Comentario al evangelio del Domingo 13 de Enero del 2013
Más que Juan el Bautista
Jesús inaugura su ministerio público
participando en un rito colectivo de purificación: el bautismo de Juan a las orillas del Jordán. Se
presenta en sociedad en un contexto bien determinado: en el círculo del Bautista, en un ambiente de
expectación profética, que percibe la inminencia del Mesías. En Juan el Bautista se da un inesperado
renacimiento del profetismo de Israel, que contrasta con la religión dominante, concentrada en la ley y
su observancia. Es lógico que muchos se preguntaran si no sería Juan el Mesías prometido. De hecho,
para él hubiera sido relativamente fácil arrogarse tal título, tanto más si tenemos en cuenta que muchos
estaban dispuestos a aceptarlo como tal.
¿Podemos imaginarnos qué hubiera sido el mesianismo de Juan?
Juan es ante todo un profeta que denuncia los pecados del pueblo, llama al arrepentimiento y exhorta a
volverse de nuevo al Dios de Israel mediante el rito de purificación del bautismo y una vida basada en
la exigencia moral, de la que él mismo es un ejemplo. Sin embargo, Juan no concentra la atención
sobre su propia persona, no se hace a sí mismo centro de su mensaje. Al contrario, desvía la mirada
hacia “otro” más grande, más poderoso, más digno. Su llamada a la conversión y a la purificación
moral y religiosa no tiene el carácter de una meta final, sino de una preparación, de un tránsito hacia
algo mayor, hacia el verdadero Mesías, a punto de llegar. La grandeza de Juan, que Jesús proclamará
con énfasis, no está sólo en haberle señalado finalmente como el verdadero Mesías, sino también en no
haberse “aprovechado” de la expectación despertada en torno a él para colocarse en el centro,
ocupando el lugar de Cristo.
Es en esta capacidad de “descentrarse” en la que descubrimos la vocación del verdadero profeta y, en
general, del verdadero maestro espiritual, de todo aquel que, de un modo u otro, ejerce un cierto
liderazgo religioso. Juan el Bautista debe ser un espejo de todo el que se dedica, en el sentido que sea,
a la actividad religiosa: el obispo y el sacerdote, el religioso, el profeta carismático, el catequista, el
fundador, el iniciador de cualquier corriente de espiritualidad, todos ellos deben vencer la tentación de
ponerse en el centro, de atraer la atención sobre sí, de ocupar el lugar que sólo le corresponde a Dios y
a Aquel que Él ha enviado: Jesucristo. El verdadero profeta, el líder religioso (carismático o
institucional), tiene que saber que su papel es sólo preparatorio: favorecer la venida del único Mesías,
su acogida y el encuentro con Él. Y esto supone que el profeta auténtico tiene que saber menguar y
dejar el protagonismo a Aquél que es y puede más que él. Y esta actitud es tanto más importante,
cuanto que, con frecuencia, hay quienes están dispuestos a hacer de uno de estos líderes una especie de
Mesías salvador.
Además de esa actitud personal que avala la autenticidad profética, hay otra dimensión que afecta al
contenido del mensaje comunicado por el profeta y por el Mesías al que el primero sirve. El mensaje
de Juan, preparatorio, denunciador de los pecados y purificador de los mismos, no es un mensaje que
pueda salvar. Prepara para la recepción de la salvación, pero no salva. La denuncia del pecado y la
injusticia, el reconocimiento de ese pecado en uno mismo y la voluntad de purificación, simbolizada en
el rito bautismal del agua, y concretada en los buenos propósitos de un cambio de vida, son momentos
imprescindibles en la vida del hombre, en sentido moral y religioso, pero son claramente insuficientes.
El que denuncia el pecado ambiental y la injusticia social cae fácilmente en el pesimismo respecto del
mundo y de la historia, y en la tentación de destruir lo que considera la raíz del mal, con lo que acaba
provocando más mal del que pretende eliminar. La historia es prolija en ejemplos de este puritanismo
destructor. Por otro lado, el que se purifica del pecado y alcanza un cierto grado de justicia, puede caer
en el pecado de orgullo o de soberbia, al creer que se ha hecho justo por sus propios medios. Parece
que el círculo del pecado nos rodea de tal manera que siempre acabamos cayendo en él, de un modo u
otro. Y esta es la tercera tentación que nos habla de la insuficiencia de esta (con todo, necesaria)
actitud: el pesimismo respecto de sí mismo, la sensación de que somos impotentes ante el mal, de que,
por más que lo intentemos, no podemos alcanzar la plenitud de la justicia. Y es que, realmente, por
muy buenos que creamos ser, no podemos salvarnos a nosotros mismos.
