Comentario al evangelio del Miércoles 09 de Enero del 2013
Queridos amigos:
Hoy se nos narra que los discípulos, en medio de la noche y a punto de zozobrar, se espantan de Jesús
al confundirlo con un fantasma.
Una de las jugadas maestras que gana y una de las bromas pesadas que gasta el miedo es ésta: deforma
nuestra percepción de la realidad, incluso de la mejor realidad. Proyectamos sobre el "objeto
intencional" (perdonad la expresión) nuestros peores sueños. ¿Cómo vencer esta emoción negativa?
Contraria contrariis curantur: aprender o reaprender a ver las cosas en su objetividad. Así es como
actúa Jesús con su "Ánimo. Soy yo". Sólo con voluntad de objetividad nos zafamos de ese poder
negativo que tiene aherrojadas nuestras posibilidades vitales y merma nuestro servicio a la vida.
Se dice que el miedo es libre. No estoy seguro de adivinar qué significado verdadero se puede esconder
bajo tales palabras. Quizá se quiera insinuar que nadie tiene derecho a decir a otro: "¡le prohíbo sentir
miedo!". Bastante problemas tiene uno con el miedo para que le vengan encima con órdenes
impertinentes que evocan su mal y lo exacerban.
La salvación es un proceso de liberación, tanto de malos poderes interiores como de fuerzas negativas
exteriores. Dios nos concede que "libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos
con santidad". Y los mártires no tenían ese particular apego a la vida que cursa indefectiblemente con
el miedo a la muerte. Habían aprendido la rara sabiduría de amar la vida y a la vez renunciar a ella por
un amor más grande.
Descartes, el filósofo que promovió una ciencia más empírica y eficaz, pensaba que con el tiempo se
llegaría a superar la vejez e incluso la muerte. Sin embargo, creía haber aprendido algo mejor: a no
temer a la muerte. No es él nuestro gran maestro, sino los mártires, y más aún Jesús, que conoció el
pavor mortal, pero también "soportó la cruz sin miedo a la ignominia" (Heb 12,2).
Vuestro amigo:
Pablo
Pablo Largo, cmf