para que él emprenda su propio
camino, le lleven por vez primera a Jerusalén. Y Jesús, haciendo uso de este primer momento de
autonomía “se pierde”. Tal como suena el texto, da la impresión de que toma una decisión, para
la que, además, no cuenta con la opinión de sus padres. No se trata de una travesura, sino de un
primer paso en busca de su propia vocación.
Es bastante clara la alusión a la muerte de Jesús, cuyo cuerpo es el verdadero templo de Dios.
S￳lo a los tres días sus padres lo encuentran “en el templo”, sentado en medio de los maestros,
como uno de ellos, pero escuchándolos y haciéndoles preguntas, y también dando sus propias
respuestas. Jesús no está en el templo como en un refugio en el que escapar de los problemas e
interrogantes de la vida. Al contrario: Jesús pregunta, plantea dudas, escucha, también avanza
sus propias respuestas. Es decir, Jesús experimenta la vida y la relación con Dios como
realidades abiertas, en las que no existen soluciones prefabricadas. Y de esta manera va
comprendiendo su propia vocación: la total dedicación a las cosas de su Padre.
A los padres, normalmente, les cuesta entender que el hijo que hasta entonces ha sido “su ni￱o”,
completamente dependiente de ellos, empiece a caminar por sí mismo, a tomar sus propias
decisiones. De ahí la pregunta de María, en la que se deja percibir un cierto reproche por la
angustia de haberlo perdido. En la respuesta de Jesús suena, por un lado, la reivindicación de su
propia autonomía (“¿por qué me buscabais?”); pero también una indicaci￳n precisa de d￳nde
podemos encontrarlo, siempre que lo perdamos: en la “casa” de su Padre, o mejor, en las “cosas”
de su Padre, que no son otra cosa que el anuncio y la implantación del Reino de Dios y la
salvación de los hombres.
María y José no entienden la respuesta de Jesús. A veces a los padres les cuesta entender el
camino de los propios hijos, y a todos nosotros nos cuesta percibir y entender a la primera la
Palabra de Dios. La actitud correcta es la que nos enseña María: la paciencia y la confianza que
dejan madurar la semilla de la Palabra y sus respuestas en el propio corazón. Esa misma
paciencia y confianza la encontramos en Jesús: la autonomía recién estrenada no significa total
independencia y ruptura. Tras la escapada adolescente Jesús “regres￳ con sus padres y vivía
sometido a ellos”. Este sometimiento yo no es algo forzado por la total indefensi￳n del recién
nacido, sino fruto de una decisión libre. Como libremente se someterá a la voluntad de su Padre
celestial, así ahora se somete con libertad a la autoridad (no despótica o exasperante, sino abierta,
respetuosa) de sus padres en la tierra, para seguir creciendo y madurando. Y es que, en verdad, el
hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una
independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida,
se consagra libre y no servilmente a algo (a Alguien) más grande que él, que lo libera, y que vale
más que la vida.
Comprendemos a la luz de la Palabra la importancia de la familia en los designios de Dios, en el
camino hacia la propia madurez humana y cristiana. También en la fe hemos de ir avanzando
hacia la madurez del amor en el seno de la familia eclesial. Jesús es nuestro maestro y pedagogo.
Si a veces se pierde y nos fuerza a buscarlo con angustia, ya sabemos dónde encontrarlo: en las
cosas del Padre, inquiriendo, preguntando, escuchando y ensayando nuestras respuestas; y
sometiéndonos libremente y por amor al servicio de nuestros hermanos.