Cuando Juan, al rechazar el título de Mesías, señala al que “puede más que él”, está señalando, en
efecto, una posibilidad mucho más radical que la mera purificación moral y que es la única que puede
realmente salvar al hombre del todo. El reconocimiento y la purificación de los pecados, representados
por Juan y su bautismo de agua, son sólo el preámbulo de una “nueva creación”, de un renacimiento de
lo alto, de un bautismo con “Espíritu Santo y fuego”, son el preámbulo de la gracia.
Juan, profeta auténtico, dirige nuestra mirada y nuestra atención a Jesús. Y nosotros, hoy, lo
descubrimos participando del bautismo de Juan. ¿Es que Jesús necesitaba purificarse de los pecados?
¿Por qué participa de un rito que, según hemos dicho, es sólo una anticipación preparatoria del
verdadero mesianismo, representado por Él mismo? Porque nos debe quedar claro que el bautismo que
Jesús recibe de Juan no es todavía nuestro bautismo cristiano (aunque lo simbolice y lo anticipe).
Jesús, de hecho, se sabe puro y sin pecado (cf. 1 P. 2, 22), pero, al mismo tiempo, se siente solidario
con su pueblo y partícipe de su destino, que es el destino de toda la humanidad. Jesús, igual en todo a
nosotros excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), siente en sí las consecuencias del pecado, la debilidad y
vulnerabilidad humana, como las tentaciones, y la misma muerte. Por eso, se somete junto con su
pueblo a este rito de purificación, que es signo y anticipo del verdadero bautismo en el que, según sus
mismas palabras, debe ser bautizado: su Pasión y muerte en cruz. Así pues, Jesús se somete al
bautismo de Juan no porque sea pecador, sino porque ha cargado sobre sí con los pecados del mundo.
(cf. Is 53, 4-6).
El hecho de someterse al bautismo de Juan expresa además cuál va a ser su forma de ministerio: Jesús
no rehúye el encuentro con los pecadores, sino que busca su compañía, el contacto con los impuros
para “encontrar al que está perdido” y “sanar a los que están enfermos”. Es decir, Jesús no es un
puritano dispuesto a acabar con el pecado y la imperfección a cualquier precio, en un afán destructor,
sino que, por el contrario, sus designios son de recreación y rehabilitación: “La caña cascada no la
quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, ese será su peculiar estilo de implantar el derecho en la
tierra.
Así, de una forma bien paradójica, abajándose y participando en el bautismo de Juan, Jesús muestra en
qué sentido es “más fuerte y más grande”. Y aquí debemos vencer la tentación, equidistante a la de
hacer del mero profeta un Mesías, la de hacer del Mesías sólo un profeta. Jesús es más que un profeta o
un maestro espiritual. En el momento del abajamiento, uniéndose a su pueblo en el rito purificador, se
abren los cielos y se revela quién es este hombre de Nazaret, este Mesías esperado: es el Hijo amado y
predilecto de Dios. Ahora entendemos la radicalidad de la salvación, que el esfuerzo moral y la
purificación del agua no pueden lograr; es un renacimiento, una recreación, la adquisición gratuita de
una nueva identidad, la de los hijos de Dios. Porque cuando la voz del cielo (la voz del Padre) que
declara que ese hombre que, unido a su pueblo, participa de la purificación de los pecados, es “mi hijo,
el amado, el predilecto”, al tiempo que lo unge con el Espíritu, Dios nos está diciendo que, en Cristo,
acoge y acepta a la humanidad en la que su Hijo se ha encarnado, y acepta sin condiciones y adopta, en
consecuencia, a cada ser humano. Efectivamente, en la humanidad de Cristo, “Dios no hace
distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea.” Si, pues, en Cristo
Dios está con nosotros, y en Él somos hijos del Padre, ¿qué otra cosa hemos de hacer, sino pasar por la
vida “haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”?
José María Vegas, cmf